A Paul Naschy le gustaba afirmar que las películas que se editan en formato digital se convierten en eternas. Guardaba en su desordenado despacho cualquier edición en DVD/Blu-ray que se hubiera editado en el mercado internacional de sus trabajos, que solía mostrar entusiasmado a las visitas. Tripictures ya editó hace años en España un pack de diez títulos notablemente representativos de su etapa como actor, la mayoría pertenecientes a su paso por la productora Profilmes. Pero Naschy luchó hasta el final por conseguir los derechos de los títulos relativos a su filmografía como director, a la que pertenecen las películas de las que siempre estuvo más orgulloso. Afortunadamente, la remesa de DVD publicada por Vellavision y Resen Research Entertainment nos permite disfrutar por primera vez en formato digital de algunas de estas producciones, que hasta la fecha sólo circulaban entre aficionados en copias de ínfima calidad. Es el caso de Inquisición, El caminante y La bestia y la espada mágica.
En estos ocho nuevos títulos, más pensados para fans del fantaterror español que para los no iniciados en el género, se incluyen las dos películas que Naschy rodó a las órdenes de Aured que faltaban por editarse en DVD, La venganza de la momia y la notable El retorno de Walpurgis. El pack de Vellavision-Resen rescata de paso una de las mayores rarezas de su filmografía, El último kamikaze, y recupera su primera incursión como licántropo, La marca del hombre-lobo, película que dio carta de naturaleza al fantaterror español de los años 70. Entre los extras de los DVDs, además de las biofilmografías de rigor, se incluye una entrevista de más de una hora de duración con Naschy en los que se extiende sobre las anécdotas y circunstancias de cada rodaje. Un documento emotivo no sólo por el contenido, sino porque se trata de unas las últimas entrevistas que dio en vídeo el cineasta antes de su fallecimiento.
La marca del hombre lobo, de Enrique Eguiluz (España / Alemanina, 1968)
La primera película de Naschy como protagonista es también la presentación en sociedad de uno de sus personajes más afamados y queridos, Waldemar Daninsky, y, a la vez, la que originó, a causa de las exigencias de la distrubución internacional, su nombre artístico, el cual es su firma desde entonces en su labor de intérprete y con el que es, será recordado. Y si Naschy es un pseudónimo creado por obligación, el famoso nombre del licántropo tuvo que modificarse, en este caso debido a la censura que no daba validez a que el monstruo fuera español (estaba basado, en el libreto original, del caso del asesino asturiano Romasanta). Continuando por este camino, las declaraciones del propio Naschy respecto al hecho de encargarse de la interpreación principal (querían contar con un actor legendario caso de Lon Chaney, por entonces moribundo), el mito Naschy-Daninsky nació de una suerte de casualidades y coincidencias, tan lógicas como habituales en una producción de este jaez, cuyas condiciones y recursos son limitados.
Y el mito está a salvo por mucho tiempo con puestas de largo tan elegantes como La marca del hombre lobo, que conjuga con notable habilidad diferentes mitos, referentes y formas, para escenificar una experiencia muy sugerente que en verdad podría llevar a sorprender en un sentido positivo a los espectadores menos receptivos o poco aficionados al fantaterror: las estupendas escenas donde aparece el conde von Alen en las cuales la atmósfera de ultratumba, el montaje elíptico y la caracterización de José Nieto en la piel del vampiro son muestras espídicas de buen cine, de ese que te deja colmado aunque sea solamente por un instante.
El retorno de Walpurgis, de Carlos Aured (España, 1973)
Pese a lo engañoso de su título, no estamos ante una secuela de La noche de Walpurgis (León Klimovsky, 1970). En realidad, los responsables de esta coproducción hispano-mexicana aprovecharon su tirón en taquilla para garantizar su amortización en mercados internacionales. Si la película de Klimovsky popularizó el nombre de Waldemar Daninsky en la taquilla internacional, El retorno de Walpurgis sienta las bases que regirán el universo de nuestro licántropo en años posteriores. Daninsky se convierte aquí en un personaje mucho más sombrío y ambiguo, al tiempo que su peludo alter-ego se animaliza y erotiza. De paso, El retorno de Walpurgis certifica que el licántropo se ha convertido en un personaje inmortal, capaz de viajar en el tiempo y el espacio en búsqueda de una cura que ponga fin a la maldición de siglos de la que nunca podrá liberarse.
