Hace dos años tuve el privilegio de acudir por primera vez al Festival Internacional de Cine de Las Palmas. Me pasé allí tres jornadas en casi en completa soledad, en una edición en la que tuve la impresión de que el diario filmado se postulaba como uno de sus principal pilares estilísticos, hasta el punto de atravesar transversalmente la mayoría de secciones del programa. El regreso en 2010 ha servido para el reconocimiento del entorno (apenas he notado cambios negativos, a excepción del precio de los taxis), para la recuperación de las sensaciones de un clima más que agradable, y también para el encuentro con varios amigos (amén de alguna nueva incorporación que no podemos dejar de celebrar). Entre ellos, Manuel Ortega, cuyas impresiones escritas tengo el gusto de presentar a continuación (aunque creo que, por suerte o por desgracia, algunos de los mejores momentos que compartimos el primer fin de semana en el paraíso canario quedarán fuera de nuestras crónicas). La lástima fue no poder coincidir con Beatriz Martínez, la otra querida compañera que aporta su firma a esta segunda y definitiva tanda de reseñas de lo visto en Las Palmas.
Este año la impresión teórica que pude construirme fue la de un certamen en incansable búsqueda del equilibrio que garantice su supervivencia (lo cual me consta que no es nada fácil en la incierta coyuntura socioeconómica del presente) y que consiga asimismo dar cuenta de un cierto estado de las cosas, aprovechando además cada resquicio de la programación para insertar propuestas artísticas de lo más sugerente. Volver a Asturias sabiendo que el Festival continúa sin uno ha vuelto a ser duro. Y hace mella la melancolía, que es como un virus suave (contagioso, debilitador, pero en cierto modo también placentero). Espero, como la primera vez, poder volver a esta acogedora isla para zambullirme en su festival de cine, pero esta vez si cabe con más urgencia, pues en estos días extraños anhelamos cada vez más dosis de vivencias luminosas que aparten nuestra mirada de los abismos que vienen (o hacia los que vamos: ojalá me equivoque).
Alejandro Díaz
Irene, de Alain Cavalier (Francia, 2009). Sección Oficial
Entre la obsesión y la narración normalmente está el cine. Entre la poesía y la épica, la literatura. Entre el sentimiento encontrado y el desencuentro vital está la autobiografía, la desesperación y la génesis de la muerte o el cambio. Alain Cavalier lleva haciendo la misma película desde hace ya mucho tiempo, pero su obra bascula sobre esa premisa y con eso nos vale. Porque no se muere y porque no cambia (que viene a ser lo mismo). Porque vuelve a plantear las mismas dudas que todos tendríamos ante la desaparición de lo que más querido o lo más odiado. El fallecimiento de su esposa traspasa el tiempo de los 30 años físicos que pasan desde que ocurriera. Y lo traspasa porque Cavalier sabe transformar los diarios que escribió en aquella época en una película que hoy en día puede llegar a emocionar y hacernos sentirnos partícipes de aquellos extraños días de 1970. La palabra escrita es la imagen sentida, el dibujo fugaz se transmuta en juego de palabra (exacto, caprichoso, inmisericorde), la recreación de la belleza es sustituida por la verdad anciana y espantosa del vídeo doméstico de un poeta que casi ha olvidado su nombre pero no el de su obra. Irene funciona mejor en los límites de la obsesión que en lo del razonamiento y el recuerdo. Como la memoria. Como los buenos poemas.
Ne Change Rien, de Pedro Costa (Portugal, Francia, 2009). S.O.
Pedro Costa es el director de moda que más está en la onda últimamente (quizá cuando se publique esto ya no le mole a nadie pero). Eso hace que un crítico del montón, fan de Carpenter, Kiko Veneno y los Detroit Pistons, como yo sienta un poco de vértigo a la hora de enfrentarse con la escritura sobre su cine. Tomo un trago de agua, pongo en Spotify a Jeanne Balibar y me enciendo un purito. Reflexiono, echo humo y muevo la cabeza al ritmo de Pas dupe. Escribo. Ne change rein es una experiencia, ni religiosa ni sexual, pero subyugante a ratos, hipnótica por momentos, atractiva siempre. Es un documental libre que se esconde en las notas que Balibar proyecta a veces con indudable certeza y otras veces con inciertas dudas. Es un intento de captar en imágenes el sonido, de atrapar con la luz, y la ausencia de la misma, los quiebros y quebrantos de la musicalidad plena del sentimiento y la razón. Es dejarse llevar y dejarse traer, soslayar el instante, sublimar las mezclas y la pureza, desentrañar el misterio que se esconde tras la clarividencia del talento propio y el trabajo en equipo. Pedro Costa pone el silencio y la oscuridad de una imagen que extrañamente resuena en nuestras retinas como la melancólica melodía que nos acompaña en la soledad. Se me acaba el purito. Partidazo anoche entre Duke y Butler.
