El Marqués de Sade en el siglo XX
(A proposito de ‘Historia de un pecado’ de Walerian Borowczyk)
Si el Marqués de Sade hubiera nacido a principios del siglo XX, estoy seguro de que buena parte de su obra, se habría registrado en cine. Suponiendo que el año de su nacimiento pudiera localizarse en la década de los veinte, su primer film podría situarse aproximadamente a finales de los años cincuenta. Tengo mis dudas sobre cómo en los años posteriores hubiese podido plasmar en celuloide las imágenes que inmortalizó en sus escandalosos escritos, allá a finales del siglo XVIII, pero tal vez podamos al menos satisfacer parcialmente esta curiosidad revisando la filmografía del cineasta polaco, afincado en Francia, Walerian Borowczyk.
El cine de Borowczyk, al menos la parte más sugestiva, podría definirse como la utópica búsqueda de equilibrio entre la clásica perversión, que surge precisamente de los escritos de Sade, y una mirada, excesivamente condicionada por los artificios narrativos de cierto tipo de cine de los setenta, que busca una supuesta modernidad voluptuosamente escabrosa, y que hipotéticamente debería llevar a una suerte de provocación que, con el paso de los años, ha resultado ser más bien ingenua. De todas formas, esta afirmación tiene algo de tramposa. Estoy convencido de que si, como planteaba, el viejo zorro del Marques hubiese trabajado en cine durante los setenta, sin lugar a dudas habría recurrido a las formulas que precisamente deshincharon la obra de Borowczyk, por lo que el conflicto no existiría. Quizá la contradicción en la filmografía del polaco estaría más bien en la necesidad de hacer convivir una mirada esencialmente pictórica, con ecos del romanticismo, utilizando recursos expresivos excesivamente vulgares, inclusive horteras. Si tuviéramos que situar al realizador, en unas breves líneas, recurriendo a una de sus obras más representativas, el título que mejor nos ayudaría en la tarea sería La bestia (La bête, 1975). La sugestiva adaptación de La bella y la bestia, continúa siendo el film más reconocible de una trayectoria singularmente irregular. En este trabajo se encuentran reunidas todas las constantes de la mirada del cineasta, romanticismo e ingenuidad propios de un cuento de hadas frente a la perversión y crueldad representativas de la pluma sadiana, y un notable dominio de los elementos que maneja para construirlo (especialmente el erotismo y el sentido de la fantasía que surgen continuamente del film). Sin embargo, los mayores hallazgos y la piezas más notables de su obra, continúan siendo los cortometrajes, especialmente esa obra maestra dirigida junto al trotamundos de Chris Marker, que se llama Les astronautes (1959), precisamente el primer film que rodó en Francia, el país en el que registró prácticamente toda su obra, y que sin lugar a dudas es su mejor trabajo. Estudiante de pintura en Cracovia y autor de diferentes carteles de cine, en su juventud, comenzó a realizar cortometrajes junto al más irregular Jan Lenica, utilizando técnicas de animación y collage. Curiosamente, en sus años de decadencia fílmica, durante los que realizó vulgares y ridículas adaptaciones de Ovidio y Stevenson, e incluso añadió un episodio más a la inefable serie de Emmanuelle inaugurada por Just Jaeckin, sus cortometrajes permanecen casi como pequeños triunfos, situados como diminutas islas en la inmensidad de un océano cada vez más hostil.
A la hora, sin embargo, de detenerse a analizar o reflexionar sobre una trayectoria llena de homogeneidad y coherencia, incluso como la Borowczyk, pese a la irregularidad e inclusive mediocridad de muchas de las propuestas, me llama poderosamente la atención aquellos trabajos que rompen precisamente esa unidad. En muchas ocasiones podemos hallar elementos más sugestivos en las excepciones que en las creaciones más representativas de un autor. Pese a que en la filmografía de Walerian Borowczyk, los cortometrajes son las piezas más desconocidas, y por momentos desconcertantes, como la citada colaboración con Marker, uno de sus largometrajes, realizado precisamente a continuación de La bestia, se destaca como su film más inesperado y por momentos inaudito.
