Un cruce de caminos
No es fácil elegir un camino en L’Alternativa. No hay pases de prensa, no se repiten sesiones y el total de títulos programados está más allá de lo que un (o dos) cronista(s) pueda(n) asumir. Aun así, no vamos a quejarnos. En la variedad está el gusto y dentro de lo (poco) que pudimos ver hubo propuestas de lo más interesantes. Es cierto que, tras ocho días, seguimos sin tener claro el perfil de cine (y de espectador) que proyecta este certamen (que bajo el paraguas de independiente da cabida a obras muy dispares; que, eso sí, suelen ser de escaso presupuesto e intenciones autorales/sociales) cada vez más consolidado gracias a unos precios módicos y a un espacio privilegiado: el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona.
Sea como fuere, en su ya decimosexta edición —que, tal como suele ser habitual, se solapó parcialmente con el festival de Gijón (con la pérdida de público objetivo y sobre todo de medios acreditados que eso conlleva)—, el evento dedicó una amplia retrospectiva a la indispensable figura de Basilio Martín Patino, a la inédita documentalista Dalila Ennadre y a dos cinematografías que han dado que hablar en los últimos años: la rumana (con filmes de antes y después de 1989) y la mexicana (con títulos de los últimos cinco años). A todas estas obras se deben sumar las que se pudieron visionar en las tres secciones competitivas del certamen: la de cortometrajes, la de largometrajes de ficción y la de largometrajes documentales (una distinción, la de estas dos últimas, que, a mi entender, carece de sentido) donde se aglutinaron títulos recientes programados (y, en general, marginados) en otros certámenes internacionales.
A continuación, daremos cuenta de una serie de filmes —entre los que es difícil establecer líneas de contacto— que despertaron nuestro interés. Quizá se nos escapó Poliţist, Adjectiv (Corneliu Porumboiu, 2009), la película estrella del festival, pero pensamos que algunos de los trabajos comentados aquí son de similar o mayor atractivo que el aclamado título rumano.
Adhen (Dernier maquis), de Rabah Ameur-Zaïmeche, (Francia/Argelia 2008).
Lo esencial es el espacio y los que habitan en él. El problema es que no sabemos dónde estamos ni con quién. Rodeados de obreros de nacionalidad desconocida, el director nos da escasas pistas sobre el lugar. Se habla francés (¿África?), se profesa la religión musulmana y la actividad de los personajes (la reparación de palés) es cuanto menos enigmática, por no decir mecánica o directamente absurda. Eliminando todo rastro de contexto espacial (sólo la aparición de los euros nos hará notar que estamos en la Francia suburbana) y decantándose por un realismo propio del documental observacional, Ameur-Zaïmeche logra un filme dispar que parte de una cierta ironía en los equívocos culturales para desembocar en una ambigua relectura de la lucha de clases. Esta vez, sin embargo, algo ha cambiado. La religión ha dejado de ser el opio del pueblo y ha entrado a formar parte de la antigua dialéctica entre patrón y empleados. He aquí un factor determinante —el papel de la tradición musulmana— para descubrir los signos de la explotación en las nuevas sociedades europeas.
California company town, de Lee Anne Schmitt (Estados Unidos, 2008).
La elección de los 16 mm no parece casual para rodar este admirable filme-ensayo. La directora se tomó cinco años recorriendo su estado natal en busca de ruinas y las encontró. La singular textura del celuloide desprende fragilidad y precariedad, pero nunca nostalgia ni melancolía. Schmitt sabe que poco había de deslumbrante en esas ciudades-probetas donde residían los trabajadores de grandes empresas. Allí nació un cierto capitalismo mimético y eficaz; allí ha fenecido. Y nadie (al menos, por ahora) se ha molestado en borrar las huellas. Ella las filma con paciencia, dándonos el tiempo necesario para que no las olvidemos antes de que desaparezcan. Y logra que, por una vez, Estados Unidos (aquel país al que, con cierta sorna, los europeos aludimos por su ausencia de Historia) nos muestre las miserias de su Imperio desde lo concreto; una serie de localidades californianas que no aparecen en las guías turísticas, pero que llegaron a ser el motor de un sistema económico ya deslocalizado.
