Alicia en el país de las maravillas

Tim Burton en el país de Alicia. Clase turista

En principio podría pensarse que Tim Burton estaba destinado a adaptar algún día Alicia en el país de las maravillas. La predilección del director americano por los personajes que viven en mundos creados por ellos mismos y gobernados por una muy particular lógica parecería abonar esa predicción. Sin embargo, Burton ha confesado que no le gustó la novela de Lewis Carroll, debido al carácter episódico de la novela. Esta objeción es reveladora: es precisamente esta naturaleza episódica un rasgo narrativo absolutamente congruente con un relato regido por sus propias leyes, que convierte a su tenue ilación en el mejor correlato de un mundo inaprensible al completo, que hace de la fascinación puramente sensitiva su principal razón de ser; con un relato que no va a ningún lado porque, al contrario que el conejo blanco, sabe que no hay realmente ningún lugar a donde ir. Y es reveladora porque Burton ha transformado la singular poesía del relato original en prosa de lo más anodina, y en este sentido el gesto de convertir el celebérrimo poema Jabberwocky en el monstruo con que ha de luchar Alicia al final de la película, no se sabe si entenderlo como un gesto de resignada ironía o en la orgullosa autoafirmación de la apuesta creativa del director en esta película.

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La Alicia de Burton es diez años mayor que la de Carroll. Sus aventuras, pues, constituyen una repetición del viaje por la infratierra que hizo en su infancia, pero del que no guarda memoria. Una nueva inmersión en sus sueños de infancia, por tanto. El filme es, como consecuencia, tanto una vindicación de la infancia como de la capacidad de soñar, temas, es bien sabido, muy queridos por Burton. Sin embargo, las aventuras de la Alicia de Burton acaban adquiriendo los perfiles de un tópico proceso de aprendizaje acerca de la necesidad de creer en lo imposible, de huir de los rancios formalismos, de evadir una ramplona visión de la vida, aspectos subrayados molestamente por Burton. Lo que en algunas de sus mejores películas era una visión sincera y, como consecuencia conmovedora, de la vida, aquí se ha convertido en tedioso y convencional discurso. Desgraciadamente, parece que Tim Burton se ha quedado atrapado, estéril y definitivamente, en su propia hora del té.

El problema, pues, es que Tim Burton se siente en el país de las maravillas, más que como en casa, como en la casa de la imagen más estereotipada de sí mismo, y pareciera que el director americano lo único que ha hecho es decorar esta casa, que pareciera diseñada por un irreflexivo fan —valga el pleonasmo—, con el deseo, simplemente, de confirmar esa imagen, en vez de adentrarse en sus laberínticas estancias dispuesto a perderse por ellas, a realizar algún inesperado descubrimiento. Si de algo carece esta adaptación de la obra de Carroll es del sentimiento de fascinación ante lo extraño, ante lo maravilloso que se desprende de su lectura y que también encontramos en el mejor cine de Burton, y son suficientes las últimas escenas de la película, de una trivialidad indignas tanto de la obra original como de los principales hitos de la carrera de Burton, para confirmarlo.

Nota bene: Alicia en el país de las maravillas se puede ver en tres dimensiones, aunque yo sólo he encontrado una.