Tarantino reescribe el género a través de la historia
La institucionalización y repetición de determinados códigos cinematográficos para representar a la Segunda Guerra Mundial ha transformado a todas esas ficciones en una calle de sentido único. Sus imágenes han perdido la perspectiva del tiempo amanerándose hasta el punto de exigir un mayor barroquismo visual para continuar funcionando, aunque sea a medio gas. Una prueba de ello es la —moralmente— confusa Valkyria (Valkyria, Bryan Singer, 2008), así como Los gritos del silencio (The Killing Fields, Roland Joffé, 1984) que, hace veinticinco años, asentó esas bases estéticas en su manera de testimoniar la dictadura de la Khmer rouge en Camboya. Para inspirar el sentimiento de pérdida del amigo desaparecido en los campos de la muerte, Joffé hacía gravitar un cúmulo de referentes cultos —Puccini y su famosa pieza del Turandot, por ejemplo— que hipertrofiasen su raquítico sentido de la imagen. Pero continuaban siendo imágenes pese a todo.
Singer, Mark Herman, Lajos Koltai y cualquier otro de los cineastas que se han adentrado en el barrizal de la memoria cinematográfica nunca entenderá que es absurdo perseguir un grado de ficción o de representación de la realidad que, actualmente, ha sido rebasado. Serán cadáveres exquisitos para un cine que «respira contingencia, que carece de cualquier sentido prefijado y apela a nuestra propia responsabilidad como constructores de todo relato» (Nancy, Jean-Luc, «La evidencia del filme», Errata Naturae, 2008). Ésa misma que exige reconstruir un relato agotado abriendo así nuevas posibilidades para reflexionar hacia dónde nos llevan.
En Malditos bastardos Quentin Tarantino remonta la Historia a la manera de Godard. En Histoire(s) du cinéma (Histoire(s) du cinéma, 1988-98) el cineasta suizo toma las diferentes imágenes y las superpone. De la tensión entre el rostro de Gelsomina en La Strada (La Strada, Federico Fellini, 1954) y el suicidio del niño de Alemania, año cero (Germania, anno zero, Roberto Rossellini, 1948) surge el gesto trágico de la ruptura moderna. De la dialéctica que pueda mantener el extracto de un libro escogido al azar de entre el montón que conforma su biblioteca, un itinerario secreto que hace vibrar el sentido de las imágenes del pasado con la posibilidad de un nuevo significado. Tarantino hace lo propio con su visión de la Europa de los 40′, en la que no duda en extrapolar tantos referentes como le sea posible para destruir el carácter orgánico y totalizador de su ficción, y poder construir otra, con tantas ramificaciones como amplia sea nuestra imaginación. Pero de esa apuesta visual se desprende otra aún más potente: la correspondencia que pueda darse entre esa renovación formal y el sentido ético —el nuevo, así como aquel que ya aparece nada más referirnos al Holocausto— al que sus imágenes remiten.
La reinvención de la Historia
La toma de posición de Tarantino con respecto a la Historia es sencillamente extraordinaria. En su inicio, la llegada del coronel nazi Hans Landa (Christoph Waltz) gira, por un momento, en el eje del despiadado Sentenza (Lee Van Cleef) de El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto e il cattivo, Sergio Leone, 1966). El caballo es sustituido por el coche fabricado en Alemania, pero se mantiene el subrayado musical de Morricone y, sobre todo, la perversa unión que dota de un carácter no banal —el arquetipo cinematográfico preferido para retratar al oficial nazi— y sí, en cambio, maquiavélico al villano de la función. De un golpe, Tarantino confiere a su criatura un aire de enemigo temible, fascinante y repulsivo; pone en relieve a una figura de cuyo silencio se ha nutrido el dolor de los demás. Porque, y ése es otro detalle, Malditos bastardos exorciza el dolor de las víctimas a través de su venganza, devolviéndoles el golpe con las mismas armas con las que el Tercer Reich extiende su hegemonía: el lenguaje, las imágenes.
El orgullo de la nación, filme de apología totalitarista, cuyo estreno centra la parte final de la película de Tarantino, es el arma de destrucción masiva que manipula el director de Knoxville. Lo hace transfigurando su significado, tal y como anteriormente hizo con Landa o como hará con los mismos Bastardos. Introduce, a modo de contraplano a la imagen de héroe nacional de Frederick Zoller (Daniel Brühl), el discurso vengativo de Shosanna (Mélanie Laurent) pervirtiendo así, mediante sus imágenes, aquellas que previamente habían dislocado el sentido del relato —el lenguaje/la imagen nazi como corruptora/instrumentalizadora del hombre y su discurso— y reduciéndolo a cenizas para que nadie más pueda escucharlo; silenciándolo a la manera nazi, como si nunca hubiese existido.
El sentido del desenlace planteado por Tarantino es el de rodar una catarsis metacinematográfica. Rehabilitar las imágenes desgastadas por el fascismo y la representación temerosa de romper con el signo trágico de éstas. Y, para ello, sólo cabe remontar el material previo; redescribir el mundo cinematográfico y tratarlo como una contingencia sobre la que podemos construir un nuevo mundo. Pero que obliga a desmontar el sentido del previo si no queremos acabar cosificados por su valor reverencial, tal y como sucede en otras ficciones sobre el Holocausto. De ahí que rehabilitar las imágenes liquidándolas con la fuerza de esas mismas imágenes implique necesariamente reinventar la historia, es decir, matar a Hitler.
¿Y ahora qué?
