In-edit 2009

Diagnóstico del documental musical

 

Cumpliendo ya su séptima edición, el In-Edit Beeafeater es, a día de hoy, un festival totalmente consolidado en la apretada agenda barcelonesa. Ajeno a la crisis del sector y beneficiado por su doble identidad (musical y cinematográfica), logró atraer, de nuevo, a un considerable número de asistentes que, acomodados en los céntricos cines Rex y Aribau Club, tuvieron la ocasión de degustar los documentales musicales más celebrados de la última temporada. Pese al un tanto molesto predominio de rockumentaries de corte convencional y variable interés periodístico, los programadores nos permitieron descubrir una serie de filmes estimables entre la cuarentena de títulos exhibidos. Quizá, además de los trabajos enmarcados en registros más originales (del direct cinema al filme ensayo), lo más remarcable de la programación fue la inclusión de tres pequeños clásicos del género que difícilmente pueden ser vistos en pantalla grande. A la emblemática (y sí conocida) This is spinal Tab (1994, Rob Reiner) se sumaron, así, dos magníficas obras de Pete Whitehead (además de una selección de sus mejores videoclips) que merecían una reivindicación.

Entre todo lo que pudimos ver nada alcanzó lo sublime —como sucedió, en 2008, con la retrospectiva dedicada a los hermanos Albert y David Maysles—, pero sí lo vivo y lo estimulante. A modo de resumen, presentamos a continuación una selección de nueve títulos presentados en el certamen que serán del interés tanto del melómano como del cinéfilo.

Trimpin: the sound of invention, de Peter Esmonde  (EE.UU., 2009)

He aquí la historia de un ser peculiar que, con su desbordante imaginación, pone en cuestión los límites entre ruido y melodía, arte y artesanía, intuición y razón, genialidad y locura. Se trata de Gerhard Trimpin; una de las figuras artísticas más apasionantes y misteriosas de la música contemporánea. No resulta fácil dar con él —no está en myspace, no graba discos, no tiene móvil— y la sola existencia de este humilde documental es ya de por sí un motivo de celebración. Podemos asistir —sin apenas cargantes entrevistas laudatorias mediante— al taller de operaciones de este inventor de artilugios imposibles, de esculturas musicales que, sin la aparente intervención humana —pues funcionan mecánicamente—, logran integrarse en paisajes urbanos —desde museos hasta bares— dando una nueva dimensión a lo que entendemos como sonido ambiental (nada que ver con la música de ascensor, afortunadamente). Contemplar a Trimpin en acción es ya de por sí más que sugerente; la cámara lo sigue mientras busca deshechos metálicos en una chatarrería para sus complejos instrumentos o mientras prepara un concierto con el conjunto clásico The Kronos Quartet. Quizá el documento fílmico en sí poco tiene de rompedor, pero, desde una admirable cercanía, nos descubre a un músico que, en su insobornable pasión y creatividad, nos obliga a reflexionar sobre lo que significa ser artista. Si algo queda claro tras ver la película es que Trimpin existe (y existiría) más allá del mundo del Arte. La suya es una obra que surge fuera de toda intelectualización o impostura, desde la necesidad de crear más allá de los límites autoimpuestos por instituciones que aún pretenden determinar lo que es cultura y lo que no.

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The posters came from the walls, de Jeremy Deller (Reino Unido, 2008)

