Perdidos. Otra parte de nosotros

El sentido de la aventura

Siempre he sentido especial debilidad por los personajes que cuestionan su naturaleza mientras caminan hacia su objetivo, normalmente entendido como destino. Aunque presagian que su itinerario no podrá bifurcarse, dudan y perciben el dolor de la empresa que llevan a cabo hasta culminar, con la aceptación, todo el laborioso proceso que los conduce de un punto a otro; de lo real a lo autorevelado. Perdidos (2004-10) es, en muchos aspectos, un viaje en busca de sentido. ¿De qué sentido? De la aventura.

En las primeras imágenes de Je t’aime, Je t’aime (Alain Resnais, 1968), Claude Ridder, un individuo que ha intentado quitarse la vida, pasea por el jardín del hospital en el que se recupera del accidente mientras, en paralelo, la propia película urde los mecanismos que le permitirán recuperar el tiempo perdido. En el cine de Resnais el tiempo es una entidad material, que moldeamos caprichosamente a partir de nuestras emociones. Y Claude, que buscaba suicidarse porque no podía evitar pensar en la desaparición de su amada, describe ese tiempo material como una sucesión quebrada y repetitiva de instantes en los que, una y otra vez, reconstruye como un arqueólogo las ruinas de su memoria.

Los minutos finales de The End (Jack Bender, 2010) se desarrollan entre la capilla en la que Jack iba a celebrar el funeral de su padre, Christian, y los últimos momentos de los supervivientes en la isla. Jack accede a la iglesia por la puerta trasera y, en la intimidad del despacho, contempla el féretro perdido de su padre. El contacto de su mano desencadena un cúmulo de imágenes-síntesis de lo que ha sido la aventura de Jack desde que su avión en dirección a LAX se estrelló en mitad del océano pacífico. Desde el mismo inicio de la sexta temporada, Jack ha sentido su particular dejà vú en los entrecruzamientos fortuitos con quienes fueron en algún momento compañeros de aventura. Por eso, cuando por fin está solo, gracias a la intimidad que le proporciona su voluntario aislamiento/resistencia a recordar, el contacto de su mano despierta una parte dormida de sí mismo que, como le revelará su padre, pertenece a la etapa más importante de su vida.

Un relato de aventuras está compuesto de dos intenciones: fundar el mito y exaltar la leyenda. El cine, en su capacidad de amplificar ambos objetivos, añade un tercero: crear un hábito de lectura. Perdidos ha sido nuestra lectura durante los últimos seis años. En sus imágenes late la construcción de un mundo que, una vez clausurada la ficción, permanecerá a la espera de regresar a su interior. Cuando uno lee El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1954) siente, como decía un profesor mío, que se pasa el tiempo. Al margen de sus tramas y personajes, el tiempo es como un corazón que bombea sangre ininterrumpidamente y mantiene con vida una idea bastante precisa: hasta qué punto puede uno persistir en el deseo imposible de recordar con sus detalles una vida que está pasando. Para decirlo con más claridad, cuántas veces fantaseamos con lo que ocurriría si, en efecto, la historia no acabase en ese punto exacto y estirase su narración unas páginas, unos días, unos años más allá. En este sentido, la isla vive como un todo bien definido en nuestro interior porque, eventualmente, tendremos la capacidad de sustituir las herramientas externas que nos han proporcionado —el cine, los guionistas— por unas propias que adquiriremos mediante la experiencia. En la lectura o el visionado de una obra existe un paso en el que el mundo artificial se rellena de rasgos comunes que, en consecuencia, producen que forme parte de nosotros mismos. Así nuestro deseo de ser supervivientes del vuelo Oceanic 815 o los protagonistas de una historia de aventuras.

