Volumen 5: El final sin principios
Todo se terminó, volví a Madrid, un taxista me timó, los aperitivos estaban malos, la señora de la pensión (muy amable siempre) me juro odio eterno por llevarme sin querer la llave del cuarto, aquí sigue haciendo calor, los camareros me conocen en los bares, salgo, entro, recibo mensajes, me llaman de un sitio y del otro, no puedo ir a Sitges, me voy a Cádiz, sonrío a mis amigos, me baño bajo la lluvia, nos tomamos unas copas, salen los premios, la gente se enfada conmigo, yo no soy capaz de terminar Leo de Borau, me pongo balonmano femenino y otra vez frente al ordenador. Noche del domingo noche, sueño importante, cosas que hacer y la certeza de que tengo la sensación de que ni siquiera fui a Donosti. Se pasó rápido, se pasó, lo sé. Lo peor es comprender que el tránsito inexorable y la muerte ineludible y la sangre indeleble y esas cosas impepinables. El año pasado me vi la sección oficial casi entera pero se me escaparon las galardonadas. Este año, sin embargo, he visto más bien poco de las seleccionadas pero todas las premiadas (menos la del síndrome de down y las estatuillas contraproducentes) o casi. La china de los japoneses malos, los planos obvios, el dineral supremo y la pornografía moral de los vencidos. La australiana tonta de rimas cansinas, sentimientos extremos, alma culebronera y cine nulo. La de los pijos y la droga y la parábola vieja tan literaria y tan francamente francesa. La española así como de guay pero con menos que más (síndrome Jarabe de palo 3 cosas dichas 100 veces no dejan de ser 3 cosas o 2 ambas inclusive). Sólo faltaba que Trueba se hubiera llevado algo por Spiderman 10 (niños, boberías, fantasía, superioridad moral etc.) y que premiaran a Robert Duvall. El acabose. De los principios.
Nosotros a lo nuestro. Al cine español. La mujer sin piano de Javier Rebollo, el segundo largometraje de uno de mis directores favoritos en cortometrajes. De esta historia le hubiera salido uno cojonudo, pero para formar parte de la vanguardia hay que darse a conocer en el mundo de las largas distancias. El naufragio es patente porque le faltan brazos, piernas y fondo. Y eso que para nada es una propuesta desdeñable pero cuando estiras el celuloide te quedas con muchos planos de relleno. Y esto no tiene nada que ver con el cine contemplativo ni con el minimalismo ni con el discurso ascético-bressoniano que con tanto ahínco se intenta imitar en los últimos tiempos. Tiene que ver con una historia alicorta, roma y con pocas posibilidades de redención. Tiene que ver con un protagonismo absoluto de una actriz que se pierde en sonrisas y pelucas. Tiene que ver con un itinerario aburrido allende lugares pocos interesantes. Tiene que ver con un preciosismo obsoleto que lo convierte sin remisión en un sosias de Almodóvar sin pasión extrema por sus diálogos. Tiene que ver con lo que se ve que es bonito pero tampoco tanto.
De Horizontes Latinos tuve la oportunidad de degustar una obra minimalista (ésta sí) pero tan grande como su protagonista principal. Gigante es la primera película del músico Adrián Biniez, componente del grupo argentino de rock Reverb y una de las revelaciones del año tras su paso por Berlín. Se trata de una comedia a contracorriente, obrera e insumisa, metalera e inteligente que sabe esquivar una y otra vez las flechas de lo establecido y de lo fácil. Donde en La mujer sin piano hay ansias y cierto grado de impostura, aquí hay serenidad y compromiso (y amor) por unos personajes que están tan perdidos y tan solos como en la película de Rebollo. Pero Biniez no se queda ahí y con la misma serenidad y compromiso que nos cuenta una rara historia de amor raro, consigue hacernos reflexionar sobre la importancia de la imagen y de sus texturas en las personas normales que habitan el día a día. Lo simple a veces es lo difícil y Biniez nos ofrece un tratado de forma y fondo que hace reír, reflexionar y querer volver al cine rápidamente.
