¿Brisca o tute?
Si el cine negro norteamericano de mediados de los años 40 perfiló en claroscuro las características del hombre moderno, Michael Mann retomaría el dibujo para, en línea recta, mostrarnos a esos hombres frente a los males de la postmodernidad, demostrando al mismo tiempo que los esquemas de género pueden ser tan válidos hoy día como lo fueron en su momento. Si tienes el talento suficiente para actualizarlos, claro está. Y sabemos que Mann lo tiene. Lo demostró en Heat (1995), llevando la clásica soledad del héroe urbano a una incomunicación y aislamiento hasta los límites de sí mismo, pero haciendo de su amor al trabajo, aquello en lo que es bueno, sea cual sea el lado de la ley en que se encuentre, una vía de escape que impedía su deambular cual pelele en busca de un pasado sin retorno. Y también en Collateral (2004) o Miami Vice (2006), haciendo que las angustias en penumbra del noir, el miedo intermitente del neón que con sus láminas venecianas cortaba el rostro de los protagonistas, y a través de él su alma, den paso a la melancólica saturación de un universo de luces descontroladas. La ciudad ya no inquieta, porque la conocemos. Ahora la certeza es tristeza. Desolación. Con estos antecedentes, saber que Michael Mann iba a abordar una película de temática y época como las que constituyeron el ciclo fundacional del cine negro, una de gángsters, como se decía entonces, multiplicaban las ganas del que suscribe por que al fin la sala se quedase a oscuras. Y ya se sabe, pasada una edad, las ilusiones extremas siempre van acompañadas de cierta inquietud.
Tras el negro se hace la luz, y las inquietudes se disipan por el momento. El planteamiento de Mann es simplemente magnífico. La elección de los escenarios, casi todos reales, y el hiperrealismo de la alta definición te introducen de lleno en un universo nuevo que bien podría ser aquel de los años 30. Cada plano desprende esa ósmosis tan difícil de conseguir entre magia y vida. Una verosimilitud clásica, emocional, sazonada con un esteticismo épico. La especial atención que la cuidada dirección artística pone a los objetos y la ropa enaltece la actuación de unos actores protagonistas a la altura de las historia, y de unos secundarios en cuyo casting primó la expresión del rostro, a la antigua usanza, por encima de la belleza de fábrica. A todo ello Mann le añade un ritmo trepidante resaltado por una cámara inquieta, ligeramente estática sólo en los momentos de intimidad entre Dillinger y su fiancé, y extremadamente nerviosa en las escenas de acción. Cámara en mano que aporta fluidez y movimiento permitiendo aún así ver lo que ocurre en la pantalla, a los personajes desplazarse, pegarse, escaparse, coger un arma o quitársela a otro, elegir un camino para huir y salvar los obstáculos que ese camino ofrece. Y siempre con respeto hacia el espacio. Una cámara molesta que nunca deja de ser consciente que lo importante es la puesta en escena y su función es mostrársela al espectador no ocultar las carencias imaginativas de quien está detrás de ella.
Cuestiones estilísticas a parte, Mann nos presenta a Dillinger como un Robin Hood urbano. Un hombre que protege a la gente porque, como él dice, se esconde entre ellos. Su objetivo son los ricos, los bancos. En los tiempos que corren, al igual que en los años que siguieron a la Gran Depresión en los que discurre la película, no es difícil para el público sentirse inmediatamente identificado con el proscrito. El sheriff encargado de hacer cumplir la ley, Melvin Purvis (Christian Bale), será un hombre impuesto por John Edgar Hoover, fundador y director del FBI que, siempre según la película, quería formar un equipo que mediante métodos modernos y tecnología punta demostrasen a la sociedad que los grandes días del mal han llegado a su fin. Escuchas telefónicas, potentes bases de datos, avances científicos y novedosas técnicas de laboratorio servirán para garantizar la seguridad ciudadana. Según Hoover claro, el gestor, el político vendiéndose frente a los medios de comunicación, porque en la práctica Purvis acude a los usos de toda la vida, desde las torres inquisitoriales hasta Guantánamo, la tortura. En esta primera hora de metraje Mann teje una curiosa red cuyos hilos conductores enlazan directamente esos violentos años 30 con nuestros días.
Lástima que se excedió en la distancia de sus hilos y al arrastre sólo pescó agua, convirtiendo la casi hora y media restante en un eterno ir y venir de policías y ladrones, atracos y redadas, encarcelamientos y fugas. Con una estupenda secuencia de acción en la cabaña, sí –coreografía de luces y sonidos, estilización de la violencia, y esas cosas que tanto se resaltan de Mann-, pero larga como un día sin pan, sobre todo cuando la pesadez ya había empezado a dar muestras de asentarse tiempo antes. Y ese pseudo clímax podría llegar a levantarte el ánimo si de ahí al final hubiera un paso. Pero todavía queda recorrido a una moviola que ya sabes con seguridad que no te deparará sorpresa alguna, todo conduce ineluctablemente a ver cómo Mann ha planteado esa mítica salida de Dillinger del Biograph Theater. Y sólo queda esperar.
Todo ello a modo de una película de acción corriente, surcada por ciertos momentos inspirados –la secuencia del cine, en que el público debe mirar a derecha o izquierda, o la entrada de Dillinger en la comisaría- y otros que rezuman vulgaridad –la novia con la cara destrozada riéndose del policía torturador-. Las reglas del juego, siempre saltándonos las reglas del juego. Si me dices que voy a ver un thriller de acción sin más pretensiones, me lo como con patatas y me quedo tan contento. Si me enseñas las reglas del tute y luego me repartes tres cartas para jugar a la brisca, pues me cabreo, lo siento pero me cabreo, que eso no era lo acordado.