Optando por el laconismo y por el tono descriptivo —los datos ya tienen suficiente peso por sí solos—, la realizadora se acerca, por momentos, a algunas obras de John Gianvito o James Benning. Aunque lo hace dando mucha más presencia a una palabra (su voz en off y las ocasionales intervenciones registradas de políticos del pasado siglo) que enriquece las imágenes —contemplativas, casi fotografías desteñidas— que se van adhiriendo a nuestras retinas hasta un final revelador, inequívocamente político. Un silencioso episodio, éste, en Silicon Valley donde lo que vemos —el verde, la armonía, la calma— se ve contaminado por lo que hemos visto —el deterioro, la decadencia, los jirones— y en el que las palabras ya no son necesarias para mirar desde un nuevo punto de vista. Al parecer —y según me comentaba una espectadora estadounidense al salir de la sesión—, esta mirada seca y comprometida es genuinamente californiana; pues de allí también es Thom Andersen (que aparece en la lista de agradecimientos de Schmitt) y otros tantos creadores (y opinadotes) actuales que observan la realidad de su país desde un prisma guerrillero y de izquierdas.
Ojos verdes, de Basilio Martín Patino (España, 1996).
He aquí una de las obras menos vistas de este gran cineasta salamantino. Perteneciente al conjunto de producciones que rodó para Canal Sur, se trata de un collage fascinante que parte de un género musical denostado —la copla— para recorrer desde la ficción, pero según los patrones de un documental televisivo —pese a la presencia de actores conocidos, muchos dudábamos tras verla de que se tratase de un fake—, las contradicciones de una España franquista plagada de mitos locales.
Girando entorno de un personaje tan fascinante como ambivalente —un imaginario marqués de Almodóvar al que conocemos como Rafael de Maura—, Patino maneja todo tipo de elementos —desde insertos del Nodo hasta fotografías trucadas de folklóricas y declaraciones de éstas— para construir un filme libre, apasionante, marcado por la ambigüedad y el misterio en el que se descubren tanto las miserias de una forma de entender la canción (y el mundo) como los valores artísticos —más allá de lo político— que entroncan con una tradición burlesca española. El resultado es una pequeña joya, juguetona y muy jugosa, en la que uno asiste tanto a un aterrador cementerio de elefantes —la interpretación de una copla en un geriátrico— como a una defensa apasionada de una forma musical que, en boca del protagonista, «expresó la belleza de lo ilícito y su caldo de cultivo».
Los bastardos, de Amat Escalante (Méjico, 2008).
Premiado en el penúltimo festival de Sitges, este título vendría a ser otro remake en territorio norteamericano de Funny Games (Michael Haneke,1997), bien distinto (por su aire fronterizo y reivindicativo) al que hizo el mismo cineasta austríaco (Funny Games U.S., 2007). Ubicándose en la frontera con Méjico, el realizador inicia su relato con un plano sostenido en el que vemos a unos personajes acercándose desde la lejanía hasta que alcanzan la altura de la cámara. Ese recorrido a pie que, con el tiempo, ya ha se ha convertido en un tic de cierto cine de autor contemporáneo (de Gus Van Sant a Albert Serra, por ejemplo) nos advierte de la losa que deberá soportar la calculada prosa fílmica de Escalante, a medio camino entre la singularidad —en el retrato de los cuerpos de los personajes (los inmigrantes) en un entorno hostil— y la tendencia —el déjà vu que desprende buena parte de la película, especialmente las secuencias en el interior de la casa.
Tan contundente como desequilibrada, Los bastardos gana interés cuando deja entrever su rabia contenida —el viaje en coche o en bus, e incluso el homenaje a Haneke en unos títulos de crédito que retumban al ritmo de los colores de la bandera de Méjico—, pero lo pierde cuando hace evidente su postura y establece comparaciones —entre estadounidenses y mejicanos— de lo más ridículas, por el exceso peso de los estereotipos en el muestrario yankee. Aun así, se ve con cierto agrado y depara una pequeña concesión buñueliana al absurdo de la violencia en una de sus escenas cumbres.
Carles Matamoros
Gabbla, de Tariq Teguia (Algeria/Francia, 2008).
