Por favor, no toques esa cámara

Cómo acabar de una vez por todas con la mujer en el cine

Durante el pasado verano, sumergido en un ocio tonto y sedentario, después de tragarme una sesión doble compuesta por la demencial Guerra de novias (Bride wars. Winick, 2009) y la mucho más maligna 27 vestidos (27 dresses. Fletcher, 2008), me sorprendí gritando a viva voz —casi casi en plan Network (Lumet, 1976)— una frase que retumbaría en mi cabeza durante buena parte de las semanas posteriores: «¡Hay que evitar que las mujeres hagan más cine!». Naturalmente, me asusté. Yo nunca he sido machista, ni mucho menos misógino, porque los misóginos en el fondo no son más que machistas con cultura. Tampoco odio a la mujer como idea abstracta. Tengo amigas (¡oh, sí!), incluso presumo de tener más amigas que amigos porque ellas fingen entender mejor mis sentimientos. Disfruto leyendo a Amélie Nothomb y a A.M. Homes, y pagué mi entrada religiosamente y sin estar bajo amenaza para tragarme las dos horas y media de Sexo en Nueva York. La película (Sex and the city. Michael Patrick King, 2008)… una experiencia que, una vez asimilado que su muestrario de estereotipos gozosamente retrógrados no tenían nada que ver con la idea de feminismo que bullía en mi cabeza, también disfruté. Y sin embargo… no podía evitar seguir pensando así, suscribiendo cada letra de aquella frase diabólica. Al poco tiempo me di cuenta del origen del problema: evidentemente, estaba en lo cierto. Las mujeres con una cámara a corta distancia se convertían casi automáticamente en las peores enemigas de su género, y por tanto, había que evitar que hicieran más cine, al menos, parafraseando a Richard LaGravenese, de ahora en adelante.

foto

Y de ahí surgió la idea de exorcizar mis propios demonios escribiendo este artículo. Aviso a navegantes: estoy dispuesto a generalizar, porque pienso que la acción de generalizar, que últimamente tiene tan mala prensa, es el único medio que nos lleva a conclusiones más o menos útiles. Su opuesto directo es el relativismo, camino oscuro y pedregoso que conduce, invariablemente, a lugares comunes tan plomizos como «película fallida», «actor defendiendo su papel», «obra hecha con cariño», «guión bien resuelto», … que tanto aburren a la mayoría de los lectores de crítica cinematográfica. Finalmente, me gustaría resaltar que no hago este artículo con afán polémico y que tampoco pretendo de ninguna manera ir contra las mujeres. De hecho, como puede apreciarse en el educado tono del título, esto más bien sería una súplica antes que una diatriba. Una súplica basada en generalizaciones, de acuerdo, pero que pretende partir de datos reales, bien espolvoreados con las divagaciones mentales de su cada vez más desnortado autor, unas gotas de ironía de saldo, otro poco de humor trasnochado, alguna afirmación historicista al filo del abismo y, por qué no, cierto poso vergonzante de nostalgia victoriana cruzado con espíritu punk-rocker sin platea que le ladre. Para entendernos, puro ensayo (ni pizca de arte) de resaca postveraniega.

Mujeres y cine: Un romance muy peligroso

Los hombres, años ha, inventaron la cultura para defenderse de la mujer. No es una afirmación mía, se trata de una de las principales tesis del imprescindible Sexual personae de Camile Paglia, una escritora feminista comme il faut. Esto no quiere decir que las mujeres sean inferiores ni superiores; están, por así decirlo, en un estadio diferente, o para ser más claros, no necesitan de la cultura para ejercer poder ni influencia. Ellas solas se bastan y se sobran y han logrado sentirse muy cómodas en su papel de musas conscientes. Al hombre, indefenso y cobarde siempre, no le queda otra que ponerse a crear para estar a su altura. Esto nos lleva a otro importante punto: nadie en su sano juicio hoy por hoy, se acerca a la cultura atraído por su poder tentador. Otra cosa es que la cultura, con los años, pueda reportarnos sus pequeñas y relativas recompensas, que en muchos casos han cumplido en nuestra vida una compensación a la madre de todos los traumas, la carencia afectiva. Como decía Manuel Vincent en uno de sus artículos «Todo lo que hace el hombre en esta vida lo hace con vistas a fornicar», y como cantaban Ella Baila Sola: «Te comparo con el resto del ganado y me decido a dar un paso más». Así marcha el mundo, cada vez en mayor medida, y la cultura sólo se mueve en el proceso como un medio, un presente más que ofrecer a cambio de la gloria, a falta de otras virtudes genéticas.  En definitiva, se mire por donde se mire, las mujeres, ejerciendo el control desde la sombra, nos ganan de calle. ¿Para qué les interesa, entonces, posar sus delicadas manos en nuestra odiada, zarandeada y en el fondo inútil cultura?

