Dibujando la cultura
Uno de los grandes intereses del último cine de animación consiste en comprobar cómo filtra el sentido clásico del género a través de sus formas contemporáneas. Los grandes escenarios de Disney, cuyos palacios de cristal parecían embalsamar a los personajes en el interior de sus ficciones, ceden el testigo a las tímidas parodias de Dreamworks, cuya subversión del clasicismo no oculta, sin embargo, la acartonada moralidad que exhiben sus protagonistas. Echamos de menos la endiablada combinación de frenesí y cita culta en el cartoon según Chuck Jones; y nos emocionamos observando cómo Tezuka puede, partiendo de la singularidad y la sencillez del trazo, dibujar con tanta precisión la Historia de las desigualdades. O la historia, simplemente.
La picadura (The Sting, Brian Sheesley, 2003), capítulo perteneciente a la cuarta temporada de Futurama (Matt Groening y David X. Cohen, 1999-2003?) describe el encanto perdido de la animación. La posibilidad de transportarnos, como hace Fry con los sueños de Leela, a otros mundos; de excitar nuestra imaginación haciéndonos partícipes de esa fantasía. «¿Puede un fantasma llevarte a bailar a un jardín venusiano?, ¿Y si te paseo en trineo bajo la luna por las heladas llanuras de Hiperión?». A lo que Leela contesta: «Tienes que estar vivo, porque mi imaginación nunca me había tratado con tanto romanticismo» como si, precisamente, fuese esa ausencia la que hubiese determinado el espacio animado de un tiempo a esta parte. Una falta que haría de la búsqueda de esos sentimientos primitivos, de esa capacidad de fabulación el motor necesario para hacer carburar la animación contemporánea.
Chuck Jones decía que la frustración del Coyote nutría a su ingenio, porque los sucesivos fracasos aumentaban su esfuerzo por alcanzar la meta. En cierto modo, es un buen diagnóstico para calibrar el estado de un cine que ha progresado técnicamente, pero que en numerosas ocasiones ha puesto en cuestión si, de hecho, también lo hacía artísticamente. Quizá por eso, John Lasseter ha tomado como axioma que «el arte reta a la tecnología y la tecnología inspira al arte».
El lápiz se da la mano con las herramientas digitales para expandir las fronteras del cine. Pero tras esa relación hay un artista, no sólo un técnico. Una estética que se modula con el paso del tiempo. Un tiempo que describe los vaivenes de la cultura hasta lograr que un fondo generado por ordenador nos emocione (casi) tanto como cuando observamos uno real. Porque esa imagen sintetiza un largo proceso de aprendizaje en el que ha jugado un papel fundamental los límites del arte. O, mejor dicho, la impresión de que el arte no debe tener límites. Porque ese fondo altera nuestra percepción sobre el objeto artístico y nos hace partícipes de ese aprendizaje emocional visual. En otras palabras, el artista reescribe con sus instrumentos un fragmento de la Historia que en nuestro interior experimentamos como una novedad.
El tiempo reencontrado
Lo que diferencia a dos empresas como Pixar y Dreamworks es, digámoslo claro, la vacuidad con la que éstos últimos tratan el fondo de sus narraciones, que acaban derivando en envoltorios formales vistosos con fecha de caducidad. Como si no pudiesen salir del férreo control [1] de producción establecido por Jeffrey Katzenberg. Mientras Dreamworks queda inmóvil, paralizada en la inconsistencia de sus pastiches; Pixar gira la vista sobre el relato clásico y ensaya las maneras de adecuarlo a la actualidad. Opera con los dibujos animados como Spielberg hiciese con el cine de aventuras en En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981). Lejos de desmitificar, ahonda en el sustrato del héroe —de la animación— para acoplarlo a otro sentido del cine, sin por ello sacrificar sus rasgos propios.
