‘Nuevos’ modelos de terror
Resulta complicado pensar que una propuesta tan interesante e inteligente en su aparente zafiedad como San Valentín sangriento 3D pueda saltarse la etiqueta de primera película que inaugura las novísimas y remozadas tres dimensiones dentro del género del terror, si no tenemos en cuenta a la truculenta Scar (Jed Weintrob, 2007), aún sin fecha de estreno. Y lo es porque al erigirse como una novedad dentro de la novedad —lo cual también le ha venido de perlas a este sencillo film de cara a su exitoso recorrido por la taquilla norteamericana— parece que sus virtudes (que las tiene, y muchas) se han visto deslucidas por su crematística adhesión al nuevo formato. Cosas que pasan, Patrick, porque hay que estar en lo bueno y en lo malo. Supongo que antaño, obras como Los crímenes del museo de cera (House of Wax. Andre De Toth, 1953) también tuvieron que hacer frente a dicho estigma, aunque hoy su valor sea bien distinto y su lectura haya sido ampliada.
Pero sí, este remake perpetrado por el todo-terreno Patrick Lussier se apunta al carro de las 3D y en su acepción más básica, en un intento por apuntalar el efectismo y devolver al terror su faceta más grandguiñolesca, grosera y visceral. Es cierto que, como afirman Antonio José Navarro y Raúl Acín en sendas críticas de Dirigido Por (nº 392, Septiembre 2009), apenas se aprecia un mínimo de innovación en la propuesta sino que «solamente se busca el efecto» lo cual, evidentemente, deviene en una apuesta estupenda por lo que tiene de experiencia lúdica. Y lo es también porque San Valentín sangriento 3D debe cumplir con la deshonesta y suicida misión de limpiar el camino, convirtiéndose en un film mártir cuyo objetivo pasa por inmolarse para explorar si estas formas pueden ser perpetuadas y optimizadas de cara al futuro. Digamos que en el largometraje de Lussier —como en Los crímenes de museo de cera, versión De Toth— la interactividad que se pretende conseguir mediante el formato 3D obliga, no sólo a saltarse una cierta ortodoxia fílmica, logrando de este modo que el género respire y no caiga en la estereotipia formal, sino a introducir considerables variaciones estéticas y de montaje que abastecen de oxígeno a las agotadas estructuras del mainstream. Que ello tenga o no resonancia y continuidad dependerá entonces de la respuesta de una audiencia que, por ahora, reclama nuevos vientos que le aferren a las salas de cine en pleno run for cover al hogar de la alta definición y el home cinema.
Volviendo a San Valentín Sangriento 3D, es obligatorio resaltar dichas novedades que le otorgan una agradecida soltura. En primer lugar, el regocijo en las 3D incita al morboso ensimismamiento en la imagen abyecta: durante el prólogo, la cabeza de una joven es seccionada de boca para abajo por una pala, mientras que el cráneo se desliza lentamente hacia nosotros gracias al trabajado efecto digital, potenciando la sensación de repulsa y alimentando la sádica delectación del público por el cráneo cercenado. Pero hay más, gracias al (todavía) primitivo empleo de las 3D, San Valentín Sangriento 3D nos recuerda la importancia del plano sostenido dentro del género en su vertiente más comercial, demasiado anclado en las herramientas del montaje espasmódico y del corte y pega sonoro, como lo demuestra la secuencia en la que uno de los veteranos trabajadores de la mina recorre la pantalla con su rifle intimidando a la audiencia. Y además, escenas como la del hostigamiento de dos jóvenes por parte del maníaco en un supermercado, validan el consistente uso de las 3D como herramienta de suspense a través del trabajo con la profundidad de campo —pese a la pérdida de nitidez—, un poco a la manera de la utilización que de ella hizo Alfred Hitchcock en Crimen perfecto (Dial M for a Murder, 1954).
Pero no contentos con elevar el grado de demencia y disfrute mediante el empleo de las nuevas tecnología, lo relevante de la proposición radica en que Patrick Lussier y sus guionistas, conscientes que el aparatoso andamiaje 3D tiene como propósito el convertir a la película en un carrusel de efectismos, construyen la narración invocando el distraído espíritu del whodunit, con la intención de reforzar esa sensación de divertimento. Así, la narrativa del largometraje está plagada de pistas ilusorias, de lugares (no) comunes, de falsos culpables, y de detalles engañosos —la insinuada relación entre el policía negro y la venta de la mina— que permiten al público entrar en el juego que proponen sus creadores. Porque a diferencia de las intenciones del remake dirigido por Marcus Nispel —Viernes 13 (Friday the 13th, 2009), un film ensayo aparentemente tonto pero en el fondo muy cínico sobre como los personajes han pasado de arquetipos a carnaza de bucle cinematográfico, la película de Lussier se erige en homenaje a la inocencia en clave macabra y al disfrute retro: un revival del slasher ochentero en su más pura extensión.
Más allá del 3D
No obstante, y conectando con lo expresado en el primer párrafo de este texto, el valor como largometraje de San Valentín Sangriento 3D se sitúa muy por encima de su faceta efectista y juguetona, de su impúdica recuperación de las constantes de un particular subgénero. Así, la supuesta vuelta a las andadas del minero homicida de nombre Harry Warden en pleno día de San Valentín se revela pronto como excusa, o como instigador, de las miserias de un diáfano small town —salido de una ilustración de Norman Rockwell (sic) — que pretende recoger la ilusoria herencia de un americana de Henry King o Jacques Tourneur para pervertirla a base de sangre y vísceras. Y es que las lagunas argumentales y la resolución aparentemente ridícula de la trama con desglose risible en formato flashback, conceden al film una inaudita multiplicidad de lecturas para una película de estas características.
La necesidad de desembarazarse del pasado, la endogamia en todas sus vertientes como germen a exterminar para promover el desarrollo, la culpa no trabajada, la insatisfacción vital, el rencor por lo que me hiciste o me dejaste de hacer, la elección de un camino que termina en punto muerto o en carreteras demasiado secundarias; en definitiva, un puñado de sentimientos desviados, un montonazo de odios reprimidos por el peso de unos años que no hacen más que cultivarlo en el patio trasero de nuestra alma, y el terror como campo de batalla, como territorio físico (y mítico) donde resolver unos conflictos por la vía que más duele, que no se cura, pero que menos exige. Como en Anticristo (Antichrist, 2009) donde Lars Von Trier demuestra una vez más que lo artístico ya no radica en quién lo crea, sino en quien lo recibe, por si no le quedaba claro al ramplón admirador del canon.