Por eso aunque era a las doce y la película duraba 153 minutos, me fui corriendo desde el Principal al Kursaal para adentrarme en Un profeta, la última película de Jacques Audiard. Después de la calidad media (baja) del festival encadenar esas dos películas ha sido mi mejor momento del festival (bueno, y la fiesta del primer viernes y el bocadillo de magret del Iturrioz). Un profeta cuenta la típica historia carcelaria pero escondiendo sus propias cartas (y jugando con ellas) tanto como si el propio Audiard la estuviera haciendo desde prisión. La parábola de ese profeta que ni sabe leer ni escribir ni matar ni chantajear ni traicionar ni demás, y en la cárcel se hace un hombre aprendiendo todo eso tiene casi mayor profundidad y efectividad que La clase de Laurent Cantet (que vendría a ser igual pero al contrario). El equilibrio entre el intimismo con sus fantasmas (reales), sus sueños y la relación con el lider corso (impresionante Niels Arestrup) y la acción vigorosa, sucia y, a ratos, insoportable (atención al primer asesinato en la cárcel o al asalto al coche) convierte a Un profeta en una experiencia cinematográfica extrema y plenamente satisfactoria. Y en la mejor película junto a la de Haneke que he visto en este festival.
Manuel Ortega
Volumen 4: Los viejos, los niños y sus reverendísimas madres
¡Con lo que yo he sido! Defensor a ultranza de secciones oficiales, gurú mediático (icono sexual en los ochenta) sobre la importancia de lo innoto y hoy sé que me falta algo, el mal rollito entre los dos (el festival and me) y puedo ser un cabrón pero no un tonto y otros cosas por el estilo. Pero es que la sección oficial está siendo considerablemente inferior a la del año pasado que tampoco era la repanocha (¿qué es o qué llega a ser una repanocha?) y eso es descorazonador cuando todos los pases son a bajas horas de la mañana. Porque encima que te levantas y te duchas, luego te encuentras con producciones de baja estofa e indignas de un festival de esta categoría. Si encima los franceses fallan (Honoré, Ozon, Tony Parker) o sus películas provocan el pataleo del poco respetable (Dumont y su extraña Hadewijch), los españoles no aparecen y lo que se aplaude son cosas más viejas que lo que no se aplaude, el panorama es desalentador.
De esas últimas (las viejas viejas) traigo dos muestras rancias y desvaídas pero de dos directores creo que jóvenes o así. La primera es la única película norteamericana a concurso, Get Low de Aaron Schneider, una cosa tan pequeña que casi ni se ve. Una pieza de cámara, de orfebrería, de repostería o de lo que quieran pero menguante en su trayecto, de telefilmescas formas y fondo de armario pequeño para zapatos y calcetines. La historia real del ermitaño de Tennessee que estuvo 40 años sin dar señales de vida y cuando lo hizo fue para organizar su propio funeral está contada como el que cuenta que tiene dudas sobre una relación o sobre pedir ensalada o patatas con el bistec. Planita, interpretada con demasiada libertad (parezco Losantos) por actores que se comen al director novato, funcional y funcionaria de las deudas contraídas con el reparto y con una historia real que por ser fiel se queda en menos que nada. Pequeña, ínfima, agradable pero poco. Olvidable pero mucho.
La que sí es inolvidable porque quizá es lo peor que he visto en mucho tiempo (tras el triángulo odioso del Sitges de los primeros días del año pasado formado por Eden Long [Franck Vestiel, 2007], Your name here [Matthew Wilder, 2008] y ¡Soy un pelele! [Hernán Migoya, 2008]). Sólo decir que durante la proyección desee que el ibuprofeno que llevaba en el bolsillo (por lo de la garganta) fuera cianuro para quitarme de en medio sin molestar a los compañeros de filas. La película se llama Bleesed y la dirige una chica (Anna Kokkinos) de la que podéis apuntar el nombre en un papel y quemarlo en un acto de brujería para que nunca os crucéis con una de sus creaciones. Dramón sin complejos ni complejidad de padres desubicados con hijos desorientados, acumulativo, torticero, irresponsable e idiota, engañabobos de diseño con música repetitiva e infame, actores ante la oportunidad de su carrera (para hacer el ridículo y gritar) y una concepción de la vida, y por lo tanto, del arte tan redicha como repugnante. Cojitranca y ortopédica acaba transformándose es una especie de videoclip deshonesto donde el patetismo de lo que se ve sólo está a la altura de lo que se sugiere. Una tragedia de saldo para una sección oficial de risa.