John Lasseter, Andrew Stanton, Pete Docter o Brad Bird entienden que es ese tiempo encapsulado el que condena a la animación a no poder derribar el escenario que ha construido. Tarde o temprano, convierte el pasado en un decorado transportable y parodiable —como hace el primer Shrek (Andrew Adamson y Vicky Jenson, 2001) con la imaginería Disney y, por ende, del cuento clásico— que pierde, a partir de su repetición, todos los atributos que lo caracterizaron. Sin embargo, Pixar eleva ese tiempo a un espacio fantástico en el que lo cotidiano puede convivir con lo extraordinario, porque esto último es el vehículo a través del cual sus personajes se descubren a sí mismos; potencian su imaginación y se dotan de un papel en la vida. Es como el relato de un mito a la luz de una fogata, cuyas palabras contienen tal fuerza expresiva que de inmediato cobra vida ante nuestros ojos.
En Up (Pete Docter y Bob Peterson, 2009), lo maravilloso choca frontalmente contra una sociedad que visualiza verticalmente, como grandes rascacielos, el progreso. Es un mundo que ha perdido el espíritu de la aventura y que, sólo a partir del rechazo, de la huída —Carl extrae las raíces de su hogar y echa a volar con su imaginación hacia un lugar soñado— puede recuperarlo. De este modo, casi con sólo desearlo uno puede plantarse frente al encanto perdido; en parte, porque lo que Pixar manifiesta en muchas de sus obras es esa paulatina atrofia que relega a la humanidad a un mundo desencantado, semejante al de una reflexión del teórico Gilles Lipovetsky. La manifestación definitiva de que la spielbergiana máxima del Keep Watching the Skies es hoy, más que nunca, afín al sombrío final de La Cosa (The Thing, 1982), de John Carpenter.
La degradación del espacio contemporáneo es sólo el síntoma de una población que ha dejado de ilusionarse con el poder de lo imaginado; que ya no puede ejercer el papel de lunático inclasificable en el seno de un universo que constriñe a sus habitantes. Por eso, a veces el primer paso funciona como reformateo emocional y aprendizaje sentimental, como sucede en Wall·E (Andrew Stanton, 2008); mientras el siguiente jalón culmina con el contacto con una comunidad que sigue creyendo fuertemente en las viejas promesas de futuro, como sucede en Cars (John Lasseter y Joe Ranft, 2006). Porque, en ocasiones, nos reflejamos en esos juguetes inanimados cuyo orden es alterado cuando su fin último es dinamitado por la madurez.
La tensión entre la Historia contemporánea y el cine produce miedos, desgasta referentes y reformula figuras; quizá por el temor a no saber controlar la relación directa entre determinados sucesos y determinadas ficciones. Pero el caso es que presenta esa ausencia cuyos repetidos intentos sólo desembocan en la nostalgia más patética. Mirar hacia otros períodos del pasado siglo conlleva intentar evitar ese sentimiento de nostalgia, que sólo hace que momificar cualquier apuesta, puesto que embute en un continente inapropiado un contenido ya muerto. Es como tratar de hacer cine de época imitando los modos de James Ivory. Sin embargo, lo que Pixar consigue en su mezcla estilística de tiempos, valores e ideas [2] es recontextualizar —reencontrar— incensantemente todo lo que la memoria actualiza (gracias, Richard Rorty). Crear su propio esquema y un universo autónomo en el que pasado y presente coexistan sin que la marea sepulte a uno de los dos. Alcanzar la autonomía para así poder —volver a— dibujar la cultura.
Elogio de lo singular
Pixar ha conseguido lo que Hergé o Tezuka, pero también lo que Yuri Norstein, Koji Yamamura o René Laloux. Un estilo definido por su singularidad. Una particularidad, ésta, tan obsesiva como los temas recurrentes de sus respectivas obras. A Hergé le afligía la desaparición Tchang Tchong-Jen y las pesadillas transmutaron la historia de Tintín en el Tíbet (Tintin au Tibet, 1960) en un exorcismo público en el que el autor encontraba en la ficción a su amigo ausente. A Tezuka le interesaba analizar el poder, político, militar, institucional; poder, a secas. Tanto valía un ensayo musical a partir de Tchaikovsky como una calle o una exposición pictórica que finaliza su trayecto mostrando al director de orquesta, al marionetista que impulsa el movimiento de la humanidad. La Historia acaba encadenando repeticiones.