Primer punto de la tesis: las mujeres están contaminando el cine independiente y la comedia romántica de toda la vida con una moral extraña y esquinada, cien por cien marciana desde un punto de vista no ya hetero, sino globalmente masculino. Cada vez que me acerco a una de estas películas y me resulta imposible entender las reacciones de sus principales personajes, inmediatamente busco un nombre femenino en los lugares más altos de los títulos de crédito. El experimento casi nunca falla: allí siempre surge uno o un par regodeándose con arrogancia, como diciendo «así son las cosas porque así las vemos nosotras».

foto

Excluyo de este artículo a las muy marcianas, tipo Claire Denis o Lucrecia Martel, o a las andróginas y machorras, como mi casi siempre admirada Kathryn Bigelow, porque parto de la base de que ni si quisiera son mujeres, o al menos, no mujeres normales. Es necesario aclarar este punto antes de que me lancen a los leones: aplaudo a las mujeres que se esfuerzan por romper las limitaciones del rol que la sociedad ha creado, como un molde, para ellas. Mis pullas van precisamente contra las otras, que son mayoría: aquellas que se regodean en las mentiras de ese rol, sin llegar a creerse a pies juntillas su fondo, pero utilizando sus consignas para expandir una moral difusa y ambigua, en gran parte conservadora y que paradójicamente fuera creada en su momento por los propios hombres desde las cúspides del poder y la opinión pública. Una supuesta comedia, también supuestamente inofensiva, como Guerra de novias no hace apología feminista, sino que se limita a invertir los términos del machismo: en ella los hombres tienen el mismo papel que las mujeres de, pongamos, Los bingueros (Ozores, 1979). Son objetos decorativos, atractivos y sumisos, que se limitan a beber cerveza, ir al gimnasio y jugar a la Playstation. Llegará un momento en el que los hombres, y con razón, comiencen a sentirse subestimados por estos retratos, y el término feminista, por tanto, se convierta en un lugar común recurrente dentro del abanico de insultos del castellano… para que, con el tiempo, el machismo, a lo mejor, pase a convertirse en un más que probable (¡ja!) movimiento contracultural.

Por mucho que la opinión pública haya puesto en el aire la falacia de que las mujeres pueden dirigir con mayor sensibilidad que los hombres simplemente por el hecho de ser mujeres, y que sus películas son más humanas y cercanas, lo cierto es que si elimináramos una por una sus aportaciones al séptimo arte desde su inicio, apenas se perdería nada. No me imagino que la literatura fuera igual, hoy día, si no se hubiera enriquecido con las aportaciones de Virginia Woolf, Emily Dickinson, Elizabeth Bishop, Anne Sexton… ni tampoco sería capaz de hablar de la música del siglo XX sin mencionar a Billie Holliday ni a Ella Fitzgerald, ni siquiera sin hablar de Patti Smith o Debbie Harry. No creo que el mundo de la música y el literario sean actualmente hostiles para la mujer. De hecho, podría decirse que con el tiempo las féminas han ido ganando una suerte de prioridad que las ha situado por encima de los hombres, y que su enfoque ha llegado a ponerse de moda hasta el punto de estar en gran parte dictado por el oscuro y sibilino mundo de las estrategias de márketing, tal como veremos más adelante.

El síndrome Eleniak. ¿Están las mujeres realmente dsicriminadas?