Menos mal que no sólo de oficialismo y oficialidad se oficia este oficio. De padres ausentes por alcoholismo, divorcio o muerte está prendada The scouting book for boys, una parábola adolescente con su dosis de realismo poético y su ración de metafóricas postales al filo de lo imposible. La primera película de Tom Harper, un director que por apariencia podría ser mi hijo y eso que yo sólo tengo 34, naufraga porque confía a la composición de la imagen las faltas de ortografía de un guión balbuceante y precario. Su sendero hacia lo imposible encuentra la redención en unos 15 minutos que niegan esa misma redención a los dos jóvenes que aparentemente sólo estaba jugando. Ese hálito trágico y la forma de rodarlo (brutal la escena del mar) hacen que podamos albergar confianza en el futuro de un director con una habilidad innegable para el buen gusto en la puesta en escena.
Y si en la película británica nos centrábamos en hijos que construyen la vida en la ausencia de sus mayores, en Mother, la cuarta película de Bong Jo-Hoo, es la madre quien intenta redimir la ausencia intelectual de un hijo que da con sus huesos en la cárcel por un crimen que sí parece haber cometido. Su presencia es total a lo largo de la película desde la prometedora escena inicial en la que baila con los títulos de crédito hasta el final pasando por el torpe desarrollo donde se convierte en detectivesco émulo oriental Jessica Fletcher. Tras la magnífica Memories of Murder (2002) y la más que estimable The Host (2006), el director coreano no mantiene el nivel con una película que pierde demasiado tiempo antes de subir a rematar a la red. Su locura expositiva lastra las buenas maneras genéricas de sus anteriores producciones, su indefinición en el tono precipita el desinterés hacia una historia donde los árboles parecen estar fuera del bosque.
M.O.
Volumen 3. Como locos a por el oro
Es miércoles. Nos acercamos sin pausa al final de esta edición. Así que para evitar sentirse triste vamos a rebobinar, volver al domingo y a parte del sábado. Lo más importante no fue ninguna película, ni siquiera tenía que ver para nada con el festival. Me refiero al oro conseguido por la selección de basket española que destrozó a Serbia en la final (con la que había perdido en el debut de ambos combinados en el campeonato), del mismo modo que finiquitó, el sábado en semifinales, a Grecia y, la víspera del primer día del certamen, a Francia. Tony Parker, seguramente el mejor jugador francés, hace 2 años MVP de las finales de la NBA, dijo de los jugadores españoles: «son demasiado buenos para nosotros». Casualidad o coincidencia (o ganas de rizar el rizo de este cronista aburrido y de vuelta al trabajo rutinario de 9 a 6), el caso es que las protagonistas de El refugio / Le refuge de François Ozon y Making Plans for Lena / Non ma fille… tu n’iras pas danser de Christophe Honoré, comparten, es un decir, esa visión del base de los Spurs, aunque esta no tenga mucho que ver con términos deportivos, ni con la calidad de los Rubio, López, Llull y cía, y sí con contextos sentimentales y normas de comportamiento: las familias, amantes e hijos de esas dos mujeres son demasiado buenos para ellas, perdidas en unas vidas derruidas que tratan, infructuosamente, de recomponerse.
En el caso de Léna, interpretada con poco tino y muchas lágrimas por la normalmente más fiable (alegre y guapa) Chiara Mastroianni, cuyos padres y hermanos son casi tan irritantes como ella, son sus hijos, su ex-marido, al que da vida el normalmente antipático Jean-Marc Barr, e incluso su amante que no lo es, con el rostro del normalmente mediocre Louis Garrel, los buenos que deberían ganar de paliza el amor de la mujer, pero solo encuentran egoísmo y autocompasión. Honoré se diría que busca retratar la desconexión de un mundo actual ensimismado en el que se posponen las decisiones importantes y en el que importa sobrevivir a lo coyuntural, correr más que los demás. Pero los símbolos y metáforas están envenenados (desde el arranque con la paloma herida) y Honoré termina pareciendo más un sermoneador que un director de cine, si bien su intento no debería caer en saco roto.
