Proyecciones infinitas de nuestras pesadillas (o cómo encontrar una historia entre fantasmas)
Hay dos escenas complementarias en el noveno largometraje de David Lynch que muestran uno de los contornos del relato a la vez que revelan la relevancia de un elemento afín a determinado cine fantástico (y de terror): el ilusión o posibilidad de ser otra persona, en otro lugar, en otro contexto, con otra idiosincrasía. En la actualidad digital-remota-conectada esta visión está convirtiéndose en algo cada vez más habitual, quizá en ocasiones en esquema y a la larga en tópico. Sin embargo en Lynch siempre ha estado presente de una manera u otra, situándose en un terreno entre la paranoia y la obsesión, se diría que persecutoria antes que compulsiva. Le ocurre a Diane que imagina, sueña, fantasea con ser (como) Rita hasta el punto de inventarse un mundo en el que ambas, ella como Betty, conviven y llegan a amarse. Y las escenas referidas son sus respectivas presentaciones en un mundo que no parece ser el suyo, en realidad porque ellas no son sino que están en la neblina de las proyecciones infinitas de los deseos más íntimos de la audiencia, en sentido individual y colectivo. Esta explicación no es más confusa que el hecho de que Betty, una bella rubia aspirante a actriz que busca triunfar en la meca del cine, llega al apartamento de su tía iluminada, figurada y literalmente; mientras Rita, una voluptuosa morena que ha perdido la memoria, se introduce en el mismo lugar entre la oscuridad de su identidad y de las formas de un Hollywood que nunca escapará del blanco y el negro como únicas variantes vitales y cromáticas.