Cuando Jack interroga a su padre sobre su condición, aquel le responde que todo ese espacio que se había movido alternativamente a la realidad de la isla es un lugar para recordar y reunirse. Por muy autorrevelador que se intuya, ¿qué otro camino existe en el campo no sólo de la ficción sino de la misma vida? Nacemos, vivimos y dejamos de existir pasando a un estado del que nuestro lenguaje sólo puede dar cuenta en términos sobrenaturales. Existe creencia, sí, que para algunos funciona como la herramienta apropiada para iluminar un abismo de conocimiento como el que se oculta más allá de nuestra percepción. Pero, en líneas generales, nuestro temor radica en olvidar y ser olvidados. ¿Dónde y cómo queda la memoria? Pensad de nuevo en Resnais como un reflejo de aquel ingeniero informático que se proponía almacenar y actualizar toda la información del mundo en un programa. ¿Cómo podría olvidar Claude a Catrine? Lo que nos lleva a ¿cómo olvidar la aventura de la isla?

En uno de los mejores episodios de Fringe. Al límite (Fringe, J.J. Abrams, Alex Kurtzman y Roberto Orci, 2008-?), el científico Walter Bishop discute con su colega Alistair Peck una serie de conceptos que, tarde o temprano, vuelcan en la conversación la necesidad de volver atrás en el tiempo y modificar lo que, de alguna manera, sabemos que ha sucedido. Muchas ficciones sobre saltos en el tiempo plantean la catástrofe, la ruptura como una deformación moral producida por el ansia del hombre de igualar a Dios en su poder de modificar la naturaleza. Sin embargo, en White Tulip (Tom Yatsko, 2010) el regreso en el tiempo reflexiona sobre su éxito, es decir, sobre cómo soslayar el recuerdo de que esa modificación —y aquí cobra especial relevancia la historia del propio Walter— no cubre ni oculta el suceso que, en algún momento de su vida, tuvo lugar. Durante la quinta temporada de Perdidos, los saltos temporales se suceden repetidamente llevando a los supervivientes de una década a otra. De forma inocente, podríamos pensar que cada interrupción les obliga a remodelar el espacio que han habitado durante un tiempo; les obliga a, ante el paso del tiempo —aunque sea retroactivamente—, crear un nuevo hábito de vida en las circunstancias que se les plantean. Sin embargo, la cuestión central es que el motivo por el que han llegado a ese lugar nunca desaparece.

El aterrizaje en el aeropuerto de Los Ángeles devuelve a sus protagonistas a un contexto que, tras la experiencia de la isla, se nos antoja imposible. ¿Cómo solapar unas vivencias tan potencialmente imborrables como aquellas? Sería como perder un pedacito de nosotros mismos mientras reconstruimos nuestra memoria de una forma más satisfactoria. Lo interesante es que, por mucho que la alternativa se nos antoje como una consecuencia más o menos lógica de lo que podría haber sucedido de no existir/recordar la isla, sus personajes concilian el pasado —de la isla— entre la mediocridad y la aceptación pasiva, como si, inmóviles, estuviesen privados de una libertad posible en el bosque. Paradójicamente, el trayecto a través de los misterios de Perdidos nos otorga la capacidad de sobreponernos a unos retos que, en un entorno cotidiano, no podemos resolver. De nuevo, el sentido de la aventura o la educación por etapas que nos enseña a adquirir patrones para desenvolvernos en un contexto de supervivencia. La aventura nos da sentido de una manera parecida a cómo el manantial que oculta el bosque de bambú funciona como las entrañas de la isla. La aventura es nuestro corazón y, fuera de ese espacio, no somos —y, al mismo tiempo, somos— nosotros mismos. Algo que, dicho con unas hermosas palabras de Foucault, constituiría una ontología histórica de nosotros mismos, es decir, el itinerario que hemos seguido durante años hasta colmar eso que hoy podemos llamar como nosotros mismos.

En los viejos seriales, así como en sus relecturas posmodernas, el héroe es la aventura, y ambos se confunden con el paisaje. Podemos observarlo en Jack Bauer, protagonista de 24 (Robert Cochran y Joel Surnow, 2001-10) quien, incondicionadamente, mantiene su estatus de héroe a pesar del paso del tiempo. También con un matiz extraordinario, la amnesia, en Hancock (Peter Berg, 2008), quien sólo rememorando el tiempo olvidado puede definirse como el superhombre determinado a ser. De este modo, no cabe duda que isla y supervivientes son un mismo cuerpo en Perdidos; un cuerpo que expresa su realidad a través de un ejercicio de memoria, de arqueología. Mediante el recuerdo, a la manera de un libro que leímos y volvemos abrir en una nueva ocasión, excitamos esa aventura que, en esencia, somos nosotros. Una vez la leyenda es otra forma de recuperar el tiempo sellado —porque la ficción concluye—, todo lo que venga a continuación es progreso; una actividad de la que, esta vez sí, somos responsables plenos como constructores de todo relato.

