Sherezade en Buenos Aires
La primera constatación que se impone ante la visión de Historias extraordinarias: en su origen está el milenario placer de la narración, de la fabulación, de contar y escuchar historias. Tres son en principio las historias de la película de Llinás, tres historias que se bifurcan, se multiplican especularmente, se reflejan sutilmente, que albergan en su interior, como en las célebres muñecas rusas, otras historias en miniatura. Todo ello conducido por una voz en off —por varias voces, en realidad— omnipresente y omnisciente.
En la película, además, son convocadas múltiples referencias literarias: las novelas decimonónicas de aventuras, las novelas de Mark Twain, de Robert Louis Stevenson, de Jules Verne o de Joseph Conrad, pero también los relatos angustiosos de Kafka, las historias obsesivas y misteriosas de Bioy Casares o Ernesto Sabato, la predilección por los laberintos narrativos de Borges[1] —incluso por los tigres, que aquí es un león—, ese placer irrefrenable por contar historias que también transmite, por ejemplo y como pocas novelas, Cien años de soledad (1967); en suma, la mirada mágica sobre la realidad que popularizó cierta literatura hispanoamericana del siglo pasado, y que es también rastreable en el largometraje de Llinás. En la misma dirección va la división de la película en capítulos o la naturaleza literaria —y de extraordinaria altura literaria, hay que añadir— de la voz en off. Pocas películas, en definitiva, en que el diálogo entre cine y literatura sea tan fructífero.
Ante las narraciones precarias, ante el cine esencialmente contemplativo, de algunas de las muestras más celebradas del nuevo cine argentino, Historias extraordinarias aparecería así como un acto de resistencia, como la apuesta por volver a la supremacía de lo narrativo. Pero no habría que llevarse a engaño: nada más lejos de Historias extraordinarias que la vindicación de una supuesta inocencia reencontrada, del redescubrimiento de una narración ingenua, casi infantil. En realidad, los propósitos de un filme como éste y los de las películas de, por ejemplo, Lisandro Alonso —por nombrar otro de los integrantes del más inquieto cine argentino actual—, no están tan alejados. Ambos llegan a un similar cuestionamiento de la narración tradicional —llamémosla así—, a la construcción de un tipo de relatos diferente, pero por caminos opuestos. A lo que en Alonso se llega por radical depuración, por un minimalismo que roza el vacío narrativo, pero bajo el que late pertinaz una historia, en el filme de Llinás se llega por la vía del exceso, por una monstruosa acumulación que acaba arribando a que detrás de tantas historias en realidad no haya ninguna: a Llinás le interesan menos las historias que el hecho de narrarlas, las narraciones que su enunciación, menos el contar historias que el jugar con ellas, o «con los fantasmas de la ficción», en palabras del propio Llinás.
El director argentino ha hablado también de las historias como de meras excusas para acercarse en realidad a otras cosas, de que en su película «la voz en off libera a la imagen de su obligación de narrar». Es en este sentido que el diálogo entre narración y contemplación es uno de los más fructíferos de la película. Un diálogo que se sustancia ante todo en el papel fundamental que el Narrador juega en el relato. Un Narrador que a veces adelanta sucesos de la trama, que demuestra conocer mucho mejor que los personajes los sucesos de la misma —y que se permite, por ejemplo, narrar la historia de Lola Gallo, aun conociendo que nada tiene que ver con el drama de X, el protagonista de la primera historia, en lo que constituye una referencia literaria más, en esta ocasión a las historias intercaladas del Quijote, como ejemplo más ilustre pero que es un recurso narrativo también presente en otras novelas de la época—, que exhibe una desusada capacidad de introspección, hasta el punto de acceder a los sentimientos de los personajes a que ni ellos mismos tienen acceso.