Aured se inició en el cine como ayudante de dirección de Klimovsky, pero aquí prescinde de los planos ralentizados del argentino para volcarse a fondo en una fotografía lúgubre y un preciosismo estético que la recuperación del título en DVD nos permite disfrutar por fin en condiciones. Pese a que se trata de una obra que le debe más a la impronta de Naschy que a la realización del cineasta murciano, Aured nos deja algunas secuencias que debemos situar entre lo mejor de la saga Daninsky. Pienso en ese el plano en picado del licántropo correteando por las almenas de un castillo o su ataque a una muchacha ciega, rodada con pulso y convicción. El retorno de Walpurgis es una de las películas de Naschy más apreciadas y conocidas fuera de nuestras fronteras, hasta el punto de que casi cuarenta años después de su estreno, el nuevo hombre-lobo de Benicio del Toro calca sin reparos la secuencia que ilustra la muerte/redención del licántropo por amor. Desde mi punto de vista, se trata de la película perfecta para iniciarse en el universo Daninsky.
La vengaza de la momia, de Carlos Aured (España / México, 1973)
De la colaboración Carlos Aured – Paul Naschy en los primeros años 70, esta recuperación de otro clásico del género seguramente no sea de las más logradas (por ejemplo el mismo año hicieron juntos la muy revindicable Los ojos azules de la muñeca rubia, un explotation sin complejos), si bien es un divertimento disfrutable. Quizá el problema principal de La venganza de la momia es que funciona mejor como aventura detectivesca, bien soportada por Jack Taylor interpretando al profesor Stern, que como revisitación del mito faraónico-mómico (aun con ese prólogo sin concesiones en el que se presenta al tirano Amenhotep y su posterior asesinato y el de su amante).
Ni Aured en la composición, ni Naschy en su triple labor como guionista e intérprete en los papeles de Amenhotep y su descendiente Assad Bey, consiguen proporcionar durante todo el metraje el necesario brío y misterio a lugares, cosas y personajes. Así la atención se concentra en el mentado porfesor Stern y su mujer (María Silva), en su investigación sobre Assad Bey, que luce demasiado extraño incluso a los ojos de un arquéologo. Y la pobre imaginería visual que hay alrededor de casi todas las apariciones de la momia, nos deja solamente contados instantes para recordar (caso de la muerte de Sir Douglas Carter: Eduardo Calvo) y desvía la atención a las figuras femeninas, cuyos inocentes destapes y transparencias nos dejan también con la miel en los labios.
Inquisición, de Jacinto Molina (España, 1976)
Inquisición supone el debut oficial de Paul Naschy (que firmará sus obras con su nombre real, Jacinto Molina) en la dirección, aunque el cineasta ya había rodado algunas secuencias de Todos los gritos del silencio (Ramón Barcé, 1975). La decisión de ponerse detrás de las cámaras fue en parte circunstancial, motivada por la decisión de Profilmes de abandonar el género fantaterrorífico que cultivó con ahínco durante un lustro (1972-1976), pero también personal. Naschy sentía que sus guiones, en manos ajenas, no acaban de lucir como debieran en su paso a la gran pantalla.
Inquisición es una obra de transición entre su última etapa en Profilmes y su posterior carrera como director. Aquí repite la jugada de El mariscal del infierno (León Klimovsky, 1975) y se vale de la existencia de un personaje real, el inquisidor francés del siglo XVI Bernard de Fossey, para malear los hechos históricos en beneficio de la trama e introducir elementos de fantástico, como ese alucinado aquelarre satánico que supone uno de sus grandes momentos como director. De la película de Klimovsky también recupera sus crueles secuencias de tortura, aunque ahora se supere en sadismo al mostrar en primer plano como laceran los pezones de una supuesta bruja a golpe de hierro candente.
Pero en su ópera prima también late el deseo de escapar a las restricciones presupuestarias de años anteriores. En Inquisición ambientación y vestuarios resultan plenamente convincentes, y aún le sobró dinero para levantar un sinfín de decorados construidos expresamente para la película. Todo ello obedece a un fin y no a un capricho de principiante: estamos ante una obra eminentemente estética, en cuya fotografía comienzan a aparecer trazos de pintores de la España negra como Gutiérrez Solana. Son unas referencias que desarrollará más a fondo en El caminante y El huerto del francés, que conforman con Inquisición un tríptico vital para entender tanto su filmografía como su ideario, netamente pesimista.