El tratamiento sociológico al que se ha visto sometido el fenómeno fan es, cuanto menos, dudoso. Existen estudios serios a propósito, por ejemplo, de las tribus urbanas, pero mi impresión es que desde los medios de comunicación se sigue trasmitiendo una imagen despectiva hacia los fervientes seguidores de un cantante, un actor o un humorista. Aun sin pretenderlo, el filme que nos ocupa —de espíritu y naturaleza amateur— viene a desactivar precisamente esa imagen alienante de la fenomenología fan descubriéndonos a los individuos que surgen en medio de una masa que, esta vez, tiene poco de uniforme y mucho de singular. El grupo musical en cuestión es Depeche Mode y, en el retrato de sus fans más acérrimos, los realizadores logran escapar del muestrario friqui —aunque varias escenas y personajes despierten la sonrisa por su excentricidad— y recorren los lugares más variopintos del planeta —de Brasil a Irán— dando una imagen global y fresca de los depechistas, unos seres que han encontrado en la música de la banda británica un motivo vital. El trabajo con las herramientas de la liturgia —la fe en el grupo tiene sus propias normas— se ve reforzado, además, por un rico acercamiento a lo político —de la Rumania de Nicolae Ceausescu al Berlín Este— donde la música pop trasciende su rol mercantilista y evasivo, dando lugar (dando voz) a lo revolucionario.

The agony and the ecstasy of Phil Spector, de Vikram Jayanti (EE.UU., Reino Unido, 2009)

La relevancia que tiene el productor Phil Spector en la historia de la música popular está (o debería estar) fuera de toda duda a estas alturas. Repasar su célebre recopilatorio Back to mono es enfrentarse a un sonido (a un wall of sound, que dirían los expertos) que definió el pop más luminoso y desbordante de finales de los 50 y principios de los 60, aquel que interpretaron grupos como The Righteous Brothers o The Ronettes y que arrasó con hits tan irresistibles como Be my baby o Da Doo Run Run. Tarareando y degustando muchas de aquellas canciones —suenan unas cuantas en el documental— asistimos, sin embargo, a la vertiente oscura del genio, a la agonía que hace referencia el título. Pues observamos el inicio del mediático proceso jurídico (durante 2007) que llevaría a Spector a la cárcel por asesinato este mismo 2009. Pivotando en tres frentes, Jayanti organiza su filme alrededor de una jugosa entrevista personal con el productor —que recorre su carrera, responde a las injurias y defiende su inocencia—, de material de archivo (de Spector de joven, pero sobre todo de actuaciones musicales televisivas) y de las imágenes registradas por las cámaras instaladas en la sala de juicios. Moviéndose en la ambivalencia —aunque se percibe su fascinación por tan huraño y egocéntrico personaje (que llega a compararse con Leonardo da Vinci en varias ocasiones)—, el director consigue inmiscuir al espectador en un juego de estímulos e intriga en el que, sin perder la ironía, se cuestiona la acusación de asesinato y, a su vez, se apuntan los delirios de tan extraño individuo. Incorporando curiosas citas críticas en pantalla —que se dedican a analizar las canciones de la banda sonora— y experimentando con el uso del sonido —ver cómo las imágenes del juicio (que parecen pura representación de jueces, fiscales y abogados) cobran una nueva dimensión al mezclarlas con música pop es altamente estimulante— logra un documento adictivo que no ofrece soluciones ni respuestas, pero sí muchas preguntas interesantes sobre la naturaleza de las imágenes y el misterio de los mitos.

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Soul Power, de Jeffrey Levy-Hinte  (EE.UU., 2008)

Me imagino que se acordarán de aquel premiado documental titulado When we were kings que mostraba el legendario combate de 1974 entre los púgiles Ali y Foreman en Zaire. Pues bien, lo que vieron en esa ocasión no fue todo lo que sucedió. O al menos todo lo que se grabó. En el polvoriento baúl del celuloide olvidado se encontraba bastante más, al menos suficiente material ¿descartado? como para montar un nuevo filme que fuese una réplica (o un complemento, si prefieren) a la emblemática película que estrenó Leon Gast en 1996. Sabemos que, paralelamente al combate, se celebró también en Zaire un festival musical y en ese evento se centra el interés del trabajo que nos ocupa. Un filme que nos llega tras la escurridiza edición de Jeffrey Levy-Hinte y que, en su pase nocturno, logró poner patas arriba el cine Rex. Y es que contando con James Brown, Muhammad Ali o Celia Cruz como protagonistas (en su auge) es difícil no dar en el clavo. Adscribiéndose en las técnicas del cine directo (no por casualidad, Albert Maysles es uno de los operadores), el documental se mueve en los márgenes de los conciertos, en los vestidores y en los tiempos muertos de unos artistas que llegaron desde Nueva York con ganas de revolucionar África y que, por unos instantes, lo lograron. Al menos, así nos lo transmite la eclosión final de la película que, estimamos, está filmada con encuadres móviles que capturan coreografías imposibles, a través de un juego cromático de colores que respira lujuria y deseo, y desde la pasión incontenible por los rostros de los intérpretes y las reacciones de la audiencia. En la última —y casi elegíaca— escena vemos cómo la cámara se aleja de James Brown y nos devuelve a la realidad. El concierto ha llegado a su fin. La música se ha apagado y muchos de aquellos artistas han fenecido. Pero Soul Power —y ese es quizá uno de sus mayores logros— consigue revivir imágenes y sonidos, dar vida a unas figuras que se adhieren a nuestras retinas más allá de la muerte.

