Un meteorito cae a la Tierra y acaba con los dinosaurios. De esta manera, con el fuego purificador del meteoro, el planeta tiene una nueva oportunidad, al igual que otras especies que competían en inferioridad de condiciones con los grandes saurios. Es el momento de los mamíferos y, por ende, del ser humano. En Lost no es un meteoro lo que cae a tierra, sino un avión partido en dos, un engendro mecánico creado por el propio ser humano. Y ésta no es una nueva oportunidad para el planeta, sino para sus curiosos ocupantes que, como si de una nave espacial se tratara, aterrizan en su particular Roswell.
La supervivencia ante las condiciones extremas parece ser la única vía de salvación. Pero si lo primero parece pasar inevitablemente por evitar las consecuencias directas de la colisión del avión —recordar que uno de los pasajeros es succionado por uno de los motores que aún parece tener combustible y ganas de seguir montándola parda—, una vez solventados los incipientes problemas —heridas, contusiones, salvamento de los que peor están…— llega el momento de preguntarse ¿y ahora qué? Solventados los peligros de caer a plomo en una playa y lleno el estómago, viene el principal problema para unos individuos acostumbrados a que la vida la organicen otros —ya se llamen éstos padres, jefes o políticos—: ¿cómo surgen los líderes?
Y la pregunta viene en plural porque nunca suele haber un sólo líder, ya que por una parte existe una distribución vital por la cual un minoría se establece en machos alfa y el resto nos conformamos con pertenecer a la manada. Pero por otra parte existe una diversidad de visiones, por la cual cada uno de nosotros establece una serie de necesidades, que no sólo responden a nuestros propios intereses, sino que además entran en colisión con aquellas otras que van más allá de las diferencias. Los caminos siempre se suelen orientar hacia las prioridades, y éstas las marca la necesidad de cada individuo.
Dicho lo cual, nos ponemos nuevamente en situación: el peligro parece haber cesado y la barriga está conforme con lo que le hemos dado. En Lost parece que concurre una pregunta que tiene más gracia en éste que en otro contexto: ¿playa o montaña? La balanza sobre la que se depositan ambas opciones no es más que la excusa para desarrollar aquello que antes hemos introducido: las preferencias entran en choque… y las personalidades también. Y es que, en un principio, hemos de decir que los dos líderes que asoman en la serie en sus primeros compases resumen dos conceptos o maneras diferentes de gobernarse: Jack es un joven cualificado que toma un inicial protagonismo por su capacidad de enmendar la fragilidad de unos cuerpos magullados y contusionados; por el contrario, Locke es un hombre maduro que porta consigo la experiencia, la serenidad y la sabiduría propias de su edad. Uno opta por la acción, el otro por la precaución; uno prefiere indagar, el otro esperar; uno elige montaña, el otro playa. Dos concepciones de la vida, dos formas antagónicas de enfrentarse con la adversidad.
Cuando comencé a ver Perdidos todo este aspecto de su argumento me llamó mucho la atención, pues no dejaba de remitirme a esa alegoría de la situación extrema que es El señor de las moscas (Lord of the Flies), escrita por William Golding en 1954. Sus paralelismos van más allá de la mera anécdota: un grupo de seres humanos abandonados en una playa y con toda una isla para sobrevivir. Allí como aquí surgen dos líderes que lucharán —incluso hasta la muerte, como aquí— por el poder. Y es que el control del rebaño es un fruto muchas veces prohibido en nuestra sociedad, pero que en circunstancias menos favorables surge como una faceta más de la personalidad de los líderes natos.