El caminante, de Jacinto Molina (España, 1979)
Para el cineasta madrileño El caminante es su película más personal aunque no se trate de la más conseguida. Escrita inicialmente a mediados de los setenta como respuesta emocional a un momento de su vida de decepciones con gente muy cercana que Nascy consideraba sus amigos, fue después de varias películas y tras el estreno de Madrid al desnudo (1978), adaptación del libro homónimo de Eduarda Targioni, que pudo embarcarse en el proyecto gracias a la implicación de la propia escritoria que aparece acreditada en el guión definitivo. Además repitieron del anterior trabajo el director de producción, Enrique Jiménez, y el fotógrafo, Alejandro Ulloa.
El caminante es un film curioso e irregular. Naschy no tiene reparo alguno en mostrar todo su rencor hacia aquellos que creen le traicionaron y para ello inventa un alegoría entorno al hombre, con la figura de un caminante de nombre Leonardo en verdad el mismísimo diablo, obviamente incorporado por el propio director, en cuyo deambular por la España de finales del XV pone en entredicho allí donde va la moral de las gentes y lugares. Un planteamiento, ambicioso más que pretencioso, alejado del fantaterror incluso en los referentes de los que parte (resuena tanto por tema como por tono la obra maestra de Luis Buñuel, La vía láctea / La voie lactée, 1969) y decidido a abrazar una extraña mixtura en la que tienen cabida la picaresca, el costrumbrismo, bajo el manto de lo que bien podría ser una comedia con reflujos fantásticos.
Quizá el mayor acierto de una propuesta como El caminante es su falta de compasión por cualquiera de los personajes, mejores o peores, que tienen la mala suerte de cruzarse con Leonardo, y la manera en que se resuelven muchos de estos conflictos: de la crueldad que determina el suicidio de la madre que tiene a su hija enferma y es engañada vilmente por el demonio, a la ruín venta que este hace, con ayuda de la madame del lúpanar donde moran, del culo (literalmente hablando) de su sirviente para regocijo de un señor que suspira por el joven y ofrece el dinero suficiente. Pero si estos y otros momentos (como el desenlace que cierra circularmente la historia) hablan bastante bien de la escritura de Naschy, otros desvelan a las claras las limitaciones de su cine y de su discurso: la irritante secuencia del asalto a un aristócrata ávido de riquezas, amanerado y naturalmente con gota, o las obvias visiones de la barbaridad del hombre que el diablo induce en los sueños de su sirviente…
La bestia y la espada mágica, de Jacinto Molina (1983)
La amistad que Paul Naschy trabó con el japonés Masurao Takeda a principios de los años 80 le sirvió para, junto a la actriz Julia Saly, poner en marcha una productora que operaba con dinero nipón, para que la que rodó por encargo una serie de documentales sobre el patrimonio artístico español. El éxito de los títulos en el País del Sol Naciente le abrió las puertas para encarar su proyecto más ambicioso: una nueva aventura de Waldemar Daninsky ambientada en el Japón del XVI, en pleno shogunato.
En La bestia y la espada mágica Waldemar Daninsky no ha dejado de ser el atormentado antihéroe obsesionado por encontrar una cura a su enfermedad, pero por primera vez ya no es el protagonista exclusivo de la trama. En su periplo por Japón el licántropo se convierte en un elemento más de las sangrientas batallas entre clanes rivales de la época. Naschy, que se empapó a fondo de historia y cultura japonesa para el rodaje, atemperó el ritmo narrativo, rebajó la crudeza de las imágenes y amplió el metraje, consiguiendo su obra más lírica y atmosférica hasta la fecha. La bestia y la espada mágica también es su película más preciosista. Nunca una película de Waldemar Daninsky contó con el exquisito trabajo de fotografía e iluminación que exhibe el título, que además incluye flash-backs en el Medievo centroeuropeo y el Toledo renacentista, todos ellos tratados con diferentes texturas. Naschy tuvo el privilegio de rodar en los impresionantes parajes naturales de los estudios de Toshiro Mifune, en los que además se levantaron expresamente edificaciones que reconstruyen el Japón del siglo XVI. Hasta el maquillaje de licántropo, más cercano a la tradición del okami que al hombre-lobo occidental, es respetuoso con la época histórica.