Evening’s civil twilight in empires of tin, de Jem Cohen (Canadá, EE.UU., Austria, 2008)

Ante la decepcionante ausencia de dos de los mayores documentales musicales de la temporada —Ne change rien de Pedro Costa y Villalobos de Romuald Karmakar—, el (pen)último trabajo del cineasta estadounidense Jem Cohen (Chain) quedaba, a priori, como la opción más radical e insobornable de la sección oficial del In-Edit. Y, en cierto modo, lo fue. Pero (admitámoslo) sin satisfacer a la cinefilia tanto como cabría esperar de un autor tan atrevido. A partir de la lectura de textos de Joseph Roth y, en colaboración con el músico Vic Chesnutt y miembros de las bandas Fugazi y Silver Mt. Zion, el filme es, en esencia, la grabación de un espectáculo que se representó en la Viennale 2007 y en el que, partiendo de viejas imágenes de archivo (mostradas en una pantalla ubicada en el escenario), Cohen intenta trazar una reflexión sobre la caída del imperio astro-húngaro mientras establece, a su vez, conexiones con el (presunto) hundimiento del imperio norteamericano. Sosteniéndose en una banda sonora de corte experimental, la película (o el espectáculo en sí) adopta un ritmo evocativo que naufraga en sus proclamas ideológicas —la crítica a la religión cristiana con imágenes de una cruz es más bien burda, al igual que la inclusión, entre fotos de emperadores, de los rostros de Bush o Blair— y que sólo logra atrapar al espectador —que entra pronto en un estado de duermevela— en su tramo final, cuando Cohen da paso a imágenes filmadas por él mismo que, al son de una música en estado de agonía, nos descubren paisajes desolados de su país y que, en cierto modo, nos recuerdan a la poética sobre la pérdida de la reciente Of time and the city de Terence Davies.

Carles Matamoros

The liberty of Norton Folgate, de Julien Temple y Leke Cresswell (Reino Unido, 2009)

El cine de Julien Temple no ha cosechado nunca demasiados parabienes. Lastrado por su concepción videoclipera pierde fuerza narrativa y se dispersa en exceso. La extraña combinación de Absolute Beginners, con Patsy Kensitt, Bowie y los Kinks, sería el ejemplo máximo que lo explicita. Sin embargo, su labor como autor de musicales es de las más reconocidas en este ámbito. The liberty of Norton Folgate es, sin duda, una de sus piezas mayores. Recoge, vivo, palpitante, un show del grupo Madness a raíz de la presentación de su último disco. No obstante, no se trata de un concierto. El espectáculo combina la actuación del grupo sobre el escenario (absolutamente actuales, nada de gira de grandes éxitos o de reencuentro) con la eclosión de actores, saltimbanquis y provocadores distribuidos por los palcos y las gradas del viejo teatro donde actúan. Con una platea entregada (y también todos los pisos hasta el cielo, tal como grita el cantante), las nuevas canciones tienen eco en todos los ángulos del local y Temple sabe recogerlas, seguirlas, retratando el siempre presente entusiasmo del grupo con el entusiasmo contagiado de la audiencia. El disco hace referencia y usa como pretexto antiguos sucesos y hechos que tuvieron lugar en el barrio citado, antaño núcleo periférico a Londres y habitado por clases sociales deprimidas. Con el mismo pretexto el director utiliza, además del show en directo, una serie de grabaciones que recuperan narraciones o anécdotas truculentas del antiguo Norton Folgate, vehiculadas mediante personajes siniestros y filmadas en exteriores. Combina finalmente todas ellas con la proyección de las mismas o del concierto en sí en las paredes y las calles del barrio, llevando así de retorno el espíritu callejero captado en las canciones a la misma calle, lo cual es filmado a su vez y proyectado en el teatro. A mayor gloria de los Madness, The liberty of Norton Folgate es también un triunfo de Temple y del musical.