Mousse (Isabelle Carré) pierde a su novio, Louis, por una sobredosis de heroina en el prólogo de El refugio, punto de inflexión que supone para ella, también enganchada pero superviviente, una nueva oportunidad ante la vida: está emabarazada. Decide, en contra de los deseos de la madre de Louis, tener al bebé y Ozon, director y co-guionista del film, nos describe el proceso en el cual la joven con la ayuda inesperada de Paul (Louis-Ronan Choisy), el hermano gay del padre de su hijo, espera a dar a luz. La conclusión coherente con el desarrollo del personaje es demoledora o esperanzadora, según se mire: Mousse se siente perdida y cree que tanto su hija como Paul son mejores que ella y tienen más que ofrecer(se). El problema es la parsimonia con la que está narrado el relato, que cortocircuita una atmósfera de por sí tenue. Solamente en la excelente escena de la discoteca se aprecia en toda su extensión el sentido de la propuesta y la verdadera naturaleza de la protagonista. Si Léna nos molesta por su caprichoso comportamiento, Mousse nos deprime por su egoísmo. Ambas se tienen como su peor enemigo.
Lo turbio y sobrecogedor también se encuentra en una de las mejores películas de la sección oficial. El secreto de sus ojos de Juan José Campanella es un thriller sólido e intenso narrado con un pulso sorprendente e inyectado de agradecidas dosis de humor porteño (nunca pensé que escribiría estas dos palabras seguidas). El director estrenó su anterior largometraje en 2004 (Luna de Avellaneda, inauguración de la Seminci de aquel año) y los últimos años ha estado trabajando fuera del circuito cinematográfico para televisión, en España (Vientos de agua, 2006) y Estados Unidos (House, Law & Order). Su regreso ha superado las expectativas de la mayor parte de los espectadores y críticos del certamen, tanto que rápidamente se la ha convertido en favorita para recibir la Concha de Oro (esto sucedió el domingo cuando apenas se habian presentado cuatro de las quince películas que optan al premio). Campanella quita hierro al asunto y asegura que lo importante es que la película pueda tener un apoyo importante en España sea el que sea, ya que el cine argentino lo necesita. Me pregunto varias cosas al respecto. Compruebo que el film se estrena pasado mañana, viernes 25. Gerardo Herrero es el productor, uno de ellos (es una coproducción) aunque aparece el primero en los créditos. Estoy contrariado por esta (auto)promoción y empiezo a pensar mal. Paro aquí, prefiero pasar del tema y volver sobre lo que me sugirieron las imágenes del film mientras vi la proyección. En El secreto de sus ojos, que me recordó en determinados aspectos a la irregular pero notable Havana de Sidney Pollack, 1990, el mal es retratado como desagüe de los propios miedos interiores, los personales y colectivos. Campanella lo entiende muy bien incluso cuando al final se desliza por terrenos más predecibles en los que claudica a la necesidad de cerrar todas las puertas abiertas, si bien, paradójicamente, el último plano es una puerta que, por fin, se cierra. Capaz de elaborar una virguería vibrante: la persucución en el campo de fútbol, y también de decirlo todo sin apenas mover la cámara y sin dejar que los actores hablen en un par de escenas memorables: especialmente la del ascensor, el director de la mediocre El hijo de la novia (2001) triunfa gracias al equlibrado tono que adopta en cada estadio de un relato apasionante. Un film al que habrá que volver con más detenimiento y mesura.
Jose David Cáceres Tapia
Volumen 2. En busca de la felicidad
Me duele la garganta y no soy feliz por lo tanto (y por lo tonto) no son las mejores condiciones para cubrir un festival donde la lluvia no cesa y el mal cohabita en las filas de atrás, quizá en las de delante. Desde gente con acreditación de periodistas que se burla del infarto (o amago de) sufrido por un espectador en la proyección de El refugio a pedantes y aprendices llenando de baba y lugares comunes los sitios de todos. Menos mal que nos queda un público educado, una programación brillante, una ciudad bonita y la gastronomía razonablemente rociada con txacolís y otros inventos autóctonos. Me sigo liando y entro en películas que no quería ver y en bares en los que no debo entrar. Me sigo confundiendo con los K1 y los K2 (que como bien decía el querido JD el otro día más parecía unas regatas que unas salas de cine) y chocando con algún gorila que me dice que no entro ni de putas en la sala con la acreditación nada más. Sigue doliéndome la garganta mientras sigo intentando ocultar que estoy en facebook y en la sala de prensa. Sigo estando triste y sin ver demasiadas películas que haga cambiar mi visión de las cosas y del cine y de sus cosas. Pero sigo y en esas estamos. Y sigo y así empiezo de manera oficial.