Llegados a este punto, debería hacer un pequeño esfuerzo para tratar de aclarar el asunto de la discriminación de las mujeres en el arte. Una discriminación que puede que haya sido real en otros tiempos, pero que a día de hoy sólo puede verse como una consigna recurrente y trasnochada, fruto del cinismo de algunos mercachifles de los mass media. Para ejemplificarlo, me remontaré a un episodio de Los vigilantes de la playa (Baywatch, 1989-2001). En él, el habitual paisaje veraniego repleto de cuerpos Danone es sorprendido por la presencia de una turista rechoncha y feúcha que, como es natural, no se encuentra para nada en su ambiente. Hastiada de su fracaso personal y de su falta de oportunidades, intenta ahogarse, pero es salvada en el último momento por una aguerrida Erika Eleniak. La pobre mujer le cuenta a su salvadora lo mucho que ha sufrido en su vida debido al rechazo de los hombres por causa de su físico. Eleniak, comprensiva, pone la mano en su hombro y le replica que ella puede que sea atractiva, incluso escultural, pero que precisamente por eso nunca ha sabido si los hombres la amaban de verdad. Su oronda interlocutura asiente y alcanza a entender el sufrimiento de su nueva amiga. Sin importarle mucho o no a los guionistas si sendos infiernos son o no equiparables, el capítulo termina. A eso es a lo que yo llamo cinismo. Exactamente igual que cuando una mujer alude a que no se siente realizada creativamente en un mundo dominado por hombres. Exactamente igual que cuando una mujer  habla de discriminación en este momento en los mundos de la literatura, el cine o el periodismo. Y ahí es exactamente adónde quería llegar: cualquier mujer que actualmente afirme estar discriminada en el mundo del arte está cayendo en una grave impostura y está siendo tan cínica como el personaje de la espléndida y añorada Erika Eleniak en aquel capítulo.

httpv://www.youtube.com/watch?v=U7MB3ekYhZ0

Volvamos la vista atrás, a la historia. Si guettos tan machistas y estrictos como el nazismo o el franquismo llegaron a permitir, ocasional y excepcionalmente, la aparición de mujeres creadoras, ¿podemos hablar realmente de que aquella discriminación fuera tan desmedidamente férrea? Centrándonos en los resultados, nos encontramos que fue el mismo régimen el que alumbró a Fritz Lang y a Leni Riefenstahl. Las películas de Lang continúan estando entre nosotros, y algunas de ellas, la mayoría, se ven con la misma pasión y deleite que en el momento de su estreno. Riefenstahl, en cambio, ha quedado como un chascarrillo histórico curioso para profesoras aburridas de Universidad y feministas tristonas. No me creo que ninguno de ustedes, queridos lectores, haya tenido los bemoles de verse dos veces una película de esta señora. Basta comparar también la obra de Leni con la de Einsestein, moviéndonos en el mismo terreno de la propaganda pero sin perder de vista los farragosos bosques de la guerra de sexos, para comprobar la epatante diferencia. En el franquismo, tres cuartos de lo mismo. Nadie en su sano juicio cambiaría un solo minuto de la obra de Berlanga por toda la filmografía de Ana Mariscal. La democracia nos trajo mayor cantidad, pero no una mayor variedad de enfoques: un aluvión de realizadoras átonas, intercambiables, incluso perezosas, sin nada que envidiar en cuestiones de artesanía, eso sí, a su ilustre predecesora. ¿Y el Hollywood clásico? Otro mundo terrible, machista e inhóspito para la incansable creatividad femenina, ¿no? Bah. Contra esa opinión tan extendida, basta con leer la deliciosa biografía Adiós a Hollywood con un beso de Anita Loos, autora de Los caballeros las prefieren rubias, para comprender que en aquella época tampoco era especialmente difícil triunfar en el mundo de cine siendo mujer, incluso todo lo contrario. Son palabras de Anita, que vivió la época y fue mujer, no mías (que, obviamente, ni viví esa época ni soy mujer), y a sus desventuras personales me remito para extraer mi conclusión. Porque hablando de discriminaciones, ¿no fue mucho mayor las que sufrieron, y sufren, los afroamericanos? Sin embargo, ellos consiguieron hacer de su exclusión una bandera, y no sólo nos han dejado cómicos-guionistas de la talla de Eddie Murphy o Richard Pryor, sino todo un género en el que bucear —la blaxplotation—, y algunos autores cuya obra sigue mereciendo la pena seguir con atención: Spike Lee, John Singleton, Carl Franklin. ¿Cuál serían sus equivalentes en el cine de mujeres? ¿Jane Campion? ¿Nora Ephron? Puaj. A ver si va a ser verdad que a las mujeres nunca les interesó realmente el cine y esto, y no la maldita y legendaria discriminación, explicara la escasa relevancia de sus obras.