Este viaje interior del director Tariq Teguia podría valorarse como un auténtico Inland Empire. La primera secuencia marca el tono de toda la película. Malek contempla con la mirada perdida el vacío de su vida, primero en el interior de una chabola, luego en el exterior, en medio del páramo. Mientras, un velomotor avanza trabajosamente por el desolado paraje y Teguia lo observa casi con la misma indiferencia con la que Malek espera a su visitante. Finalmente, cuando éste llega al refugio del topógrafo, el director recoge, primero, a la pareja sentada a la escasa sombra, en silencio, contemplando el paisaje, para luego contemplar como andan, también en silencio, en el árido terreno. No será hasta un buen rato después cuando el cineasta recoge las discretas, temerosas, referencias de los dos personajes a la violencia política, a la represión policial que carece de sentido, de argumentos. La desolación del paisaje se identifica perfectamente con la desolación moral de un país arrasado por la guerra como Argelia. La desolación moral de unos personajes tan quemados por la situación como la tierra lo está quemada por el sol. Desolación que Teguia combina irónicamente con secuencias en las que un grupo de intelectuales discute, teoriza, sobre la democracia y la revolución.
La ruta vital de Malek erra pues por terrenos yermos en los que los argelinos mueren de noche y las esperanzas lo hacen continuamente. Inesperadamente, Teguia introduce un cambio argumental. De cinta política a cinta de carretera, la película se divide en dos presentando en su segunda mitad una fuga dual: la fuga hacia delante de Malek y la esperanzada migración de una subsahariana hacia la Tierra Prometida. A través de ella, Teguia evidencia la desesperanza de los pocos supervivientes que consiguen cruzar el Sahara para empezar a intuir que lo que hay al otro lado es menos deseable de lo esperado. A medida que la fuga avanza, Teguia va degradando la imagen consiguiendo llevar a sus personajes y al espectador a la abstracción. A diferencia de Bertolucci, que se perdía con un subterfugio pictórico arrastrando a Debra Winger a un Sahara de postal en El cielo protector (The sheltering sky, 1990), Teguia consigue que la entrada en el desierto se acompañe de una coherencia estética, representando a la perfección el estado de agotamiento emocional de los personajes. Al final, mientras Malek reconoce la imposibilidad de la fuga, Teguia desintegra totalmente la imagen al estilo de Monte Hellman en Carretera asfaltada de dos direcciones (Two – lane blacktop, 1970) para obsequiarnos con el imparable avance de África hacia Europa, un avance rápido, fugaz, persistente pese a la densa consistencia de las imágenes de una Argelia empantanada en su arena, en su amargura, en su dolor.
Aram bash va ta haft beshmar, de Ramtin Lavafipour (Irán, 2008).
El director filma Tranquilizate y cuenta hasta siete (esta sería la traducción del título) en un brillante video que recoge el deslumbrante azul del golfo Pérsico. Recoge también, con sinceridad, con fuerza, la historia de un pequeño pueblo que sobrevive cambiando la pesca por el contrabando. Veloces barcas traen la nueva carga, reflotada mar adentro y la propulsan prácticamente sobre la arena dónde las mujeres, ataviadas con las típicas máscaras que cubren sus rostros, se apresuran en recogerla y lanzarse con ella a frenéticas carreras por los estrechos callejones hasta ocultarla en los patios de sus casas. Todo un mundo, un mundo mutado, que adapta sus tradiciones a un nuevo mercado. Una sociedad dónde los ancianos no tienen lugar y en la que los niños aprenden a colaborar con los nuevos objetivos. El mérito del director radica en su puesta en escena a la par que en su capacidad de captar esta nueva realidad que desconocemos. Lamentablemente el guión se agota en sesenta minutos y la cinta se queda en algo vacío una vez perdido el aspecto antropológico. Es el peligro de cierto cine iraní que recurre más a la antropología que a la cinematografía.
Shultes, de Bakur Bakuradze (Rusia, 2008).
Este trabajo, como Gabblah, es una historia de soledades, de mundos interiores. Aunque, a diferencia de la película argelina, resulta mucho más hermética. Pausada y minimalista, la cinta del georgiano Bakur Bakuradze sigue los pasos de Shultes, personaje retraído y carterista de profesión. Shultes pasa sus días entre un pobre apartamento que comparte con una madre enferma y los trabajillos con los que se gana la vida, en el metro o en los mercadillos y bares. Las escenas son intercambiables, unas podían ir antes o después de la siguiente, dada la escasa evolución del personaje. Las anotaciones que apunta en una libreta y que continuamente observa y la relación con un pequeño ladronzuelo son las únicas modificaciones de su vida diaria. Una cotidianeidad que prácticamente se altera ante la muerte de la madre. Sus idas y venidas desvelan progresivamente, previo compromiso del espectador en unas imágenes muy poco explicativas, un personaje aislado en sí mismo que utiliza datos de la vida de sus víctimas para reconstruir/se una identidad. El carterista Shultes es un individuo tan árido y vacío como la propia Argelia de la cinta ya citada. Lamentablemente, Bakuradze, en su concisión narrativa, lo aísla también del espectador. Una propuesta tan interesante como ardua.
Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo, de Yulene Olaizola (Méjico, 2008).
Estamos ante un filme que sería uno de los sleepers del festival si no fuera porque ya venía precedida de la fama cosechada en otros certámenes. Este pequeño documental, con aparente aire de modestia, elabora una gran historia en base a pocos recursos. Yulena Olaizola entrevista con descaro a su abuela, Rosa Carbajal, antigua dueña de una pensión sita en una vieja casa colonial para sonsacarle historias de los inquilinos. No tardamos, sin embargo, en darnos cuenta que las pesquisas de la directora se dirigen a un antiguo huésped en particular, Jorge Riosse, encantador joven con dotes de mundo que deslumbró, un cuarto de siglo atrás, a la madura Rosa y a los compañeros de pensión. Del melo al noir, de la love story al psycho thriller, Yulena sigue los recuerdos de su abuela y los testimonios de algún otro habitante de la casa para desvelar finalmente, en un muy singular documental, la auténtica historia del falso Riosse, poeta, pintor, psicópata, travesti… y, tal vez, asesino en serie. Sin duda el proyecto era lo bastante cercano a la directora para explicar su implicación y éxito del mismo pero resulta lo bastante estimulante para esperar nuevas obras de esta realizadora.
Reconstrucción (Reconstituirea), de Lucian Pintilie (Rumania, 1968).
Dirigida por el veterano Lucien Pintillie, esta película es una certera visión de la sociedad rumana, supuestamente moderna y progresista, de una época en la que los países del Este perdieron la esperanza de saltar el telón de acero pero en la que también produjeron un montón de grandes obras de cine (que, sin embargo, permanecen actualmente bastante olvidadas). La bronca que dos jóvenes causan en un merendero, con agresión al camarero y rotura de mobiliario incluidas, impulsa a un fiscal aparentemente progresista a librarles de la cárcel a cambio de recrear el altercado para elaborar un cortometraje que prevenga a los jóvenes de los estragos del alcohol. La película, tocada con un marcado tono naïf (muy propio de la comedia socialista) pone en evidencia las debilidades del sistema comunista. Su falsa flexibilidad, su desprecio hacia la innovación, se ocultan tras una pretenciosa actitud de falsa tolerancia. Pintillie consigue una denuncia potente aunque lastrada por unos personajes extremadamente alegóricos: el militar radical que no entiende a los jóvenes, el fiscal/administración que propone una buena idea pero no se compromete con ella, el intelectual frustrado que no sabe solucionar los problemas y bebe para olvidarlos, la joven símbolo de la ingenuidad y la frivolidad, el camarero/pueblo inocente… Demasiados símbolos para refrescar la comedia, demasiado peso para que el pretendido golpe de efecto triunfe en la dura denuncia de la secuencia final.
La chica más feliz del mundo (Cea mai fericita fata din lume), de Radu Jude (Rumania 2009).
Radu Jude nos presentó a La chica más feliz del mundo en su pugna por un Dacia Logan, ganado mediante tres etiquetas de zumo de naranja y la improvisada interpretación de un comercial…y perdido frente a las estrategias capitalistas de sus propios padres que deciden invertir el premio en una casa rural, privando a su hija. De la primera a la última escena la familia se desintegra ante nuestros ojos mediante una serie de acusaciones en las que el tono de comedia no esconde una mirada agria y una denuncia del mundo post comunista. Al inicio la hija se marea según dice por el rancio aroma del coche viejo, evitando mirar a un padre vestido con una camiseta imperio. Poco más tarde, será la madre quien acuse a su hija de desagradecida tras haber sacrificado su vida, habiendo renunciado a separarse de un marido inútil e infiel, para cuidarla. El padre, sin soltar la bolsa de la merienda en ningún momento, no dudará en acusar a su hija de traidora y en echarla de casa si no accede a ceder el flamante vehículo. Ésta, finalmente, regateará con saña su parte del botín. Todo ello con el fondo de un rodaje del anuncio en el que el equipo maltrata sin consideración alguna la joven e improvisada actriz en una alegoría evidente de una sociedad cruel que se autodevora. No hemos evolucionado mucho desde el 68.
Antoni Peris i Grao