Y, como en cualquier ocasión parecida a ésta que nos podamos plantear, surge la jerarquía, pues en la isla de Perdidos el poder está vacío y debe ocuparse de forma natural. Es como correr en las rebajas de unos grandes almacenes: cuanto mejor estés situado en la cola, mejores chollos te llevarás. Aquí no sólo importan los jefes del grupo —o de los grupos, mejor habría que decir—, sino que cada uno de ellos va observando cómo otros líderes se van posicionando detrás suyo: esos que podríamos llamar los «subtenientes», llenos de capacidad de acción, de tomar iniciativas, de proponer a su superior, de acatar firmes las órdenes… y, sobre todo, de guardar un secreto. Porque en Perdidos la información es poder —y viceversa—. Así, las playas, las junglas, los ríos y las montañas de la isla se van configurando como un tablero de ajedrez en el que hubiésemos arrojado las piezas del juego de forma abrupta y cada una de ellas haya sabido reconocer su posición natural, lejos de aquella molesta tarea que le había tocado en suerte antes del accidente, en el ingrato mundo del que proceden y que normalmente no suele definirse por la justicia. Todo un experimento sociológico que permite comprobar cómo en nuestra sociedad no está aprovechado ni el diez por ciento de la valía y la potencialidad de cada ser.
Pero he aquí que entra en el tablero una tercera reina en disputa, y ésta es más habilidosa que ninguna otra, pues se las sabe todas: su constante ambigüedad nos descoloca por momentos, y su ingenio y capacidad para convencer a los demás es, más que admirable, sobrecogedora. Benjamin Linus es la historia de otro líder forjado a sí mismo a través de la violencia, pues como dijo otro Benjamin —esta vez de nombre Walter— «Los pilares de la civilización se construyen sobre los cimientos de la barbarie». Dentro de su grupo, dentro de esos otros, Linus es el caudillo militar, el líder espiritual y el gobernador político. Su poder raramente es puesto en duda, al contrario que nuestros heterogéneos héroes protagonistas, pues su soberanía deviene de una organización y unos objetivos mucho mayores que él y que todo aquello que ama: su fe y su convicción es tan grande que es capaz de ofrecer a su propia hija en sacrificio, y esto le da una autoridad casi sobrenatural.
Y él es quien pone en comunicación a un líder nato como Locke con Jacob, que es también otro líder, pero éste se define por el misterio, pues sobrevuela las conciencias de aquellos que creen en él sin mostrarse nunca de forma explícita. Es lo más parecido a una divinidad, con un enigmático halo envolviendo su nombre, sobreviviendo al espacio y el tiempo, mostrándose con diferentes rostros y personalidades. Y de repente todo cambia, pues Linus parece convertirse en una especie de Juan el Bautista que reconoce al Elegido, ese John Locke, que es como un mesías que tiene dentro de sí la potencialidad de cumplir una misión. Y, para realizar la tarea encomendada, Locke tendrá que atravesar umbrales insondables, como el de su propia muerte y posterior resurrección, unos actos que dejarán sus anteriores atributos —retórica, poder de convicción, sabiduría, equilibrio, falsa autoestima, bondad, generosidad, comprensión, etc.— como aquellos que poseía el anteriormente mortal conocido como John Locke, pues el nuevo no puede dejar de ser un individuo más elevado, portador de un conocimiento tan arcano y misterioso que incluso el impertérrito Linus se doblega ante él.
Perdidos puede que sea uno de los mayores y mejores exponentes de análisis sobre la génesis del líder que en el formato audiovisual se haya tratado en toda su historia, pues en su propuesta entran en juego factores como la fe, la violencia, la sumisión, el poder, el uso de la fuerza… como nunca antes se había podido ver. La heterogeneidad de los personajes, su tipología, su carácter, sus inquietudes, etc., hacen que cada uno de nosotros se pueda llegar a sentir representado en la acción, abstrayéndonos durante su visionado del mundo en el que vivimos para pasar a engrosar la nómina de la isla. Pero, no nos equivoquemos, Perdidos es una ficción que, como tal, describe la trayectoria de unos individuos según convenga a los guionistas. Y éstos, sin ningún género de dudas, nos hacen amar y odiar a partes iguales a unos líderes que, sin ellos, sería muy complicado que la acción pudiese avanzar.