Furia de Titanes

Perseo Begins

La adaptación del cine de aventuras a nuestro presente ha sintetizado el aspecto viril, el esfuerzo de los héroes por sobrevivir a empresas imposibles, dentro de un rico y variado mosaico de representaciones visuales proporcionadas por la potente industria digital. Los músculos en tensión ya no son el signo de poder de la masculinidad ni indican el rol desempeñado por los personajes en el seno de la ficción. La simulación de esa fuerza a partir de efectos generados por ordenador transmuta al héroe actual en una figura más preocupada por discutir la realidad de sus percepciones antes que la importancia de sus actos. El carácter serializado de la gran mayoría de narraciones busca constantemente un nuevo mcguffin que actualice o refine a su precedente. Así, la aventura siempre intenta —tecnológica, estética y cognitivamente— superarse a sí misma en cada nueva incursión.

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En Furia de titanes, Perseo es el héroe que expresa la difícil convivencia de un mundo regido por dioses y hombres. Donde unos comienzan a organizarse en comunidades fuertemente jerarquizadas, los otros sienten la desdicha de estar viviendo en un claroscuro; el lugar apropiado para que, como dijera Gramsci, surjan los monstruos. La violencia es el elemento cohesionador de ese espacio. La brutalidad de las bestias enviadas por Hades, que aniquilan con facilidad a las huestes de Cefeo; la agresividad del propio rey y su esposa, Casiopea, que buscan igualarse a aquellos dioses a los que veneran; y la fuerza espartana de los soldados que, lejos del rito y la norma, se asemejan a unos amorales forajidos. Todo en el filme de Louis Leterrier remite a una realidad mediocre y decadente de la que nazca, como una revolución, la figura heroica que, en su equilibrio, nivele las desigualdades entre ambos mundos mientras alumbra el sendero hacia un nuevo universo.

La guerra es el espacio natural del hombre. Y el valor, el éxito o el coraje los atributos de un héroe para el que la paz es sólo un nombre. Tal vez por eso, un filme como Furia de titanes debería haberlo dirigido John Millius o Franklyn J. Schaffner. O ese Paul Verhoeven al que retrotrae el ataque de los escorpiones gigantes. ¿Por qué? Porque apelarían al estómago, a la carne, la sangre y el dolor. A la violencia que afirma que el precio para conseguir las mejores cosas de la vida es «el sufrimiento y el sudor y la dedicación…, y el precio de lo más precioso de la vida es la vida misma…, el coste definitivo de un valor perfecto» (Heinlein, Robert, «Tropas del espacio», 1959). En definitiva, analizarían los entresijos de una cultura de la vergüenza más acostumbrada al ejercicio de poder y dominio antes que a los efectos de la piedad y lo que debería ser la virtud o la justicia.

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Por sus características, Perseo podría ser cualquier héroe contemporáneo en proceso de consolidación. Sin embargo, a Leterrier le interesa explotar ese viaje iniciático hacia el olimpo como una experiencia lúdica en la que el valor de la épica se intercambia con la diversión del consumo, del placer visual al que remiten las criaturas extraordinarias que se acumulan durante el metraje. Los monstruos, como el inmenso Kraken, cuyas desmedidas dimensiones eclipsan su significado y les acaban relegando a un papel secundario dentro de la glosa de las virtudes del nuevo superhéroe. Y es una lástima, porque desde ese momento, las criaturas, sean medusas, escorpiones u otras entidades abyectas, acaban domesticadas por un discurso interesado en construir a través de la imaginería digital —y no en la reflexión de toda esa destrucción, brutalidad y violencia tan propia de una cultura de la fuerza y el éxito militar— el sentido interno del héroe; un héroe cuyo valor no termina de saber cómo explotar.

Furia de titanes, como la mayoría de reboots gestados en los últimos años en la industria estadounidense, ha sido pensada como una forma de aprovechar un original para crear un hábito de lectura en el espectador. En su inicio, conocemos al personaje y lo vemos transformarse en héroe de contornos míticos. Y, tal vez, en un siguiente capítulo, lo veamos enfrentado a una empresa peligrosa. Pero la cuestión es que las bases de esa educación cinematográfica radican en el placer visual —poco refinado y de baja estofa— de una obra que juega con demasiados referentes hasta desaprovecharlos en su férrea estructura de evasión. El sufrimiento, el dolor, la violencia acaban filtrados como recursos atractivos, mecanismos de enganche emocional con el público a través de grandes criaturas mortíferas y destructivas. Pero el valor de todo aquello se evapora en el corazón de un héroe, Perseo, que preferiría no serlo. En el fondo, nunca será el héroe que debería ser. Su naturaleza no se lo permitirá.


En este sentido, basta comparar la escena de la Medusa de Furia de titanes (Clash of the Titans, Desmond Davis, 1981) con su réplica digital que planifica el ataque de manera similar y, en cambio, se muestra incapaz, a pesar de los movimientos fluidos y letales de la bestia, de evocar con idéntica precisión la fisicidad del filme original.