La bellísima coda final de Perdidos tiene, en un movimiento consciente, a Jack como protagonista. El avión de Ajira Airlines despega de la isla rumbo a la civilización que les esperaba. Jack, como Ben, Hugo, Desmond, Bernard y Rose, permanece en la isla. Pero, en otro momento, en otro instante, el vuelo, los supervivientes, los misterios, las muertes y las vidas se funden en un mismo cuerpo y materializan, en fin, el cierre de una ficción de las características de esta: Pase lo que pase, la creación de una parcela, un rincón en nuestra historia que reviva la experiencia de la isla será la prueba de que, confundidos o no en mitad de una realidad a menudo incomprensible, hemos sido capaces de rehabilitar las ruinas de nuestra memoria. La aventura, como explicaba Náufrago (Cast Away, Robert Zemeckis, 2000), pasa porque forma parte del tiempo. Y, sin embargo, nos marca como una huella indeleble de lo que alguna vez tuvo lugar. En definitiva, no es un recuerdo que alimente nuestra nostalgia con cierto carácter terapéutico; es un recuerdo que nos exhorta a mantener con vida lo que nos define y sin lo que dejaríamos de ser.

En Dans le noir du temps (2002), Jean-Luc Godard muestra un conglomerado de imágenes-momentos que, aglutinados, componen un fresco de lo que podemos definir con propiedad actualidad. Por cuestión de metraje, el corto culmina con un último momento que, sin embargo, pronostica que podría y habrá muchos más, al menos, hasta que la última llama de nuestra identidad se extinga en la oscuridad del tiempo. Y, sin embargo, podríamos pensar si aún así un nuevo momento no glosaría ese signo de identidad, de autenticidad, de pertenencia que nunca se borra, nunca desaparece. Los motivos que me han llevado a escribir este texto, además de expresar mi idea de que Perdidos es el relato de nuestra generación, son de carácter íntimo: cuál es el peso de nuestra memoria, cómo dejamos huella de nuestra existencia, hasta qué punto somos lo que vivimos y esas vivencias, condensadas en minutos y años, gestos y experiencias, nos definen como lo que creemos y sentimos que somos. Son preguntas que, de una u otra manera, he leído en Perdidos delicadamente contrapunteadas por una de nuestras experiencias favoritas: el amor. Una semana después de finalizar la serie, y con la suficiente perspectiva que me proporcionan los días transcurridos, aprecio en Perdidos un sentimiento de pertenencia que escapa a lo que habitualmente entendemos: el sentimiento de que, en algún punto, la aventura ficcionada acabo sustituyéndose por la aventura particular y, como si la pantalla proyectase nuestras emociones íntimas, también yo hubiese construido mi espacio para recordar; mi espacio de identidad y de arraigo en un terreno del que inicialmente no era partícipe. Supongo que la mejor forma de condensar ese sentimiento reside en que, aún hoy y durante unos días, seguiré especulando cómo prolongar la aventura en mi imaginación, cómo avivar ese lugar en el que no estoy solo, sino que se ha transformado en una experiencia vital para tantos que, como los náufragos de la novela de William Golding, han acabado interpretando los conflictos morales de los protagonistas a través de los suyos propios; han acabado viviendo la aventura. Ortega y Gasset lo expresa en otros términos: La reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre. Y nosotros, otorgando sentido a ese relato de aventuras que es Perdidos, hemos encontrado el lugar en el que poder asimilar una circunstancia que no es, ni más ni menos, que la vida. Algo que valoro como lo más importante en una reflexión cinematográfica, porque eventualmente deja de juzgar el cine como algo externo y sí, en cambio, lo entiende como otra parte de nosotros. Como la memoria que nunca se extingue como signo último de lo que somos.