Nine

Un buen musical

Estoy casi seguro de que debería empezar este análisis haciendo alusión al prestigiosísimo filme que se encuentra en la génesis de este musical: Fellini, ocho y medio (, Federico Fellini; Italia-Francia, 1963). Pero, a costa de pecar de una heterodoxia imperdonable para el talibanismo intelectual, no lo haré; primero, porque es una película hacia la que no profeso especial admiración y, segundo, porque los objetivos de ambas son diametralmente opuestos.

Y esta segunda razón (los objetivos) es la que tanto me hace preguntarme qué criterios se emplean a veces para enjuiciar un trabajo artístico, en ocasiones absurdamente alejados del contexto; los objetivos de cada filme son tan diferentes que aplicar los mismos principios críticos a unos que a otros, la misma metodología de análisis, el mismo dogma, puede resultar a veces realmente grotesco. No sé muy bien qué esperaban algunos de Nine, ¿quizá una reflexión nihilista sobre la angustia de la creación, heredera de Ingmar Bergman? Es una opción aunque, claro, sería como mirar con los mismos ojos las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach y Bad Romance, de Lady Gaga.

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Así que centrémonos: Nine es un musical. Un filme gozoso y extremo, que transmite al espectador, como todos los musicales, una experiencia sensorial mediante la música, la escenografía y el montaje. Además, en este caso, que el argumento de fondo, la línea dramática que hace de cimiento del filme, sea frágil, es coherente con la naturaleza de lo narrado: la historia de un creador que no puede crear y, por tanto, la historia de una película que no es y que, al insertarse su proceso en el filme que estamos viendo, hace que Nine, coherentemente, tampoco sea. Es cierto que hay un riesgo abismal en la última media hora, cuando ya sabemos que Guido Contini (Daniel Day-Lewis) no hará su película, y es verdad que en esos minutos se diluye buena parte del espectáculo que se ha planteado hasta entonces.

Ya que he mencionado al protagonista, diré que le veo en su mejor trabajo. Day-Lewis me ha parecido siempre, y creo que hay elementos objetivos para defender esto, un actor histriónico, en ocasiones sobreactuado; pero se da el caso de que el personaje de Guido necesita exactamente ese tono, el de un desvergonzado que vende pura pose, el de un seductor mentiroso que debe teatralizar sus mentiras, el de un fantoche de la fama que es pura forma sin contenido. En un filme en el que se quiere primar las sensaciones sobre las ideas, la transmisión de los intérpretes es fundamental, y… ¿hay algo más bello en el cine contemporáneo que la mirada de Marion Cotillard? Esta actriz francesa realiza un trabajo extraordinario, llegando incluso a crear una falsa profundidad en un personaje que no la tiene, trascendiendo con su asombrosa capacidad gestual lo que estaba escrito en el guión. El resto son exactamente lo que el director quiere que sean: máscaras, marionetas, piezas de un decorado imaginado por el ego de un creador para el que las mujeres son meros objetos ornamentales, como Carla (Penélope Cruz) o Claudia (Nicole Kidman).

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Marshall, autor de la excelente Chicago (EE.UU,-Alemania, 2002) y de la notable Memorias de una geisha (Memoirs of a Geisha; EE.UU., 2005), se está convirtiendo en uno de los nuevos gurús de Hollywood, y no por casualidad: sabe dónde poner la cámara. Virtud esta cada vez menos frecuente. En la magistral escena de la cena en la que aparece por sorpresa la esposa de Guido, Marshall crea, mediante la planificación y el montaje, varios espacios dramáticos en un solo espacio cinematográfico; la definición del mismo Guido como personaje no está lograda sólo mediante el trabajo de Day-Lewis, sino también por la altura y la angulación desde las que Marshall nos lo muestra; los números musicales más brillantes no nos provocan la poderosa sensación de ritmo sólo mediante la música, sino sobre todo por dónde dice Marshall que tiene que ir la luz, por cómo dirige a los actores y por la estructura coreográfica.

Y además, aunque con limitaciones, hay escenas donde, además de todo esto, el filme sí logra transmitir la zozobra a la que se ve arrastrado el protagonista, exclusivamente víctima de su carácter. Las referencias al cine de Fellini, al mundo de la moda, a los tópicos sobre Italia o a la fascinación contemporánea por los oropeles del espectáculo son elementos colaterales que importan poco, pero que complementan un ejercicio cinematográfico desvergonzado y un punto gamberro, que fusiona –como Chicago– la obsesión clásica del musical por la elegancia y el glamour con un desprejuicio absoluto sobre lo que tiene que ser o dejar de ser una película hoy en día. Y digo más, aunque también me importa poco: por lo que conozco el cine y la vida de Fellini, creo que le habría encantado.