Castro, de Alejo Moguillansky (Argentina, 2009). Sección Informativa
La comedia tiene que tener algo más que la intención de serla. No basta con ser certero en el homenaje, ni hábil con la mimesis de factores clásicos como el slapstick o la screwball comedy. La comedia no es sólo actitud si no que es génesis, motor, ideología y subversión. La comedia no es sólo aptitud si no que también es destreza, sonoridad, ritmo y ADN. Por eso, el segundo film de ficción de Moguillansky tiene el regusto de lo que se ha precocinado demasiado, tiene el déjà vu pelín obsoleto de lo que se barrunta mucho y se prepara poco. Lo que viene siendo un teórico en prácticas. Por eso, aunque Castro a veces divierta por sí mismo no deja de padecer de hipertrofia en sus intenciones. Su surrealismo vital, sus carreras sin fin, el protagonismo de un personaje sin ganas de serlo, el absurdo mayúsculo de su trama principal, sus sentidos homenajes a Godard, Jarmusch y Keaton o su gusto por el detalle y la planificación (enorme la escena del desayuno gratis en el café) quedan en agua de borrajas por su autoconsciencia y sus modismos demodés. Como un despeinado perfecto o un desarrapado con iphone, Moguillansky sucumbe ante su planteamiento. Afortunadamente los diez minutos finales, enormes, valientes y, por fin, verdaderos, redimen el conjunto y auspician el futuro. Sólo basta con tomar conciencia de que una película sobre la deriva existencial funciona mejor sin tanta brújula.
A cara que mereces, Miguel Gomes (Portugal, 2004). Retro. CCP
O como decía La Habitación Roja: «Aunque pasemos de los 30 y las derrotas sean eternas». Miguel Gomes está a punto de convertirse en mi referencia vital en los cineastas jóvenes (o ya de mi edad). Igual que hay que aprender a tener a un crítico de cabecera o un dentista de confianza, Miguel Gomes representa a ese director que hace el cine que yo quiero ver y que yo haría si supiera y quisiera, pero que no voy a realizar porque no todos los críticos queremos dirigir y somos frustrados y esas cosas que vienen en las instrucciones del lugar común. Por eso, descubrir su ópera prima es como sentir una primera idea por primera vez. Es sentirse en casa en un lugar para nada común, visitar las estancias donde todos son personajes de nuestra propia imaginación. Esta fábula surrealista y mordaz se divide en dos partes tan diferenciadas que parece ceñirse más a la falta de presupuesto que a otra motivo. La primera un musical donde un cowboy pega a niños pequeños, engaña a su novia, estrella coches, arrastra cocodrilos y cumple 30 años mientras sus excusas se agotan con su juventud. La segunda un cuento extraño e insólito que vagabundea por el imaginario de unos señores mayores que interpretan a menores que no quieren llegar a viejos. Desigual y poco amiga de lo explicativo, finalmente se convierte en un reflejo oscuro (y en negativo positivo) de lo que sucede dentro de la pantalla y enfrente en la butaca. Ir al cine sigue siendo, para muchos, para mí, cómo parar el tiempo inexorable y cabronazo.
Los desesperados, de Miklos Jancsó (Hungría, 1965). Retro. Dèja Vu
Jancsó es un autor tremendo, profundo, extremo, personal y desconocido, o ignorado, por las nuevas generaciones cinéfilas. Por eso, ver solo en la sala Los desesperados (Szegénylegények) como mi primera película del festival tiene algo de comunión, bautismo y confirmación. Comunión con su visión panorámica de todas las problemáticas, sus encuadres dentro de otros encuadres, su puertas cerradas sobre el campo abierto, la escenografía errática y distante de la injusticia y la muerte. Bautismo en la historia del imperio austrohúngaro (yo, fan acérrimo de Berlanga), en el mundo de la parábola que es paradoja (o al revés) a la hora de representar lo que el comunismo húngaro quería ver en lo que no quería ver, en conocer la figura mítica de Lajos Kossuth (que ni sale en el filme) y sus seguidores. Confirmación del talento de un director aventajado, sublime y atrevido, resistente y contestatario que supo diluir las fronteras entre el fondo y la forma, entre la ideología y su representación visual, entre la actitud personal y la dirección de actores, entre lo que está delante de nuestros ojos y lo que se pierde en nuestra espalda. Todo eso y más está en Los desesperados y en el resto de obras que he ido recuperando estos días ya en casa. Espero que alguna edición en DVD haga justicia a la historia.