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Still Bill, de Damani Baker y Alex Vlack (EE.UU., 2009)

El rock, el pop, la música popular más o menos comercial en cualquier caso, no ha sido nunca complaciente con sus estrellas. Exigente, sin admitir negociación alguna, el éxito demanda compensación. No hay que ir muy lejos para ver el altísimo peaje pagado por Michael Jackson a cambio de su éxito. Quizá la leyenda del Fantasma de la Ópera no esté tan alejada de la realidad. Tal aforismo, no obstante, se ha visto roto en diversas ocasiones. Las más de las veces, por actrices que han optado por alejarse de las cámaras para dedicarse a su familia. Sin embargo, en el ámbito del soul pop hay otra figura que lo consiguió: Bill Whithers. Still Bill, de Alex Vlack y Damani Baker, es un más que correcto documental, tremendamente emotivo, sobre un gran personaje, sobre una gran persona. Cuando presentó unas canciones a un productor, Whithers tenía más de 30 años, gran experiencia en la vida y muy poca en el show bussiness. En poco tiempo Ain’t no sunshine corona las listas de éxitos y el músico se transforma en una estrella. Partícipe de numerosos espectáculos televisivos y conciertos, autor de otros hits como Grandma’s hands, Use me o Just the two of us, Whithers opta por retirarse de la farándula y dedicarse a su familia. Hoy, décadas después de su retiro, los directores analizan con él su vida y sus decisiones. Con extrema sensibilidad, la cámara recoge confesiones de Whithers donde explica su difícil infancia en la que fue víctima de burlas por tartamudez y su incomodidad por la insistencia de productoras de apoyar sus versos con go-gos y coros. Vlack y Baker recurren a grabaciones de la época que evidencian con ironía lo absurdo de las estrategias de mercado y también siguen al ex cantante y ex famoso a una escuela de niños tartamudos donde, sin vergüenza alguna pero con emoción y lágrimas, Whithers cuenta sus experiencias y anima a los chicos. La película, que se llevó el máximo galardón del jurado, no es pues la historia de un músico sino la de un hombre sencillo, un mecánico que un buen día subió a los infiernos pero supo bajar, inmaculado, de ellos. La historia de un hombre bueno cuando se emociona pensando que su mejor obra es su  familia y el legado que le puede dejar a la misma…. Y si alguien no se lo cree que consulte las imágenes de Soul Power, el documental del macroconcierto de Zaire en el 74, donde participó junto a numerosas estrellas afro-americanas. Frente a la incisiva bravuconería de Muhammad Ali, frente al desbordante James Brown o la ebullición de Spinners o Crusaders, Whithers va a lo suyo y contempla, para sus adentros, el montaje del espectáculo en un país tercermundista. Hay que agradecer a los directores la opción tomada. Hay que agradecer a Whithers que permitiera mostrarse como es. Hay que agradecerle que sea como es. Devuelve la fe en la humanidad.