De la sección idem, además de las películas que JD Cáceres ha comentado y comentará, he tenido la oportunidad de asistir al pase de City of Life and Dead, la tercera película de un director con varios festivales y premios a sus espaldas: Lu Chuan. Desde el principio intenta introducirnos de manera brutal y sin anestesia en los hechos acaecidos en Nanjing en 1937, cuando a los japoneses les dio por invadir y exterminar a todos los chinos que se le cruzaran por el camino. La película no ahorra crueldad, violencia y saña ni escenas firmadas de manera espectacular con el estilo que instaurara Spielberg con Salvar al soldado Ryan y siguiera con considerable fortuna Ridley Scott en Black Hawk derribado. Pero al mismo tiempo esas escenas de acción bélica posmodernas están mezcladas con el blanco y negro que nos retrotrae a otras épocas y o autores y con un uso del gran angular que también nos recuerda a un cine más contemplativo en toda la extensión de la palabra (planos ensimismados, encuadres reincidentes, personas caminando hacia el desastre con la cámara siguiéndoles desde atrás). Todo un batiburrillo que no oculta la simpleza de la superproducción (china) subvencionada ni la pobreza de su resultado final ni la precariedad intelectual de su lenguaje cinematográfico. Un catálogo de obviedades salpimentado con sangre y ejecuciones, malos malísimos (que lo serían sin duda) y mujeres abnegadas que fueron carne de cañón de la que Chuan no nos ahorra ni carne ni cañón. Quizá la pornografía de la mirada no está en la que escruta el deseo en los límites de lo deseable, sino en utilizar el discurso político sin bragas, empalmado y en pelotas.
Tampoco me convenció del todo una de las favoritas de la grada, la afroamericana Precious, de Lee Daniels. Y eso que como película pequeña sobre desgracias grandes tiene su sentido pero no se ha de confundir lo que pretende con lo que consigue. Lo que muestra con lo que demuestra. La triunfadora del último Sundance adolece del combustible de su propio mecanismo: una narración autoconsciente que (sólo) se conforma con sacar partido a todo lo que deriva de su naturaleza. Lo tremendo deviene en tremendista, lo tragicómico en melodramático y lo realista en inverosimil en una especie de fábula pasadista (si existe futurista…) y convencional. La historia de esa chica gorda embarazada dos veces por su padre, marginada en la escuela (y en la calle) y maltratada por una madre que es más mala que Bush y Drenthe juntos, se nos revela como una especie de Juno (Jason Reitman, 2008) afroamericana tan mainstream como los propios códigos de los que reniega. A pesar de eso, la película está bien. Y eso paradójicamente es bastante.
La que está más que bien es la nueva de Haneke, un director empeñado en darnos la razón a los que no somos fans de él. Cuando abandona el púlpito, se quita la sotana (y se la pone a uno de los personajes) y deja de hablarnos desde su superioridad moral la cosa mejora. Cuando entiende que la profundidad no está dentro del mar sino en el sabor de sus habitantes Haneke abandona el presente y con él su carácter aleccionador, parabólico y coñazo, consiguiendo así, con maestría y determinación, su segunda mejor obra para el que esto suscribe. Esta vez es la Alemania de diez minutos antes de laprimera gran guerra, igual que en El tiempo del lobo (su obra maestra) era una ucronía distópica que nos hablaba de lo que nos pasará dentro de un cuarto de hora si seguimos sin parar de mirar el reloj. La cinta blanca / Das Weiss Band es una película espléndida, sin contemplaciones ni concesiones a ciertos rasgos, importados y exportables, de autoría, contundente en su manera de plantear cada secuencia y con una honestidad y coherencia estético-ideológica pocas veces alcanzada por el austriaco. Cada uno cuenta la feria según la ve y yo he de reconocer que más que a Bergman (que me encanta) y Dreyer (que me encanta) a los que me recordaban eran al Carpenter de El pueblo de los malditos / The Village of Damned, 1996 (niños rubios perfectamente alineados por alturas y brillo en los ojos) y al Shyamalan ambiguo y todopoderoso de El bosque / The Village, 2004 (una película sobre el miedo que se vendió como de). Por eso no me puedo resistir a contemplar esta fábula de anticipación (al nazismo o a lo que sea) como una película de terror, meridiana y compleja, medida y excesiva. Como la demostración que no hay mejor forma de hablar de lo que nos pasa que haciendo inventario de las enfermedades que extermino a nuestros bisabuelos.
Mañana más y peor. De la garganta, por lo menos.
M.O.