Pues sí, es verdad. Generalicemos por penúltima vez, alto y claro. A las mujeres nunca les interesó esto del cine. Eso explica sus más que discretos resultados, y no la falta de talento. Y explica, además, que actualmente, en las páginas de Internet donde no se cobra o se cobra mal, haya tan pocas críticas femeninas. A razón de una por cada diez hombres… bastante esclarecedor, ¿verdad? ¿O puede ser que a día de hoy estas páginas también estén censurando la incesante ansia de cine de las mujeres? Sí, esto podría ser la punta del iceberg de una nueva y nuevamente inútil teoría de la conspiración.

Más historia. Mujer tras la cámara con hombre al fondo

Continuemos el camino dando saltos por diferentes ámbitos dentro del celuloide. La serie B tuvo a Doris Wishman, a Barbara Peters y a la muy feminista Stepanie Rothman, que poseen en su haber películas ciertamente curiosas, pero cuyas filmografías son incapaces de hacer sombra a un Roger Corman, un Bert I. Gordon o un Larry Cohen. La irrupción, a finales de los setenta, del punk y la new wave nos trajo una interesante cantera de realizadoras que comenzaron sus carreras con títulos estimables y provocadores (hablo de Penélope Spheeris y la estimulante Suburbia (1984), de Susan Seidelman y La chica de Nueva York (Smithereens, 1982), de Martha Coolidge y La chica del valle (Valley girl, 1982) , y ya en las boqueadas del terremoto, de Tamra Davis y su contundente GunCrazy [1992]), que a los pocos años no tardarían por vender su alma en mayor o menor medida al cine comercial más rancio, familiar y acomodaticio, echando por la borda el siempre relativo interés de sus obras iniciales. Más allá tenemos el caso de las parejas de guionistas y directores. De entre los primeros y más célebres, Ruth Gordon y Garson Kanin, autores del libreto de La costilla de Adán (Adam´s rib, Cukor, 1949), una película que, por cierto, siempre me pareció desmedidamente estimada y falsamente progresista. A medida que avanzaban las décadas, fueron surgiendo también distintos tándems, cada uno dentro de una especialidad, en su mayoría parejas en la vida real, cuando no amigos muy bien avenidos: los Sebastian, los Findlay, Charles Shyer y Nancy Myers, Juan Luis Iborra y Yolanda García Serrano, etc… Considerando esta nada desdeñable preponderancia, cabe pensar que muchas veces la mujer ha necesitado el espaldarazo de un hombre para ponerse tras a la cámara o frente al papel, y cuando se ha separado de él buscando independencia creativa, los resultados han dejado mucho que desear. Quiero pensar que una afirmación tan monstruosa tiene por fuerza que ser incierta, pero por mucho que buceo en la historia, no encuentro casos de peso para contradecirla…

foto

Caprichos del destino. La vocación creativa desde el punto de vista femenino

A nadie se le escapa que muchos han sido los actores que han aprovechado su estatus de estrella para dar el salto a la dirección. Y la mayoría de ellos lo han hecho muy bien: Clint Eastwood, Paul Newman, Robert Redford, Sylvester Stallone. ¿Por qué no se les ocurrió en algún momento algo parecido a Katherine Hepburn, Meryl Streep o Nicole Kidman? Me atrevo a decir que ni siquiera se les pasó por la cabeza. Las escasas incursiones de actrices en la dirección se me antojan, no lo negaré, profundamente simpáticas —Mireia Ros, Jodie Foster, Jenna Fischer…—, pero su carencia de continuidad me obliga a calificarlas de caprichosas antes que verlas como productos de una auténtica y perdurable vocación creativa. Un amigo me dijo una vez dos teorías quizá discutibles pero muy esclarecedoras en relación a las mujeres y el arte, que no me resisto a incluir en estas conclusiones. En primer lugar, que nunca encontraría a una mujer que comprendiera de verdad en que consistía una vocación creativa, sencillamente porque ellas entendían el arte de otra forma, bien como capricho circunstancial, como vimos más arriba, o bien como medio para llegar a un fin. Y finalmente, y aquí tenemos la segunda reflexión de mi amigo, cuando se deciden a emprender una obra con continuidad, las más de las veces acaban empañando sus logros iniciales por la necesitad de dejar una impronta que las reafirme como mujeres y que dote a su trabajo de una postiza amplitud universal. A los hombres, en cambio, no les interesa reafirmar su condición de hombres, porque es precisamente de esto de lo que pretenden escapar cuando escriben.