Retrospectiva Peter Whitehead: Tonite let’s make love in London (Reino Unido, 1967) y Led Zeppelin live at the Royal Albert Hall (Reino Unido, 1970)

Peter Whitehead era uno de los personajes cool de la escena londinense de los 60. Formado en arte y fotografía, se lanzó cámara al hombro a codearse y registrar el pálpito del llamado swinging London. Era la época de la caída del imperio británico y de la subida de las (mini) faldas, de la (contra)cultura lisérgica y del auge del rock pop. Conectado (bastante íntimamente) con cantantes, modelos y actrices, Whitehead se dedicó a filmar el ambiente de aquella época y así lo recoge en el documental Tonite let`s make love in London. Cuenta el director en el breve prólogo que ha grabado para el In-Edit que, tras pedir unos créditos, se dedicó a complementar las diversas grabaciones que ya tenía con entrevistas. Presionado por los acreedores, tuvo que efectuar un montaje rápido de las secuencias que ordenó, básicamente, en función de aquello que a él más le gustaba. Se trate de un recuerdo ahora confuso de un septuagenario o de una fabulación, lo cierto es que este Tonite… tiene una estructura cerrada y coherente en torno a diversos capítulos o movimientos musicales que serían los siguientes: La pérdida del Imperio Británico, las Dolly Girls, la Protesta, la Música Pop, las Estrellas de Cine, el Arte Pop, los USA y el Happy End.

Utilizando música de la época, básicamente de los Pink Floyd primigenios con Syd Barrett, y escenas de la movida londinense (de discotecas a conciertos, de manifestaciones a happenings), Whitehead compone un collage en el que intercala una serie de entrevistas, tan superficiales como significativas, con iconos de la época: Julie Christie, Michael Caine (en ambiguas declaraciones reaccionarias), Mick Jagger (un tanto confuso), David Hockney (más confuso todavía), Vanesa Redgrave (en una manifestación, con declaración pro Fidel y canto de Guantanamera incluido)… y ¡Lee Marvin, entusiasmado por los Mini y las mini faldas! La reivindicación del sexo libre, la abolición de las clases y la nueva música resulta ser tan excitante por sí misma como por la manera vivaz, fresca y espontánea con la que Whitehead nos la sirve. Sin duda, al cabo de más de 40 años, Tonite let`s make love in London es un veraz documento de la época y sigue tan vivo como lo fue entonces. Tal vez sería oportuno revisar ahora la obra teatral Rock’n Roll de Tom Stoppard. No sólo ambientada en el mismo periodo, sino eje de la pieza, Stoppard utiliza la idea de aquel swinging London (mediante la figura metafórica de Syd Barret) para contemplar sin complacencia en qué acabó aquella movida y en qué acaban los sueños revolucionarios.

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También cuenta Whitehead, en el prólogo proyectado en el festival, que la preparación de rodajes de conciertos era antes mucho más simple: te avisaban un martes, el miércoles comprabas las cintas y el jueves ibas y rodabas. Así todo era más fresco y más próximo. Y así rodó el macroconcierto de otro de los grandes grupos de la época. Led Zeppelín live at the Royal Albert Hall es, para mí, una de las mejores actuaciones musicales en las que he estado. Literalmente. La película de Peter Whitehead recoge con fidelidad (low fi en cuanto a sonido) un concierto de 1970 de la mítica banda con Page, Plant, Bonham y Jones en su máximo esplendor. Alejado de la sofisticación y la aparatosidad de las actuales grabaciones y re-creaciones de conciertos, Whitehead buscó y consiguió que vibráramos y disfrutáramos del concierto, más que de la película. Es decir, el director renuncia a ser autor para ser el sincero, apasionado, cronista que recoge la obra de un conjunto de músicos que merecen este testimonio. Sus cámaras nos sitúan como espectadores del concierto, no como espectadores de la película y, a la par, sabe efectuar un montaje de las imágenes y de los puntos de vista lo suficientemente coreográfico (como los responsables de Soul power) para evitar el estatismo. Casi 40 años más tarde Led Zep keep on rockin’ en estas imágenes. Y, gracias a la labor de Whitehead y sus dos cámaras (sabiamente alternadas con fotos fijas y algunos ralentís), nosotros seguimos disfrutando con su rock.

Antoni Peris