Sobre Jan Svankmajer
Y si Jancsó era el autor a reivindicar, Svankmajer era el cineasta a redescubrir. Lo de no poder cubrir un festival en su integridad te permite poder picotear en retrospectivas tan atractivas como ésta y este año lo hemos aprovechado al máximo. Vistas Alice (Neco z Alensky, 1987), Faust (Lekce Faust, 1994) y Conspirators of pleasure (Spiklenci slasti, 1996) uno se queda con la sensación de que querer completar todos los apuntes de un cineasta que adapta las enseñanzas de sus mayores (imprescindibles como Jiri Trnka, Karel Zeman o Brestislav Pojar) a un enfermizo y radical (de raíz, de barro y arcilla, de la serpiente y la manzana) mundo propio. Su manera de representar la cotidianidad y el infierno que habita dentro de ella es uno de las representaciones más activistas de utilizar el cine como arma política arrojadiza que recuerdo. Su brillantez a la hora de transformar las mutaciones del cuerpo y el alma en paraíso inhabitable (Alice), infierno laberíntico (Faust) o placentero purgatorio de viernes por la tarde (Conspirators of pleasure) no tiene parangón ni discípulos reconocibles. Su artesanía de autor rasca dentro de lo establecido y lo maduro. Luce en lo coherente. Deslumbra con su cegadora contundencia.
Muy recomendable también el libro publicado por el festival, Jan Svankmajer. La magia de la subversión, que ha sido coordinado por Gregorio Martín Gutiérrez y en el que se agradece, ya de entrada, no encontrarnos con los nombres de siempre. Flaco favor a la subversión y a la magia de Svankmajer se le haría si su libro fuera escrito por funcionarios de la palabra. Ya volveremos sobre él con más tiempo y como merece.
Manuel Ortega
La donation, de Bernard Émond (Canadá 2009). S.O.
Ganadora de varios premios en el Festival de Locarno y de Toronto, La donación parece retrotraernos a la evocación de otro tiempo, de otros espacios, de otra manera de percibir la vida y las relaciones con aquellos que nos rodean. Un médico rural de una pequeña población perdida en los bosques canadienses que pretende retirarse, encuentra en una curtida doctora de urgencias hospitalarias de la capital a la persona indicada para su relevo. Ella escapa de su pasado y encuentra refugio en una comunidad casi en los límites de la extinción. Tendrá que acomodarse a una serie de rutinas, a la cercanía con sus pacientes, al trato cercano, a implicarse en sus casos, a la calma. Película pequeña y humana, sensitiva y evocadora que supone una interesante, aunque algo anticuada, muestra de cine francófono canadiense.
Lola, de Brillante Mendoza (Filipinas, 2009). S.O.
También de naturaleza nostálgica podríamos considerar la última película del filipino Brillante Mendoza, un homenaje a toda una generación de mujeres que, aunque ya ancianas, siguen constituyendo el núcleo más activo e implicado de la población, las que tiran de sus familias y son capaces de luchar por el bienestar de cada uno de sus miembros. Tras Kinatay, Mendoza parece empeñado en seguir escarbando en la podredumbre moral y las miserias humanas que genera su sociedad, así como en las injusticias políticas e institucionales que la sustentan. Lola demuestra la capacidad inquisitiva de Mendoza a la hora de utilizar la cámara en el seno de un escenario tan vivo y desconcertante como las calles de Manila, pero también evidencia las carencias de su propio estilo, más cercano al cine de raigambre social que practican directores como Ken Loach, por su excesivo apego a la hora de recrearse en las miserias de su país, que a la rigurosidad de un discurso crítico algo menos exhibicionista. A Lola le falta la concreción formal de Kintay, a la vez que se echa en falta el sentido del humor que latía en Serbis, pero sin duda constituye una muestra del talento de Mendoza a la hora de elaborar una planificación secuencial milimétrica dentro del caótico polvorín que supone rodar dentro de un paisaje urbano tan asfixiante como agónico.
Saturn Returns, de Lior Shamriz (Alemania, Israel, 2009). S.O.
Hace unos meses el programa de televisión Callejeros, seguía por las calles de Berlín a los integrantes del grupo musical Glamour to Kill. Saturn Returns podría ser perfectamente la ampliación ideal de ese reportaje, es decir, una apología del petardeo a través de la cultura urbana del nuevo milenio en el enclave cultural más abierto y metamórfico de toda Europa. Dos amigos que queman la noche, consumen drogas, visten ropa extravagante y tienen una actitud frente a la vida que es de un total nihilismo y frivolidad, entran en contacto con una enigmática joven procedente de Israel que ejercerá sobre ellos un proceso de vampirización. El director Lior Shamriz, de origen israelí, realiza un experimento al límite de sí mismo, un juego caleidoscópico de intercambio de roles que termina cayendo en un discurso ideológico vacío, rupestre y simplificador.
Beatriz Martínez