Sherlock Holmes

La extraña vida propia de la reputación

Pensábamos que las consideraciones catetas y despóticas en torno al trasvase de creaciones artísticas de un medio expresivo a otro eran propias de los frikis, esos seres que todavía siguen debatiendo en foros encriptados si Peter Jackson tenía derecho a cambiar el hombro en que Legolas acomoda su carcaj, o si Sam Raimi merece una fatwa por hacer que Spider-Man se sirva de lanzarredes orgánicos.

Pero habíamos olvidado que entre los pequeñoburgueses de siempre también se cuentan intransigentes prestos a satanizar a quien ose profanar los restos de sus santos culturales. En especial, si el sacrilegio lo cometen advenedizos con posibles; por ejemplo, esos odiosos, odiosos ejecutivos de Hollywood capaces de perpetrar un remake de El amor después del mediodía (L’amour l’après-midi. Éric Rohmer, 1972) a mayor gloria de Chris Rock.

sherlockholmes1

No importa que las reliquias adoradas se hayan visto tan desvirtuadas por la costumbre y las conveniencias que lo considerado hoy brazo incorrupto del mártir fuese originalmente su pene. ¿Sabíais que los físicos y las indumentarias de Sherlock Holmes y John Watson, iconográficamente tan inmutables para muchos como la paloma representativa del Espíritu Santo, deben más a Sidney Paget, primer ilustrador de las narraciones de Arthur Conan Doyle, que al escritor, quien de hecho consideraba aburridos los dibujos que acompañaban sus historias?[i] Tampoco parece importar que no pocos de los fieles congregados para idolatrar los despojos, no deban su fe a las fuentes primigenias —que para colmo no han leído o han leído al bies— sino a versiones tan didácticas como inocuas que terminan por hacerles citar muy ufanos a Willy Fogg, D’Artacán o Meitantei Holmes. Ni que la heterodoxia sólo les sea permitida a quienes nuestro estreñimiento cinéfilo va convirtiendo muy despaciosamente en ortodoxos; dignos, por concretar, de interacción con el dichoso canon holmesiano: Roy William Neill. Terence Fisher. Billy Wilder. Bob Clark.

Sin embargo, como escribió Aldous Huxley, «la reputación tiene una extraña vida propia, sobre la que el sujeto en cuestión tiene poco o ningún control»;[ii] menos aún, quienes se han autoproclamado guardianes de esa reputación. Hete aquí que, en 2009, se fijan y ponen sus sucias manos sobre Holmes una major que está agotando la gallina de los huevos de Potter, y que busca otra saga exitosa de cara a la década entrante, para lo que dispone un presupuesto que ronda los cien millones de dólares; cuatro guionistas entre cuyos antecedentes figuran cosas como Ni una palabra (Don’t say a word. Gary Fleder, 2001) y Jumper (íd. Doug Liman, 2008), y que atesoran sintomáticamente más créditos como productores que como escritores; dos actores que no responden para nada a los estereotipos de Holmes y Watson, Robert Downey Jr. y Jude Law; y un director, Guy Ritchie, cuya realización más inspirada en los últimos años ha sido dejar de acostarse con ese espantajo llamado Madonna.

¿Tenemos derecho a (pre)juzgar Sherlock Holmes en base a esos datos en vez de hacerlo tras examinar con detenimiento sus imágenes? Downey Jr. nos dice en el film, como Holmes nos decía en Un escándalo en Bohemia, que «es un gran error retorcer los hechos para que se adecuen a nuestras teorías, en lugar de retorcer las teorías para que se adecuen a los hechos».[iii] Pues bien, atendiendo a los hechos, la película de Ritchie es una entusiasta lectura del universo imaginado por Doyle, que llega a sacrificar la fluidez de la acción en aras de una detallista, casi obsesiva depuración de las esencias holmesianas —la película no es, pese a las apariencias, un digest apresurado para el espectador lego, sino un divertido desafío culterano para los presuntos admiradores de las narraciones originales—, y de una posterior proyección en clave de blockbuster; algo, por cierto, tan digno de acometer y analizar como cualquiera de las innumerables estrategias previas aplicadas al personaje.

sherlockholmes2

Downey Jr. y los suyos consiguen así dos cosas: que los inquilinos del 221B de Baker Street demuestren merecer ciento veinte años después de su nacimiento la misma veneración que cualquier superhéroe al uso y, a la vez, que Holmes continúe siendo una figura esquiva, irresistible, como lo fuese para el propio Doyle, aunque el escritor se mostrase más generoso y tolerante con ella que bastantes de sus lectores: «A primera vista [la cursiva es nuestra] resulta sorprendente que un filisteo victoriano como Doyle fuese capaz de crear un héroe egocéntrico, adicto a las drogas y tan apartado de todo aquello en lo que él creía».[iv]

La generosidad de Doyle caracteriza también Sherlock Holmes y propicia, aparte lo reseñado, una oscilación por lo general armónica entre registros tan variados como la acción, la comedia dialogada, la intriga tenebrosa y hasta el slapstick; un esmerado homenaje a la ciudad de Londres por parte de Ritchie, quien, amén de dinamizar acontecimientos y escenarios con sus flashbacks, flashforwards y slow/fast motion habituales, está convirtiéndose sotto voce en un meritorio cronista del devenir sociohistórico y la comedia humana sedimentados en la capital británica; referencias a otros imaginarios populares ambientados en la era victoriana; y una apuesta decidida por la razón y la lógica a la hora de afrontar sucesos que, en estos tiempos tan proclives al pensamiento mágico, las pseudociencias y los fanatismos, no deja de ser una provocación. El rasgo más implacable de Holmes atenta, sin ir más lejos, contra el núcleo argumental de la citada franquicia Harry Potter, producida no por casualidad bajo la mirada histérica y castrante de los hinchas de J.K. Rowling.


[i] POUND, Reginald. Mirror of the Century: The Strand Magazine 1891-1950. Página 31. Editorial Barnes. Nueva York, 1966.

[ii] HUXLEY, Aldous. Si mi biblioteca ardiera esta noche: Ensayos sobre arte, música, literatura y otras drogas. Página 121. Editorial Edhasa. Barcelona, 2009.

[iii] CONAN DOYLE, ARTHUR. Un escándalo en Bohemia. Bibliotecasvirtuales.com.

[iv] SYMONDS, Julian. Historia del relato policial. Página 93. Editorial Bruguera. Barcelona, 1982.