En La bestia y la espada mágica consigue la definitiva película de espada y brujería que siempre persiguió. Los ya tradicionales arranques de furia homicida de Daninsky, ambientados esta vez en bosques brumosos, están aderezados por apariciones de brujas milenarias, espectrales batallas con fantasmas que custodian la catana mágica que le concederá la paz eterna y peleas entre samuráis en la más pura tradición del chambara. Sin lugar a dudas, se trata de la joya de la colección.
Latidos de pánico, de Jacinto Molina (1983)
Esta producción siguió, por un lado, a su ciclo de películas, series y documentales que realizara en tierras japonesas; por otro a su sorprendente participación en la comedia La batalla del porro (1982) dirigida por Joan Minguell, escrita por Francesc Bellmunt y coprotagonizda por Victoria Abril. Latidos de pánico retoma al personaje Alaric de Marnac, un trasunto del psicópata mariscal francés Gilles de Rais, que se diera a conocer en El espanto surge de la tumba (Carlos Aured, 1973) y fuera recuperado con otro nombre (Gilles de Lancré) en El mariscal del infierno (León Klimovsky, 1974).
Con una estructura demasiado familiar, no falta el prólogo que muestra a Marnac haciendo de las suyas, más tosca de lo habitual en el dibujo de personajes, poco inspirada en la construcción visual y muy mal interpretada, especialmente por un Naschy cuyo doblaje, en esta ocasión, resulta contraproducente, Latidos de pánico es una película mediocre que lamentablemente no consigue hacer valer algunos destellos de ingenio: la voluntad por salirse de norma forzando el punto de vista y la noción sobre lo que se está viendo (el espectador apenas duda de la realidad que se esconde tras los fenómenos que se suceden), las inofensivas pero agradecidas dosis gore, la definición de la co-protagonista como una mujer fatal implacable… Lo más preocupante de esta cinta, en cualquier caso, es cómo se filtra de una manera tan grosera el pensamiento más conservador, machista y ególatra de su autor.
El último kamikaze, de Jacinto Molina (1984)
La bestia y la espada mágica proporcionó a Naschy uno de sus momentos más dulces a nivel personal y artístico. Sin embargo, la coyuntura cinematográfica a principios de los 80 había dejado de ser favorable para el cine de terror. Las consecuencias de la Ley Miró, que entre cosas beneficiaba el cine de autor arrinconando el de género, le llevaron a probar suerte en otros campos con desiguales resultados. Tras foguearse en el clásico-melodrama-con-niño (Mi amigo el vagabundo, 1984), se embarcó en la que probablemente sea una de las mayores rarezas de su filmografía como director, El último kamikaze, que narra el enfrentamiento a cara de perro entre dos asesinos de organizaciones criminales enfrentadas: Christian Parker (Manuel Tejada) y El último kamikaze (el propio Naschy), cuyos métodos son tan opuestos como sus personalidades.
En El último kamikaze tienen cabida todos los elementos crematísticos que uno asocia al cine de acción de la época: persecuciones en coche, explosiones al ralentí y despliegue de ingeniosos gadgets que beben de la imaginería de la saga Bond. También unas localizaciones, como mandan los cánones, en lugares tan dispares como Nueva York y Egipto, que no siempre lucen como debieran. Naschy sale airoso del envite, aunque por momentos se abandone en exceso al tópico y la naturaleza de la cinta le impida la excelencia estética de las primeras obras de su filmografía. Lo mejor está en el segundo tramo de la producción, de tono marcadamente crepuscular, en el que saca a la luz los demonios personales y las debilidades de ambos asesinos, lo que de paso le sirve para refrescar algunas de sus obsesiones: la atracción/repulsión por la estética nazi, la naturaleza innoble de la condición humana o las corruptelas de las altas esferas de poder. Aunque no sea una de sus mejores obras, merece la pena.
Si la bestia y la espada magica es la joya de esta coleccion, no quiero ni imaginarme como serán sus otras peliculas. Ugh