Sin nombre

Falso movimiento

Sin nombre efectúa un curioso maridaje entre cierto cine de género que asimismo pretende denunciar una determinada situación social —’El Casper’, miembro de una Mara en México, mata a su jefe después de que éste intentara violar y acabara accidentalmente con la vida de su novia, por lo que debe huir de sus antiguos compañeros, que pretenden vengar la muerte de su jefe— y un no menos tradicional relato más puramente de denuncia acerca de la inmigración desde Centroamérica a los EEUU —una familia de hondureños que intenta llegar a New Jersey a bordo de un tren—. Dos temas, pues, habituales del cine latinoamericano de los últimos años. Dos historias y dos corrientes que acaban confluyendo en ese tren, en el cual van a seguir, a partir de ese encuentro, ya un único camino, situándose la película, digamos, entre El norte (Gregory Nava, 1983) y la idea de partida de films como Forajidos (The Killers, Robert Siodmack, 1946) —tanto en este film como en Sin nombre nos encontramos con un personaje muerto casi desde el principio, que sabe que será perseguido por sus antiguos compañeros, personificación de un destino fatal, hasta que lo maten—. Thriller y film social aunados, pues, en sendas huidas: de la muerte y de una vida miserable.

Pero además de la necesidad de moverse, de huir, lo que acaba unificando ambas historias es la desolación que se desprende de la disgregación que acaba invadiéndolas, de la certeza de la soledad como el destino último de los personajes. Si la cinta comienza con la constitución de dos familias —Smiley, amigo de Casper, se une animado por éste a la Mara Salvatrucha, a una gran familia; Sayra, su padre y su tío, una familia que había estado separada, se vuelven a unir para emprender el viaje a una vida mejor— todos los personajes acabarán absolutamente solos —Casper perderá a su novia, luego a su familia, la Mara, y por último tendrá que separarse de Sayra para morir a manos de su amigo; Sayra llegará a los EEUU completamente sola, tras la muerte de su padre—.

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Sin embargo, la película del californiano Cary Jôji Fukunaga desgraciadamente desprende de principio a fin un molesto tufillo de película Sundance —donde en efecto tiene su origen—, casi un género en sí mismo, un género que es a un cine innovador y verdaderamente progresista lo que las ONGs a una política auténticamente transformadora, a la búsqueda de un verdadero cambio social. Tanto en uno como en otras importa más ofrecer la imagen tranquilizadora de que se está haciendo algo, que cambiar radicalmente un estado de las cosas injusto, ofrecer frente al Poder —es decir, el cine de Hollywood, para entendernos, y la ideología dominante, respectivamente— la imagen de una falsa alternativa. Así, Sin nombre adolece de las contradicciones que son frecuentes en este tipo de cine, y más en general en buena parte del cine social más bienintencionado, un cine social que se supone que pretende contribuir a determinados cambios en la sociedad pero que está realizado con un lenguaje que en realidad habla de perpetuar la situación, palabras de transformación articuladas en la gramática de la dominación.

Sin nombre trata de la violencia, en sus imágenes se muestran diversos actos violentos; es una lástima, sin embargo, que precisamente lo que le falta a un film como éste —más allá de su apariencia— es ser un film verdadera y profundamente violento.