Deja Vu

Pasado, futuro

Cuando Orwell escribió que quien controla el pasado controla el futuro, estaba enunciando el argumento de Déjà Vu (íd. Tony Scott, 2006), fantasía compensatoria de gran estudio que responde a sucesos tan insólitos y traumáticos acontecidos en suelo estadounidense como los atentados de Oklahoma (19 de abril de 1995) y el World Trade Center (26 de febrero de 1993, 11 de septiembre de 2001) o los estropicios del huracán Katrina en Nueva Orleans (29 de agosto de 2005).

Siendo Déjà Vu una realización de Tony Scott —sexta de sus colaboraciones con el productor Jerry Bruckheimer y tercera con el actor Denzel Washington—, sería ilógico abordar críticamente el argumento apuntado como si se dedujese de un discurso consciente. Como ha sido habitual en la filmografía de Scott, la que puede considerarse una de sus mejores películas fió todo su impacto a la elección de una historia (o simple amago de ella, no le hace falta más, cortesía en esta ocasión de los guionistas Terry Rossio y Bill Marsilii) que permitiese dar alas a la mirada atomizada y ecléctica del director británico.

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En Déjà Vu, así como en El Fuego de la Venganza (Man on fire. 2004) y Domino (íd. 2005), esa mirada adquirió una contundente madurez expresiva a la que puede no ser ajena la experimentación que caracteriza Beat the Devil (The Hire: Beat the Devil. 2002) y Agent Orange (2004), cortometrajes publicitarios filmados por Scott justo antes de los tres largometrajes citados, en una época que ya puede interpretarse como de transición; Agent Orange, concretamente, desplegaba un metraje de quince minutos sin diálogos, anticipatorio de los nueve asimismo silentes que abren Déjà Vu y que ponen sobre la mesa todas las piezas del puzzle temporal que constituye la película para quien quiera (o pueda) montarlas.

Scott demuestra con semejante tour de force poseer la capacidad narrativa que continúa negándosele. Aunque sus modos no sean, no puedan ser dedicándose al cine en el siglo XXI, claros ni armoniosos. No sería descabellado dedicarle las palabras que Patricia Tubella ha escrito a propósito del maestro del collage pop Richard Hamilton: «su trabajo se interroga constantemente sobre las representaciones de la realidad que nos rodea, y las reinventa combinando modos, géneros y formatos, desde la pintura hasta la tipografía, el diseño industrial o las herramientas tecnológicas. Escruta los acontecimientos e incluso los anticipa […] el cine, la televisión, las revistas, los diarios, procuran al artista un paisaje total».

Palabras que resuenan en cada momento de Déjà Vu, cuya verosimilitud a la hora de plasmar la odisea de Doug Carlin (Washington), un agente de la ley que viaja al pasado para prevenir el brutal atentado contra un ferry, no debe tanto a la coherencia literaria del relato como a la dialéctica multidisciplinar que establece formalmente Scott entre las (tres, una de ellas en off) líneas temporales que componen la intriga.

Se generan así escenas como la de la persecución en dos tiempos diferentes, y la de la materialización del ayer en una estancia de control policial similar a una editing room o una sala de realización televisiva —en la que se llevan al extremo conceptos ya esbozados en Enemigo Público (Enemy of the State. Tony Scott, 1998)—, que sintetizan la idea de un presente incapaz de encajar su fragilidad («no importa lo fuerte que te agarres a algo, lo perderás de todas maneras», reflexiona Doug) y la fuga subsiguiente a un pasado reconstruido a modo de performance audiovisual que nos proyecte satisfactoriamente al futuro sin pasar por el ahora.

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Por supuesto, el precio de ese salto mortal sin red es el de pasar a un estado de alienación desesperada e irremediablemente romántica, que Déjà Vu ejemplifica en la obsesión de Doug por Claire (Paula Patton), una joven utilizada para sus macabros objetivos por el terrorista que encarna Jim Caviezel. Hacer derivar la carrera contra reloj por salvar las vidas de quinientas personas en una historia de amor, es un acto de irresponsabilidad política que en la década pasada también concretó Monstruoso (Cloverfield. Matt Reeves, 2008). Pero haríamos mal en diagnosticarla como cualidad específica de tiempos recientes: Títulos como Doce Monos (Twelve Monkeys. Terry Gilliam, 1995), La Jetée (Chris Marker, 1962), Vértigo (Vertigo. Alfred Hitchcock, 1958), Jennie (Portrait of Jennie. William Dieterle, 1948) o Laura (íd. Otto Preminger, 1944) nos han dejado claro a lo largo de la historia del cine que si hay una manera de sublimar el presente y habitar el pasado o el futuro, es a través de la experiencia amorosa.