Volumen 1. Despues del primer fin de semana
Los arranques de los festivales de cine tienden a ser muy movidos, no por las películas, buenas o malas, que se ven, sino por las numerosas cosas que pasan a nuestro alrededor y tardamos en asimilar adecuadamente. Cuando se trata de la primera vez, doble en mi caso (no conocía la ciudad), todas estas sensaciones se ven amplificadas. El viaje en tren con la ilusión por llegar y desubrir uno de los grandes certámenes del panorama mundia, pero a la vez incapaz de anular del todo el cansancio aumentado por las preocupaciones (nunca estamos libres de ellas). La belleza quizá excesiva, como me advertía mi compañero, de la ciudad que abruma desde el primer momento. La imposible acumulación de mujeres guapísimas, no siempre por fortuna relacionadas con el cine o el festival. La lluvia intermitentemente pesada y a la vez muy de cine (aunque me entero que no parece que sea muy habitual que en estas fechas haya esta climatología en Donosti). La sensacional gastronomía, siempre por encima de las expectativas. Los desalentadores precios, siempre por encima de nuestros bolsillos… Vale, de acuerdo, no cuento nada nuevo y bien podriáis creer que no he venido al festival. Pero os aseguro que estoy aquí y que hay mucho de verdad en lo que llamamos tópico. Así nos lo recuerda Woody Allen en la descacharrante Si la cosa funciona / Whatever Works una de las perlas de la sección Zabaltegi que tiene previsto el estreno en España a primeros de octubre. Con el aliciente del siempre extraordinario Larry David en el papel de uno de los personajes habituales de Allen, asimilando parte del caracter de este y manteniendo su personalidad, Si la cosa funciona es una prolongación audaz de lo planteado tibiamente con respecto a los tópicos en la irregular Vicky Cristina Barcelona, uno de los mayores éxitos comerciales en la carrera del director neoyorkino que sin embargo tuvo una respuesta crítica, al menos en Europa, sorprendentemente hostil. Construida a base de clichés y estampas en las que suceden las situaciones arquetípicas, la película avanza hacia conclusiones previsibles (aunque no necesariamente convencionales o complacientes) pero de una manera inteligente en la que sobresalen los diálogos.
De los tópicos como catarsis pasamos, en un abrir y cerrar de ojos (y en la misma sala), al lugar común cinematográfico, al quiero y no sé. Fernando Trueba se ha sentido más libre que nunca, y así lo reconocía an la rueda de prensa, después de más de veinte años de carrera en su regreso a la ficción con El baile de la Victoria, un cuento excéntrico y voluntarioso, que adapta la novela homónima de Antonio Skármeta (que además de participar en el guión, interpreta al crítico de danza), pero desprovisto, para empezar, de magia y pasión, elementos esenciales para alcanzar los objetivos planteados, que se filtran fugaz (y torpemente) de las imágenes del film. Trueba intenta salirse del guión en varias ocasiones y al menos sorprende: por ejemplo con la batería de insertos de fotografías en blanco y negro de los padres de la bailarina, con las fugas visuales en las que aparece El Enano… Sin embargo, su escritura cinematográfica es rácana, anticuada y por momentos irritante, caso de la escena del secuestro y baile cuya planificación monocorde, empleando el plano-contraplano sin sentido espacial ni dramático, el uso enfático y grandilocuente de la música (lamentablemente un recurso repitido hasta la saciedad) contradice en parte las estructuras empleadas en otros momentos, y anula la belleza, sensualidad y profundidad de la composición de la muchacha. Sin embargo, no creo tampoco que merezca el trato despectivo y categórico de algunos corrillos de enteradillos y los que sé den por aludidos sabrán el porqué.
La impresión que nos viene al hacer un primer balance de lo visto es que la sección oficial está siendo un tanto sosa y que lo más satisfactoria se encuentra en las parelalas, en Zabaltegi, ya sea a concurso (nuevos directores) o por las perlas (algunas literales como la triunfal ganadora de la Palma 2009: Das Weisse Band, de Michael Haneke), o incluso en las retrospectivas. Con excepción de la sorprendentemente buena El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, las películas de los todavía prestigiosos François Ozon y Christophe Honoré, del otrora muy respetado Atom Egoyan y del propio Trueba (aunque su film está fuera de competición), resultaron decepcionantes o nada interesantes. De todo esto y más os contaremos en los proximos volúmenes ya recuperada la serenidad, bloqueada mi tarjeta perdida y con viaje de vuelta confirmado.
J.D.C.T.