La herencia Valdemar

No tomarás el nombre de Lovecraft en vano

A pocos minutos de que concluya La herencia Valdemar, un señor pide a una chiquilla que le traiga una taza de chocolate. La niña se dirige a una mesa para cumplir con el encargo y, merced a una brevísima elipsis entre dos planos, aparece de inmediato con la bebida.

No la vemos caminar hasta la mesa, quitarse los guantes, volcar con torpeza y lentitud el chocolate en la taza, lamentar lo caliente que está la jarra de la que se ha servido, ser dulcemente reprendida por ello, ponerse los guantes, comentar lo bonito de la noche estrellada, regresar con manos trémulas sosteniendo el platillo y la taza… Si resaltamos la economía narrativa con que el guionista y director novel José Luis Alemán se emplea en ese momento, es porque constituye una excepción llamativa en comparación con las inauditas literalidad y afectación expositivas que laminan el noventa y nueve por ciento de las situaciones y los diálogos de La herencia Valdemar; defectos que hacen de ella una experiencia insoportablemente amateur, a cuyo tal carácter contribuyen además las aciagas interpretaciones, la nula fluidez con que se encadenan secuencias ubicadas en el mismo o diferentes arcos temporales, y la incoherencia que manifiestan los elementos dramáticos y referenciales conformadores de la trama.

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Sin embargo, quién sabe si por simpatía hacia lo extemporáneo de la propuesta o la intervención crepuscular de Paul Naschy; influidos por la embaucadora insistencia de los propios responsables de la película en sus presuntos méritos; o por dejar claro una vez más el desprecio que se siente por el cine español oficialista defendiendo una película gestada off Sinde, el grueso de la crítica ha tenido para con La herencia Valdemar una tolerancia que nos deja perplejos.

Sin duda, lo más sorprendente de estos apoyos reside en el aplauso reiterado que ha merecido la apuesta por el terror clásico y el melodrama gótico de José Luis Alemán. Algo que tan solo viene a demostrar lo poco y mal que se conoce actualmente esa entelequia llamada clasicismo cinematográfico, ligado por muchos a declamaciones interminables, escenografías rancias y argumentos folletinescos. Bastaría recordar La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein. James Whale, 1935), El ladrón de cadáveres (The body snatcher. Robert Wise, 1945), El fantasma y la señora Muir (The ghost and Mrs. Muir. Joseph L. Mankiewicz, 1948) o Drácula (Dracula. Terence Fisher, 1958) para demostrar la imposible adscripción de La herencia Valdemar a títulos tan sincréticos, vibrantes y atmosféricos como los citados; y lo mismo cabría decir de la imaginería literaria y ocultista a que Alemán se remite sin talento ni concierto.

Más oportuno sería hermanar el agarrotamiento de que hace gala la película en sus secuencias ambientadas en el pasado, al exhibido habitualmente por directores como José Luis Garci o Antonio Giménez-Rico. Mientras que la flacidez de las desarrolladas en el presente, hace pensar en la nefasta influencia de las series auspiciadas por cualquier cadena amiga.

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También ha salido a relucir el nombre de Roger Corman, al que nosotros sumamos el de William Castle. Ambos podrían sopesarse, aunque no por las cualidades estrictamente cinematográficas de uno y otro, sino en cuanto a la peculiar habilidad del segundo para el marketing, y del primero para rellenar metraje y hasta películas enteras con minutos y minutos del todo irrelevantes. Lo que nos lleva a la decisión tomada por Alemán y sus mecenas de dividir esta historia de mansiones malditas, amores trágicos, fenomenología sobrenatural y entresijos inmobiliarios en dos partes. A la vista de la primera, no hacía ninguna falta, a no ser que la delicada producción de la película en base a capitales riesgo y su poco profesional —damos fe— trabajo de promoción, hayan querido vender la idea a la moda de una saga épica dividida en más de un episodio.

En cualquier caso, tal estrategia, vituperada por no pocos espectadores, nos parece lo único que brinda a La herencia Valdemar algún interés, al menos futurible. Del rumbo que toman los hechos, así como del avance de la continuación ofrecido en los créditos finales, se deduce una evolución atrevida en el seno del mismo relato desde un terror basado en lo espiritual y la sugerencia, a otro empírico y explícito, en concordancia respectiva con las dos épocas en que transcurre La herencia Valdemar, y en línea con el papel de bisagra entre lo espectral y el materialismo mecanicista que representó la literatura fantástica de H.P. Lovecraft. Puede que por ello, el escritor norteamericano haya sido invocado una y otra vez por los artífices de La herencia Valdemar. Porque por lo demás —Cthulhu y un gul como guest starrings no son suficientes—, el nombre del escritor norteamericano, como tantas otras cosas, ha sido tomado en vano por La herencia Valdemar.

Aunque a más de uno le basten las citas para entrar en éxtasis, y proclamar de paso (mientras agrega como amigo en Facebook a alguno de nuestros Jacques Tourneur patrios) que nos encontramos en la Edad de Oro del cine fantástico español (sic).