Al estudio capitaneado por Lasseter también le obsesiona la pérdida de la fantasía, de la expresión de lo imaginado y de la puerilización de los seres humanos. Le asusta que el espíritu de la aventura se vea ensombrecido por la obsesión de un Charles Muntz convertido en Capitán Achab de los aires. Le preocupa acabar siendo un canon férreo, con sus reglas y sus características tan definidas como el discurso inmóvil de Anton Ego en Ratatouille (Brad Bird, 2007). En definitiva, embalsamarse por culpa de su singularidad, como el Walt Disney más clásico.
Lejos del ensimismamiento creativo, la compañía estadounidense continúa nadando a contracorriente en el seno de la animación. El mejor ejemplo es Up que, no olvidemos, está protagonizada por un septuagenario abandonado a la imposibilidad de colmar sus deseos. Una historia que, como en Tintín en el Tíbet, Pixar reduce a la mínima expresión con tres personajes y un cúmulo de imágenes que ilustran visualmente la obsesión de su personaje por reencontrar el espíritu perdido. La impresión de que esa casa que echa raíces sobre las cataratas Paraíso es la mejor metonimia —como el blanco tibetano lo era para Hergé— para caracterizar a una empresa que ha hundido sus cimientos sobre la materia a partir de la cual están hechos los sueños: la condición de posibilidad de poder realizarlos.
Por una nueva línea clara
La mayor baza de Pixar radica en su capacidad para el storytelling. Que un pasaje que glose el paso del tiempo funcione como si nunca antes lo hubiésemos visto de esa manera. Probablemente, porque más allá de problemas de forma, lo elemental continúa siendo la narración, lo que cuentas y cómo lo cuentas. «La animación es una forma de arte en sí misma, y eso es lo que creo que necesita una clarificación continua. La animación existe sin fondos, sin color, sin sonido. Ni siquiera necesitas una cámara» [3]. Que de la historia emane su expresión emocional; que el interior del personaje animado represente la parte importante del filme.
La línea clara fue más o menos singular y más o menos inocente en su tratamiento de los personajes. Al fin y al cabo, Tintín conservó su perenne aspecto aniñado con el transcurso de los años mientras la sociedad parecía reaccionar al estancamiento de la Historia. Pero el héroe del autor belga se mantuvo inconmovible, como si de una isla en mitad del océano se tratase. Siempre acompañado de su fox terrier y, la mayoría de las veces, regresando a la mansión del Capitán Haddock. Lo curioso es que, en lugar de encapsularse, creó su arcadia particular sobre la que volver una y otra vez. Es posible que el legado de Pixar consista en ese espacio edénico que acerca el pasado a lo actual, mientras nos pone en contacto con nosotros mismos y nuestros deseos, miedos, éxitos o fracasos. La pantalla, como la viñeta, volverá a ser el lugar desde el que poder expresar nuestros anhelos. Es cuestión de percibir que la animación sigue jugando con los límites del cine —más, incluso, que el fantástico— hasta conseguir, tal y como hace Pixar —y Tezuka, Hergé, Jones, Dini o Miyazaki— el encanto perdido de la fantasía.
[1] En su artículo sobre Chuck Jones, Jordi Sánchez-Navarro comenta el paso del animador de Spokane por la Hannah-Barbera y Tom y Jerry (1965-1972): «Años después, Jones no tendría empacho en reconocer que jamás se había sentido cómodo con los personajes de Tom y Jerry. Hannah y Barbera los habían desarrollado en el férreo contexto de la comedia física y violenta, basada en el gag de acción, y no los había dotado de profundidad alguna». En Revista Píxel, nº2, diciembre de 2000, Barcelona.
[2] Formalmente muchos filmes aparecen deudores de una estética 50’s que explota el aire sofisticado y anguloso de sus edificios, complementos, etc. No obstante, a veces sus valores oscilan entre el New Deal resurrecto y la reflexión de clase de muchos de los personajes de cierto cine norteamericano de los 40’s. Tanto, que Cars podría ser un americana en imagen real escrito por James Agee y dirigido por el Jacques Tourneur de Stars in My Crown (1950).
[3] Comentario de Chuck Jones recogido en el artículo de Sánchez-Navarro: op. cit. en nota [1].