Fantástico Sr. Fox

La infancia como forma

Wes Anderson reúne las características apropiadas para, como sucede con Fellini, Argento, Lynch o Cronenberg, instalar su categoría estética particular: lo andersoniano. En apariencia, no debería ser un problema —será por realizadores a los que cada vez con más frecuencia atribuimos una impronta especial más allá del estilo personal— si no fuese porque es la antesala ideal para calificar como manierista una moda pasajera. A menudo la búsqueda de un consenso crítico representa una voluntad de control, de contentarse con los restos de un contenido demasiado complejo y denso como para desglosarlo en apenas unas líneas. Un contenido aplastado entre quienes lo sistematizan como una categoría y quienes lo describen como un conglomerado finito de elementos. Cualquiera de los dos casos conduce a su agotamiento. Basta comprobarlo en el último tercio de la obra de Tim Burton.

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En otros tiempos el Burton explorador radical de los sentimientos habría sido el cineasta perfecto para adaptar a Dahl. Sin embargo, es Anderson, huérfano de Henry Selick, quien transcribe el universo del escritor británico. Para entender ese cambio de espíritu podríamos polemizar sobre la progresiva deriva digital del primero y el refinamiento técnico —ni demodé ni avanzado; actual— del segundo; de cómo los paisajes generados por ordenador embalsaman la fantasía en el imaginario burtoniano; o de cómo, entre Starewicz y Peter Lord, Anderson explora las posibilidades expresivas de un mundo hecho de piezas y escalas, en el que nuestra imaginación se siente como Gulliver. Todo un inmenso decorado de miniaturas en el que el espectador revive una infancia materializada, precisamente, como una experiencia intelectual abierta: podemos jugar con ella, modularla y reconstruirla.

¿Un filme animado?

 

Escribo estas líneas después de revisar Mind Game (2004), el desbordante anime realizado por Masaaki Yuasa. Allí la combinación de acabados, texturas y técnicas empleadas le confiere al filme un aire de investigación sobre todo lo que puede dar de sí la animación como medio audiovisual. El dibujo grotesco, nervioso, exagerado o detallista acaba erigido en búsqueda incesante de una nueva forma de replantear el relato o su visualización y, al mismo tiempo, en corolario de su conclusión: la animación, como la mente, es una historia que nunca acaba. Para Ari Folman, por ejemplo, la animación es un mero instrumento para sortear el laberinto de la memoria cuando ésta se halla colapsada por un pasado no reconciliado. La experimentación termina en el momento en que su director razona consigo mismo cerrando las heridas que de otra manera permanecerían abiertas. No es el caso de Fantástico Sr. Fox.

Como en Donde viven los monstruos (Where the Wild Things are, Spike Jonze, 2009), el filme de Anderson conecta nuestra naturaleza con sus posibilidades animadas. Allí el bosque se transformaba —con las emociones propias de un niño— en patio de recreo, santuario hecho con los sueños más salvajes. Aquí el entorno campestre, árboles, madrigueras y demás peculiaridades sintetizan no sólo el reflejo de nuestra imaginación, sino también el documento transparente de nuestra infancia. Ese mundo no está ahí para embargarnos con la incómoda sensación de que el pasado vegeta en nuestro interior y ya no nos excita con la misma intensidad. En todo caso, para sugerir que empobrecemos, fijamos y cerramos nuestra vida en torno a representaciones impotentes que apenas rozan nuestra imaginación. Filmes donde lo salvaje, lo radical no está ni en el trazo ni en el espíritu ni, en fin, en nosotros mismos.

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Lo salvaje y lo singular

 

Como le sucedía al Coyote, la frustración —de ser pobre, vivir en una madriguera o perpetuarse en el robo a los tres granjeros— nutre el ingenio del Sr. Fox, porque cada fracaso aumenta el esfuerzo por alcanzar un objetivo. Para Steve Zissou (Bill Murray) la venganza era el aliciente para capturar y matar al tiburón jaguar. Y, sin embargo, una vez lo tenía delante era incapaz de acabar con la vida de algo tan majestuoso y, sobre todo, singular. Tal vez porque la misma existencia de Zissou era un hermoso elogio de la singularidad. Como el tigre o el fondo marino animados de tal forma que no podríamos encontrar su correspondencia completa en la realidad. Es lo interesante del cine realizado por Wes Anderson, en el que sus personajes son tan decididamente únicos que conectar con sus inquietudes supone, en la mayoría de los casos, recuperar una educación sentimental explicada, tal vez, con titubeos, medias sonrisas y esa delicadeza tan característica de las emociones frágiles. Pero una educación que, con o sin fragilidad, nunca reniega de la naturaleza salvaje de sus protagonistas.

En un mundo colonizado por un gusto uniforme, lo salvaje puede abarcar desde lo temido hasta lo ridiculizado; así el tigre versión muppet que descansa en la selva de Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007). Para los humanos grotescos dibujados en Fantástico Sr. Fox los animales del reino que habita bajo sus pies apenas son criaturas diminutas en el corazón de urbes grises y anónimas. Y, a pesar de todo, el desorden que provoca su comportamiento animal precipita que planeen su eliminación.  Son diferentes, supongo. Es lo que les hace destacar por encima de una alternativa mediocre. Es lo que hace que el zorro protagonista aparezca inicialmente en la colina soñando otro día (gracias, Gorillaz) y acabe bailando sobre la tumba de aquellos que nunca comprenderán su razón de ser: el supermercado, con su comida artificial hecha a base de sucedáneos.

La educación sentimental recuperada

 

Cualquiera podría decir que los filmes de Anderson son sinceros alegatos contra la normalidad. O petulantes manifestaciones de un ego desorbitado que necesita colmar su ansia abarcando cuantos más ámbitos artísticos mejor. No lo tengo demasiado claro, en particular, porque cada vez prefiero perderme en las películas irregulares y accidentadas que se parecen más al reflejo de mi propia vida —y, en fin, de la de cualquiera— y no al documento sancionado y promulgado que, tarde o temprano, olvidaremos como exotismo de temporada. Lo bonito de la infancia, como de la educación sentimental y su tardía recuperación, radica en glosar todas las cosas que pudimos ser, todas las vidas que especulamos con tener y todas las palabras importantes que tienen tantos sentidos antes de ser pronunciadas. En ese aspecto, es un émulo emocional del vasto abanico de formas que permite la animación. En sus dominios, puede suceder aquello que imaginemos.

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Tras su contacto con la mofeta Pepè le Pew en otra de las grandes obras de Chuck Jones, Louvre come back to me! (1962), la Mona Lisa tuerce el gesto y termina afirmando: «No siempre es fácil mantener la sonrisa». La manifestación podría extenderse a cualquier ámbito, pero me interesa dirigirla hacia un punto: no siempre es fácil mantener vivo el recuerdo de aquello que ha construido lo que somos en este preciso instante. Por eso me gusta la animación, porque es, en su inabarcable catálogo de formas, la herramienta más adecuada para modular, recuperar y coagular todo ese magma de identidades imprecisas, deseos frustrados y realidades colmadas. Por eso me gusta Fantástico Sr. Fox. Su recuerdo no se agota.