Inland Empire

El Imperio de Lynch

Desde hace muchos años, David Lynch solo hace cine para quienes sentimos una admiración desmesurada hacia su estilo. El resto de espectadores parece que no le importan exceso. A todos ellos les regaló hace más de diez años su última película convencional (atención a la cursiva), Una historia verdadera (The Straight Story, 1999), por regla general, la película preferida de quienes no sienten especial apego a las maneras del cineasta estadounidense. A partir de ahí, su cosmos se ha ido cerrando cada vez más hasta alcanzar las cotas exhibidas en Inland Empire.

¿Qué es esta película?. ¿Qué cuenta exactamente?. ¿Qué nos intenta decir Lynch a lo largo de tres horas de metraje?. La respuesta a todo ello, y a pesar de que muchos intenten quebrarse la cabeza buscando mensajes subliminales o recovecos ocultos, es, simple y llanamente, nada. Y esto, que quede claro, no se dice como algo peyorativo. Ni muchísimo menos. David Lynch no es un narrador. No hace un tipo de cine pegado a los convencionalismos argumentales. No le interesa contar historias, en definitiva. Lo que sustenta todo su cine es la capacidad de provocar sensaciones muy concretas en el espectador. Y es eso, y no otra cosa, lo que el cineasta pretende con cada pieza audiovisual que lleva a cabo. Si existe un amago de construcción narrativa, ésta acaba más pronto que tarde subordinada al poder de las imágenes y al particular sentido del ritmo con que los films avanzan. Por regla general (e Inland Empire no es una excepción a este respecto), las películas de Lynch dan comienzo planteando las infraestructuras oníricas en un conjunto de breves secuencias que sirven para adentrar al espectador en las singularidades de la propuesta (célebre, a este respecto, es la secuencia inicial de Terciopelo azul Blue Velvet, 1986). A continuación, discurren los bloques argumentales, la construcción de una historia que tiene su lógica interna fusionada con la construcción de su puesta en escena. Sin embargo, el universo formal acaba poseyendo hasta los últimos intersticios del film desembocando en unos bloques finales, donde la lógica narrativa ha desaparecido por completo, poseída por unas imágenes aparentemente inconexas, pero de una fuerza asolutamente hipnótica (el último tercio de Mulholland Drive —2001— sería el ejemplo perfecto de ello).

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Inland Empire, por consiguiente, responde a esta especie de estructura interna donde cualquier resquicio racional queda desplazado a un segundo término a partir del momento en que la historia contada deviene un simple y mero pegote. Porque éste film (y, en general, toda la obra de Lynch) es la escenificación de una pesadilla. Y en una pesadilla los aspectos lógicos se funden y confunden con los irracionales, ralentizando o acelerando el tempo, escenificando el caos interno del individuo en un cosmos tan íntimo (las proyecciones de sus deseos y frustraciones) que acaba por convertirse en algo molesto y ajeno. David Lynch ha construído su cine con la evidente intención de materializar todo ello, yendo un paso más allá con las maneras exhibidas en Inland Empire.

En efecto, ésta película aparece como la más lógica continuación de Mulholland Drive, ya que ambas se centran en el mundo del cine y, amén de ello, la reflexión sobre la realidad y la ficción se convierte en uno de los temas principales en la columna que vertebra el film. Empero, hay un aspecto iniciático en las formas mostradas por el cineasta en ésta película que remiten directamente a Cabeza borradora (Eraserhead, 1976), su opera prima. La tendencia al surrealismo se encuentra tan presente en Inland Empire (los planos de la familia de conejos) como en su primera pieza (la cantante que vivía en el radiador), superando con creces los niveles planteados en el resto de su filmografía. Amén de ello, el protagonismo exclusivo del personaje de Laura Dern, sin que hayan escisiones o reversos de personalidad (existentes en la mencionada Mulholland Drive, así como en Carretera perdida Lost Highway, 1997) o protagonismo compartido con más personajes (en Corazón salvaje Wild at Heart, 1990— o Terciopelo azul) hace pensar directamente en el Henry Spencer (incorporado por Jack Nance) de Cabeza borradora, cuya perpétua expresión de incomprensión hacia todo cuanto le rodea, en muchos momentos, se asemeja a los gestos de Laura Dern.

Como si David Lynch, en el fondo, sintiera la imperiosa necesidad de rebuscar en las bases seminales de su estilo para que éste adquiera nuevas expresiones y una nueva razón de ser. Porque esto es también Inland Empire: la exposición de la duda de un artista ante los derroteros que ha tomado su forma de concebir la disciplina artística a la que se dedica. Probablemente, dichas dudas solo queden manifestadas, pero no resueltas. Sin embargo, la capacidad de plasmar éste tormento y conducirlo por senderos mesméricos adquiere las brutales dimensiones de la obra maestra absoluta.