En De Anima escribe Aristóteles que las imágenes vienen a ser lo que las sensaciones. El cuerpo de Hitler cosido a balazos —por si acaso la risa enloquecida de Eli Roth mientras le ametralla no fuese suficiente— es un buen ejemplo. Hay un deseo explícito por materializarla ya que, de alguna manera, marca el final del relato y de sus efectos colaterales. Parece que sin Hitler —y Goebbels, y Hess, y el cine de alpinistas; sin su discurso más extendido y popularizado— el resto de atrocidades se desmoronan como un edificio en ruinas. Tarantino es consciente de que eso no es así y de que, en efecto, sin la parte del león el resto del engranaje podía funcionar maquinalmente. Sin embargo, la muerte de Hitler sí permite desembalsamar ese dolor reprimido y paralizado en nuestro interior a modo de sentimiento colectivo. Es una imagen que desencadena a la ficción, al cine, de todos sus imperativos morales y la libera de su incapacidad para retratar escrupulosamente la realidad tal como fue.
Tarantino abre y cierra simultáneamente las puertas de la ficción. Sabe que la clave radica en jugar con los arquetipos, mezclarlos con sus propios códigos forjados durante su carrera, para que adquieran un relieve que, en cierto modo, los vacíe de esa retórica gilipollas que redirige siempre al mismo punto. Pulverizando las imágenes, Hitler y los nazis son hombres sin mundo, porque aquél sólo existe en el sentido de constreñir a la masa con su lenguaje. Sin el lenguaje neutro y aséptico, Hitler sólo es otro cuerpo más preparado para recibir una ráfaga de metralleta. Se acaba esa Historia porque se redescribe, se hace contingente —olvidando la necesaria pleitesía a la memoria—, se barniza de sensaciones y, finalmente, se clausura mediante la emoción de reducir el mal absoluto a una masa reconocible de villanos sin espacio ni arraigo ni pertenencia en la iconosfera parida por Quentin Tarantino.
Michel Foucault señalaba lo inútil que podía llegar a ser seguir una huella cuyo rastro remite a la diferencia. Con Malditos bastardos Tarantino prefiere recorrer un camino alternativo creado a base de cortapegar y reformular estructuras pilladas de aquí y de allá, de cuya tensión surja un nuevo mundo de imágenes que bailen frente a nuestros ojos; que rimen a David Bowie con la solución final y la Blitzkrieg con Billy Preston. Pero que estimulen al espectador a reflexionar sobre sus mismos mecanismos de reflexión y, como mínimo, le revuelvan en la butaca sin necesidad de maximalismos ni discursos triunfalistas. Al fin y al cabo, el filme concluye con la presencia de Hans Landa como el futuro villain —cruel, amoral, práctico y esencialmente actual— que capitalizará la ficción cinematográfica de ese nuevo mundo. De nuestro mundo.
Me parece un artículo tendencioso, sobre una película que puede ser reinteligente (qué inteligente, qué aguda)… Pero es un onanismo mental:
«El sentido del desenlace planteado por Tarantino es el de rodar una catarsis metacinematográfica.»
Pfff… ese tono amanerado para hacer sonar como algo nuevo una propiedad ya otorgada al relato teatral, por ejemplo… Además decirlo como que UFFFF qué gran logro con la SEGUNDA GUERRA MUNDIAL, nada más y nada menos la guerra más repetida y quitsch que hubiere… Que vaya y lo haga en África ese yanqui hedonista que últimamente habita en un Tarantino hollywoodense y pastiche…
«Sin
embargo, la muerte de Hitler sí permite desembalsamar ese dolor
reprimido y paralizado en nuestro interior a modo de sentimiento
colectivo. «….
Qué pobre manera de pensar la segunda guerra mundial, de malos y buenos, como el mismo maniqueo de Tarantino… No fue un cómic… ¿Buenas tardes? Qué tal un propio de agudeza crítica, capaz de explorar el mismo discurso repetido miles de veces, en el que Alemania es el coco… Que lo era, pero no de modo diferente a los aliados y los judíos sin corazón, cuajados de poder en Wall Street. Ruego seleccione mejor las fuentes de sus ideas.Me parece que la crítica cinematográfica a veces no es más que una teoría literaria venida a menos…Sofismas de revista.
Una cosa es cierta: 3 años después releo el texto y lo encuentro escrito de pena, como tantos otros que haya podido escribir durante estos años. Lo de tendencioso y sofista es, literalmente, digno de mandarle a cagar. A ver si se entera de que el texto defiende una serie de ideas muy claritas: Las películas sobre el Holocausto han perdido valor a base de repetir los mismos recursos y soluciones narrativas; Tarantino pretende renovar esos recursos y, en especial, esas imágenes y la responsabilidad que conlleva poner en escena un fragmento tan doloroso de la Historia reciente; renovar le conduce a reinventar/reinterpretar esa parte de la Historia; reinterpretar le conduce a cambiar el signo trágico de esas imágenes, planteando la posibilidad de una especie de compensación moral para las víctimas, que las imágenes del Holocausto no tengan que remitir solamente al documento y el archivo de los Campos o a la aclamación nazi. En este punto se da la catarsis metacinematográfica, expresión que tiene muy poco de amanerada en el momento en que, para las víctimas o los herederos, lo que implica esa matanza en el cine es, precisamente, la oportunidad de reconciliar ese dolor a través de la posibilidad de que las imágenes expresen otro desenlace posible. Y las defiende la persona que lo ha firmado, es decir, Óscar Brox Santiago, que pensaba esas ideas en septiembre de 2009 y las sigue pensando en junio de 2012, con independencia de otras manifestaciones o tendencias críticas que, en general y en particular, nunca observo a la hora de escribir (y que le agradecería citase en su mensaje, por aquello de no elaborar un comentario superficial con respecto a mi texto).
Un saludo!