Basado en la polémica novela del escritor Stefan Zeromski, y rodada en su Polonia natal, Historia de un pecado (Dzieje grzechu, 1975), abandona casi por completo no sus constantes argumentales pero si muchos de los chabacanos recursos estéticos que acabarían restando todo el interés a su cine y que ya se podían atisbar incluso en sus mejores películas, como Goto, l´île d´amour (1968). No deja de ser relativamente convencional y poco sorprendente el relato de las desventuras amorosas de Ewa Pobratynska, una mujer virtuosa que por amor a un hombre casado abandonará su hogar y acabará convirtiéndose en una prostituta que perderá la vida al intentar salvar a ese primer amor trágico al que nunca llegó a olvidar, pero sí resulta extraordinaria la adaptación que Borowczyk plantea. Con semejante argumento, y conocedores de la complacencia del realizador a la hora de plasmar muchas de sus imágenes, la película podríamos temer que se deslizara por los caminos más trillados y supuestamente provocadores del erotismo descafeinado que tan grato parecía resultarle. Sin embargo, Historia de un pecado es un film gélido (a lo que contribuye una notable fotografía en colores muy fríos de Zygmunt Samosiuk, responsable también de la imagen de la hermosa Austeria (Jerzy Kawalerowicz, 1983) lleno de sombras (por momentos los personajes parecen moverse a través de la penumbra) y melancólica desesperanza (el personaje de Ewa desde las primeras imágenes en la iglesia confesándose, va a la deriva sin jamás encontrar su lugar, por eso perder a Lukasz, al parecer condenado en Italia por supuesto espionaje, derrumba el pequeño castillo de naipes que ha construido dejando atrás una vida vacía llena de convencionalismos y apariencias). En esta ocasión, el realizador encuentra el tono perfecto y no se deja llevar por la pasión que envuelve a la muchacha, manteniéndose como un espectador distanciado, por momentos una suerte de concurrente a un pequeño concierto de cámara que lo emociona pero que no le pertenece y en el que por tanto no puede inmiscuirse. A estos niveles, ésta quizá sea la película más equilibrada de su autor y, pese a que la segunda parte no esté a la altura de las excelencias apuntadas durante los primeros sesenta minutos, en los que se narra el comienzo de la historia de amor y la fuga de los dos protagonistas, resulta un perfecto ejemplo de solidez narrativa. La cámara en mano, en muchas ocasiones en continuo movimiento, casi frenético (por momentos, con reminiscencias a muchos de los trabajos de su compatriota Andrzej Wajda durante los años setenta) se transforma en una herramienta expositiva fundamental que parece llevarnos a un romanticismo desesperado que acabará concluyendo en una tragedia anunciada desde prácticamente los primeros fotogramas. La imperfección formal, con muchas tomas aparentemente mal encuadradas y brevísimos planos con rápidos movimientos en ocasiones desconcertantes, resulta asombrosa y acaba otorgándole a la película una atmósfera tan sugerente como angustiosa. La música de Mendelssohn, llena de emoción e intensidad, parece trasladarnos a otra época y marcar implacablemente el destino de la protagonista.
Más que nunca, con este trabajo el cineasta decidió ir hasta la esencia de la historia, hasta las últimas consecuencias, y no quedarse en la superficie, construyendo un film tan frío como hermoso, tan imperfecto como singular.
Con Historia de un pecado, Walerian Borowczyk pareció entonar su canto de cisne y, rompiendo parcialmente consigo mismo, construyó el que tal vez sea su trabajo más arriesgado y menos orientado a escandalizar a una audiencia supuestamente ávida de productos prefabricados teóricamente morbosos y/o escandalosos.
Visionando, más de treinta años después de ser filmado, este film y transcurridos tres años desde la desaparición del realizador, (una vez asimilada la grata sorpresa que ha supuesto descubrir un film tan sugestivo obra de un cineasta del que estaba seguro ya conocía sus mejores trabajos), como espectador sólo puedo lamentar que Borowczyk no continuara por este camino en vez de irse por la ruta más fácil y burda, la de la búsqueda de la provocación y el espectáculo gratuito. Es lo maravilloso del cine en definitiva, nunca deja de sorprendernos.