Coda: El caso Cody

Después de leer semejante parrafada, se podría alegar muy oportunamente: si, hechas las debidas excepciones, podemos aceptar que las mujeres no tienen un interés especial por el cine, ni tampoco han demostrado una habilidad destacable cuando se han lanzado a ello, ¿por qué debemos temer tanto sus incursiones tras la cámara? Pues por una razón muy sencilla: porque aunque a las mujeres no les interese el cine, a la industria del cine si le interesan las mujeres. Y estos altos ejecutivos son tan astutos que cuando no existe ninguna mujer que dé el tipo comercialmente, se la inventan. Un ejemplo paradigmático: Diablo Cody, guionista de la tramposa Juno (Jason Reitman, 2007), caso cristalino de una de las más taimadas maniobras de márketing realizadas en los últimos años con la mujer como objeto de venta. Un poco de sentido común, por favor. Yo me puedo creer que una bailarina de striptease le dé la vena una noche, se siente a escribir un guión y le salga algo como Fóllame (Baise Moi. Despentes y Coralie, 2000) o A gun for Jennifer (Todd Morris, 1996), por otra parte dos películas muy estimables, como pasó en años anteriores. Difícilmente me trago que en su lugar obtenga un resultado que parece un brainstorming de una revista de tendencias [1]. No sé, creo que no soy el único que piensa que al ver su película pensó que Diablo Cody era una patraña de la catadura de Alan Smithee o la Simone de Andrew Fleming. Y detrás del engaño, tal vez haya mucho más donde arañar: al cine le interesan que haya mujeres tras las cámaras, independientemente de su talento, porque es guay, progre y políticamente correcto, y porque atrae a las salas tanto a las propias mujeres —muchas de ellas, al parecer, encantadas de tragarse el cuento de que una persona de su propio sexo siempre les va a contar mejor una historia— como a intelectuales de pro flipados por inyectarse en vena el último juguetito del mercado global.

No quiero ser extremista, pero mucho me temo que nos espera un futuro plagado de bostezos y mentiras como catedrales si ciertas abanderadas del nuevo feminismo se deciden a tomar sus cámaras. ¡Y pensar que fuimos nosotros quienes empezamos a alentarlas! Así que sólo me queda hacer un llamamiento desesperado a todos los hombres que me están leyendo. Escuchad bien: nunca le volváis a decir a una chica que escribe bien o que tiene talento si realmente carece de él. No vais a conseguir nada de esa manera, ni mucho menos que ceda a vuestras babosas intenciones sexuales. Lo único que obtendréis será el tedio y odio de varias generaciones abocadas a sufrir sus películas, sus ridículas obsesiones y su particularísimo sentido de la moral, auspiciadas por una industria hipócrita y oportunista. Un panorama, en verdad, escalofriante y desolador que tal vez esté a la vuelta de la esquina si nosotros, pobres peleles abocados al mandato del sexo superior, seguimos poniendo el rasero del arte en consonancia con el perímetro de nuestra bragueta.


[1] Cuando reviso estas líneas, escritas hace bastantes meses, ya se ha estrenado la segunda película de Cody como guionista, la muy interesante Jennifer´s body (Karyn Kusama, 2009), dirigida para más inri, por otra mujer. Lejos de constatar la tesis de este artículo y de la mayoría de películas señaladas arriba, la obra de Kusama y Cody hace por abrir camino para un cine feminista verdaderamente incómodo, subvirtiendo los mimbres del cine de género desde un punto de vista crítico, malicioso y con todo honesto. La misma existencia de esta película podría conseguir que me tragara la mayoría de mis palabras, de no ser por su tibia acogida, y por el triunfo este mismo año, mucho más relevante a mi juicio, de comedias como Que les pasa a los hombres (He is just not that into you. Ken Kwapis, 2009) y La cruda realidad (The ugly truth. Robert Luketic, 2009), ladinas renovaciones de los lugares comunes del machismo de toda la vida, cuyos libretos de nuevo aparecen firmados por mujeres.