La ventana

El último día de Don Antonio

La obra de Carlos Sorín corre el riesgo de pasar injustamente desapercibida, ya que se trata de un cine que no pretende llamar la atención a toda costa, un cine muy sencillo formalmente, cuyo interés se centra en pequeñas historias —incluso mínimas, por parafrasear su película más prestigiosa, realizada en el 2002, después de trece años alejado del largometraje—, interpretadas generalmente por actores no profesionales y narradas con un estilo semidocumental. No en vano, su última película, La ventana, fue realizada en 2008 y sólo ahora, finalizando 2009, llega a las pantallas españolas.

Si Bombon: el perro (2004) y Camino de San Diego (2006), con ligeras variantes, seguían el camino trazado por Historias mínimas, La ventana, manteniéndose fiel a los rasgos más determinantes de su cine, sí introduce llamativos cambios. En ella el grado de estilización es mayor, las estrategias documentales se reducen —aunque no del todo: el cine de Sorín sigue manteniendo esa sensación, tan difícil de alcanzar, de fluidez y naturalidad, de engañosa ligereza, esa primorosa atención a los detalles, a las pequeñas inflexiones y los pequeños gestos…— optando por una estructura en primera instancia muy teatral, por un rodaje realizado en interiores –salvo una significativa secuencia— y por una historia que transcurre en un lapso de tiempo muy concentrado —las últimas horas de vida de un anciano escritor que espera la llegada de su hijo—.

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Pero estos cambios son más aparentes que otra cosa. Sorín, en realidad, muestra en su última película los mismos intereses que recorren toda su obra, pero expresándolos por caminos algo diferentes. Tiene Sorín algo que es exclusivo de los grandes cineastas, esa mirada limpia sobre sus personajes, una mirada que observa sus aristas más desagradables sin dar la impresión de estar juzgándolos —en La ventana tan sólo el personaje de Claudia, la mujer del hijo de Don Antonio, está dibujado con cierto trazo grueso—, que siempre parece dar la sensación de estar maravillada ante lo que ve. Su cine, esencialmente sensitivo, trasmite un contagioso vitalismo que nunca cae en el sentimentalismo, que genera emoción menos por lo que narra que por cómo lo mira. Una de las peculiaridades, pues, de La ventana, consiste en enfrentar este vitalismo en el escenario de una muerte cercana, encarnarla en un personaje que se está muriendo. Y esta confrontación lo único que provoca es exacerbarlo.

Semejante confrontación se sitúa exactamente en el quicio de una ventana, la que hay en la habitación en que Don Antonio permanece casi todo el tiempo en cama, pero abierta a un exterior esplendoroso, a los estímulos de una realidad vivificante. Y es que la película se articula en esencia alrededor de la dialéctica interior/exterior, lo que no deja de remitir en el fondo a su cine anterior: la ventana es indudablemente, también, una ventana abierta al mundo, a la vida, una actitud creativa que el cine de Sorín representa magníficamente. Para Don Antonio la vida, en esos últimos momentos de su existencia, aparece encuadrada por el marco de la ventana, pero en determinado momento, ayudado por una oportuna avispa, Don Antonio necesitará traspasar, por última vez, los límites del encuadre.

Las referencias literarias abundan en la película. Don Antonio es un viejo escritor —interpretado por otro, Antonio Larreta—, ya hemos mencionado la estructura teatral de la película, se citan la maravillosa La invención de Morel (1940), de Bioy Casares, e Historia Universal de la infamia (1935), de Jorge Luis Borges, además de aparecer una edición de los cuentos de Antón Chejov, que el propio Sorín ha señalado como una influencia determinante en su película. Además, el asunto de la botella de champán que beben, poco antes de su muerte, Don Antonio, su hijo y la mujer de éste, está extraído del cuento Tres rosas amarillas, de Raymond Carver, que relata los últimos días de la vida de Chejov.

Particularmente importante me parece la referencia a La invención de Morel, una novela que me atrevo a calificar como una de las más fascinantes del pasado siglo. En ella Bioy Casares recurre al cine —entre otros medios de grabación y difusión— para elaborar una subyugante parábola sobre la inmortalidad: un hombre huido de la justicia acaba en una isla poblada por unas personas cuyo extraño comportamiento luego comprobará que se debe a que son meras proyecciones de personas reales que ya han muerto, y que merced a una sofisticada máquina inventada por el misterioso Morel repiten eternamente los actos grabados durante unos pocos días de su existencia. En el lector de la novela de Bioy Casares resulta casi inevitable que surja la turbadora incertidumbre de si nosotros no seremos acaso también espectros, habida cuenta de que una condición sine quan non de éstos es no tener conciencia de serlo. «¿No perciben un paralelismo entre los destinos de los hombres y de las imágenes?» dice el visionario Morel, pues ciertamente «congregados los sentidos, surge el alma»—–lo que no es, por cierto, mal resumen del cine de Sorín—, y en esto realmente no hay diferencias entre las perfeccionadas proyecciones de la isla y cualquiera de nosotros.

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En consonancia con estos planteamientos metafísicos presentes en La invención de Morel —a los que no es ajena la idea del «Eterno retorno» vislumbrada por Nietzsche—, planteados con extraordinaria habilidad narrativa —y aquí reside probablemente el secreto del imperecedero poder de seducción de esta novela corta—, La ventana aúna con admirable fluidez la naturalidad de sus formas con una discreta pero honda reflexión lingüística —mucho más efectiva que la realizada en La película del Rey (1986), su primer largometraje, que narra el desastroso rodaje de una película histórica— que discurre subterráneamente, plácida y casi invisiblemente. En La ventana, cuando Don Antonio muere, pasa definitivamente a ese universo paralelo de las imágenes que cada uno de nosotros impresionamos durante nuestra existencia. En sus películas anteriores Sorín se ha afanado en transmitir el pulso de la vida; en ésta concluye que en realidad cualquier vida acaba convirtiéndose en algo similar a las figuras que pueblan, fantasmagóricas, una película, en huellas de una extinta presencia, en reflejos del vacío. Para Don Antonio, la memoria asume la forma de una vieja película, a partir de un recuerdo de infancia que sólo vuelve ante la inminencia de la muerte: la película se abre y se cierra, circularmente, congruentemente a la importancia que concede el relato a la idea de los ciclos recurrentes, con una escena onírica —algo insólito en el cine de Sorín— que remite a un episodio de la niñez, rodada en blanco y negro y acompañada del sonido de un imaginario proyector. Ese «espejo de reflejo diferido» —en palabras de André Bazin— que es el cine —y la vida, nos permitimos añadir— lo habitan espectros, pero esos espectros son la forma más parecida de la inmortalidad que conocemos: ¿cada vez que John Wayne levanta con sus brazos a Natalie Wood no es quizá la primera vez? ¿No hace posible el cine ese paradójico milagro de que Anna Magnani, corriendo tras un camión, muera eternamente, que es lo mismo que ninguna?

El principal mérito del cine de Sorín reside en que es mucho más complejo de lo que parece; otra virtud, tal vez no menos importante, radica en que es también mucho más sencillo de lo que esta reseña quizás dé a entender.