En el principio fue el grito
Resulta difícil escribir —o, mejor dicho, intentarlo— sobre un cineasta tan inclasificable, autárquico y anti-ortodoxo como Andrzej Zulawski. Su cine refleja los movimientos de un brutal torrente de libertad que lucha contra cualquier dique de contención. Es esa alegría lunática, ese sentimiento de dominación que apresa el corazón hasta abrasarlo, la definición del personaje característico de su obra. La inquietud no surge de la agresividad casi infantil que exhiben algunos de sus protagonistas, individuos atrapados en una encrucijada emocional; aparece en el miedo y la desesperación de albergar una pasión tan delicada que temen exteriorizar ante el horror de desconocer su funcionamiento.
Desde Lo importante es amar (L’Important c’est d’aimer, 1975), la mayoría de los filmes de Zulawski han reincidido en la visualización de ese amor que adopta la forma de una lapa; que agota y consume la energía, pero que muestra el grado de compromiso e inconformismo de unos personajes rebelados contra su entorno. Son idiotas que creen ser parte de una obra de Dostoievski, payasos tristes que anhelan conseguir la luna para escapar del ambiente subproletario que paulatinamente deforma sus sueños. Hombres y mujeres cuya expresión rabiosa y anárquica define las faltas de una sociedad que necesita volver a ver el mundo con los ojos de un niño si no quiere, en definitiva, acabar sintiéndolo extraño.
Szamanka (1996) es, hasta la fecha, la última obra rodada por Zulawski en Polonia. Acostumbrados a su visión de un París sórdido repleto de matones y putas, y narrado con la velocidad de un tebeo; el cineasta polaco regresa a Polonia huyendo de un escenario que se le ha quedado demasiado artificioso. Excesivamente metaficcional, tal y como atestiguan La mujer pública (La femme publique, 1984) y L’Amour braque (1985). En su lugar, Polonia inspira cierto atavismo, como de zona paralizada en el tiempo en la que aún permanecen rastros de un pasado sin cerrar. Sea como fuere, es el espacio en el que el culto a un chamán —el objeto de la investigación de Michal, su protagonista— abraza la pasión desbordada que éste experimenta por una joven. El amor fou convierte en dependencia y sometimiento los violentos encuentros sexuales que caracterizan la relación entre ambos. De nuevo, Zulawski inscribe a sus personajes en las coordenadas de un deseo con los frenos rotos, bárbaro e incómodo, que en ocasiones roza el ridículo para alcanzar ese patetismo que nos recuerde la salvaje inocencia que habita en nuestro corazón.
Iwona Petry, su protagonista femenina, abre su cuerpo en todos los sentidos. Es inspeccionada, perseguida y evocada por Michal ya que éste sabe que existe porque está en ella. Cuando hacen el amor, el tormento y el éxtasis se mezclan sin solución de continuidad y sólo son ellos, dos, juntos, nada más. Lo otro y lo mismo en un único cuerpo, como la perfecta simbiosis entre pasión y razón, sexo e intelecto, culto y deseo. Como la Ethel de La mujer pública o la Nadine de Lo importante es amar, que necesitan desnudar su figura de todos esos atributos idealizados para hacer accesible su alma.
El final de La posesión (Posession, 1981) cierra con el augurio de un holocausto nuclear, temor que la conclusión de Szamanka acaba materializando. La destrucción de lo familiar, como la reconstrucción de Sam Neill a partir de un monstruo viscoso y tentacular, es la expresión zulawskiana que implica abrazar la otredad, reconocer que cohabitamos en nuestro fuero interno con un extraño, al que sólo dejamos escapar cuando nuestros excesos racionalistas ceden a los impulsos pasionales; cuando recuperamos ese encanto perdido que significa abrirnos, ser nosotros mismos y no padecer porque esa imagen perturbe el sueño de los demás. Chillar antes que dialogar, porque en el principio fue el grito, y el espasmo, el movimiento brusco y la inquietud son para Zulawski las señas de que todavía continuamos en el mundo.