Tanto los personajes como el Narrador, no obstante, están hermanados en un rasgo esencial: unos y otros lo único que hacen es procurar leer la realidad que tienen delante, interpretar sus confusos signos. La película en numerosas ocasiones parece ser el resultado de la narración hecha por alguien que hubiera encontrado las imágenes de la película y se hubiera dedicado a narrarlas, pero que a su vez gozara de la posibilidad de organizarlas; como un antiguo benshi[2] que tuviera la capacidad de ir elaborando el montaje de la película simultáneamente a su narración. Y tanto los personajes como el Narrador leen los datos que tienen delante, a la postre, de forma igualmente frustrada: las aventuras de los primeros concluirán en todos los casos ante un conocimiento parcial, ante un desvelamiento insuficiente del misterio que los movilizó en un primer momento, como precaria es también la narración de una voz en off que admite dejar zonas en sombra en su relato de los hechos. Pero antes de ello, el misterio y la necesidad de desvelarlo impregnan toda la película, desde las propias historias a su sabia articulación narrativa —dejándolas Llinás siempre en suspenso, en una estrategia no muy diferente a la que utilizó Paul Thomas Anderson en la absorbente Magnolia (1999)—, posible secreto de que casi desde su estreno la película se haya convertido ya en un clásico moderno, casi en un objeto de culto. La fascinación, en suma, como raíz de todo, de las aventuras de los personajes, del relato del Narrador y —como evidente propósito del director argentino— de la experiencia del espectador de la película, fascinado por la palabra y por los relatos que ésta tiene la virtud de generar, por la secular narración oral, por los mundos que ésta es capaz de crear de la nada[3]; en fin, detrás de Historias extraordinarias hay un fascinante ejercicio de ilusionismo casi wellesiano[4].
X, H y Z son los protagonistas de las tres historias, interpretados por no actores, incluido el propio realizador. Instancias vacías, hueras de psicología, meras excusas para poner en marcha la ficción, las ficciones, pero que no tienen siquiera voz —literalmente: nunca se les oye— en el/los relato/s. Con ellos se inicia un viaje que es el suyo y el de la propia película, un viaje en que la narración es vista como el inicio de una búsqueda —el motor de dos de las historias es una búsqueda; curiosamente, de la tercera lo contrario, aquí el origen está en la necesidad de ocultarse por parte de alguien que teme ser encontrado, lo que, todo junto, parecería un malicioso comentario al cine de nuestra época, un cine en permanente búsqueda pero también que se da de bruces ante un sentido que se muestra tenazmente refractario a ser encontrado, como confirmará esta propia película—.
En la abigarrada textura de Historias extraordinarias cabe casi todo. Pocas películas transmiten como ésta ese sentimiento lúdico, esas enormes ambiciones que sólo son posibles ante la mayor de las humildades –económica, por ejemplo- y ante una necesidad benditamente enfermiza de libertad. A pesar de su reconocimiento casi inmediato, tal vez pasen años hasta vislumbrar la importancia de una película como ésta.
[1] El mismo año de Historias extraordinarias, Mariano Llinás produjo Borges/Santiago: variaciones sobre un guión (2008), un documental de Alejo Mogillansky, el montador de Historias extraordinarias, sobre la película Invasión (Hugo Santiago. 1969), un clásico del cine argentino, escrito por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, además de por su director.
[2] El encargado de narrar las películas en los cines japoneses durante la etapa muda, prescindiéndose así de los intertítulos.
[3] Llinás escribió un guión bastante férreo antes del rodaje. Sin embargo, la redacción final de la narración de la voz en off la realizó después de aquél. Acaso se deba a este doble proceso de escritura que la película alterne entre la sensación de unas imágenes que nacen de un relato oral y la de unas imágenes que generan un relato oral.
[4] Resulta aquí oportuno recordar que Welles es un director que inicia su carrera a partir del poder fundacional, casi mágico, del misterio que encierra una palabra, a partir de la capacidad casi demiúrgica que tiene una sola y enigmática palabra para engendrar la historia, para constituirse en el abracadabra de las ficciones —recordemos también el punto de partida de Una historia inmortal (Une Histoire Inmortelle/The Inmortal Story. 1968)—; sin olvidar que el primer proyecto que acarició Welles, nunca llevado a término, fue una adaptación de El corazón de las tinieblas (1899), de Joseph Conrad, una novela muy presente en el filme de Llinás, en la segunda y tercera historias.
Excelente comentario. Otro elemento sobresaliente es la articulación de la narración de aliento aventurero con la geografía que recorren los personajes. El interior de la provincia de Buenos Aires, tan diametralmente opuesta en sus ritmos, sonidos y personajes a la Capital Federal. Un teeritorio vasto y tan extenso y enigmático que no es preciso trasladarse a las selvas congoleñas para tener la sensación de que allí puede suceder lo menos espeardo.