Flashforward

Azar, predestinación, libre albedrío y sueños premonitorios

De qué manera puede condicionar saber nuestro futuro? Es indudable que llegar a conocer dónde estaremos, qué haremos y en qué condiciones viviremos dentro de unos años —por no hablar sobre el momento, el lugar y las circunstancias de nuestra propia muerte— nos puede hacer modificar nuestra conducta y mirar la vida de otra manera. ¿No es eso lo que le pasaba al protagonista de la que es —a mi juicio— una de las mejores películas de Tim Burton, Big Fish (Id., 2003)? Allí el personaje principal, al haber tenido acceso a una visión de su propia muerte —de una forma tan mágica y misteriosa como es verlo reflejado en el ojo de una bruja—, miraba la vida con un optimismo y una valentía que rallaban la temeridad, pues ¿qué le podía pasar si su momento estaba aún por llegar? Para todos nosotros vivir es una incógnita, pues nuestro trayecto se configura en el tránsito. Pero conocer el destino propio lo cambia todo, pues la existencia se transforma en un camino marcado, en una ruta predeterminada entre el punto A y el punto B: incluso cuando las cosas no concuerdan con aquello que sabemos prefigurado, hay una tendencia innata a forzar los acontecimientos para que el puzle se parezca lo más posible a la fotografía final.

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Cuando la premonición afecta a un solo hombre el efecto se vuelve anecdótico, pues las secuelas de su comportamiento pierden intensidad según se alejan de él, como las ondas en el agua que pierden fuerza según se distancian de la piedra que las causó. Pero, ¿qué pasaría si la humanidad a un mismo tiempo supiera lo que va a estar haciendo en un momento muy determinado de nuestro futuro? El argumento de Robert J. Sawyer en el que se basa la serie Flasforward —un libro traducido al castellano como Recuerdos del futuro— se enmarca dentro de la ciencia-ficción… aunque no deja de tener cierta base científica.

Desde la Universidad de Princeton, el doctor Roger D. Nelson se encarga del Proyecto Conciencia Global —PGC en sus siglas anglosajonas—, desde donde trata de demostrar su creencia en que todos y cada uno de los habitantes de este planeta estamos interconectados a nivel emocional. Sus resultados son sorprendentes: algunas horas antes de acontecimientos tan luctuosos como el ataque a las Torres Gemelas de 2001, los atentados de Madrid y Londres de 2004 y 2005 —respectivamente— o del tsunami que devastó el Sureste asiático en 2004, miles de personas avisaron de que algo terrible estaba a punto de suceder: parte de la raza humana se conmovió al unísono ante un hecho incierto, pero de extrema gravedad. ¿Habrá dentro de cada uno de nosotros un jedi agazapado al que no sabemos reconocer? Como Obi-wan ante la destrucción de Alderaan en Star wars: Episodio IV – Una nueva esperanza (Star Wars, George Lucas, 1977), hay veces que podemos sentir un estremecimiento en la Fuerza, pues la energía ni se crea ni se destruye, tan sólo se transforma, y el sufrimiento —el pasado, el presente y el venidero— es quizás una de las energías más potentes.

Pero, volviendo a la idea con la que comenzábamos en el primer párrafo, ¿cómo puede condicionarnos saber de antemano nuestro futuro? O, dicho de otra manera, si sabemos algo de nuestro destino, ¿hacemos algo para evitarlo —si es contrario a nuestra felicidad— o para propiciarlo —si tenemos la certeza de que nos va a beneficiar—? Es interesante —y desde luego nada gratuita— la convergencia de varios elementos —este hecho de la sincronicidad también sería digno de un estudio… para otra ocasión— en la aparición de una serie de TV que nos habla sobre la importancia de las decisiones y sus consecuencias: que un país como Estados Unidos haya apostado en iniciar una nueva era con la elección de Barack Obama como su presidente mientras sigue siendo uno de los mayores contaminantes del planeta, incumpliendo reiteradamente pactos mundiales como el Protocolo de Kioto que permitan un mínimo de esperanza para la supervivencia de la vida en la Tierra, ¿qué nos quiere decir?

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La especie humana es muy particular, pues somos unos seres que, a pesar de poder poner remedios a ciertos males, preferimos disfrutar de nuestra libertad, esa que en gran medida nos proporciona la felicidad —que, al fin y al cabo, es por lo que todos y cada uno de nosotros luchamos y, en la mayoría de los casos, padecemos, aunque esto parezca una contradicción—. Fumamos a pesar de saber las funestas consecuencias, conducimos rápido a pesar de las advertencias… mantenemos conductas de riesgo a pesar de que ese coqueteo con la osadía nos puede apartar de un futuro feliz. El riesgo es otro de los alicientes, claro. Pero, ¿y si sabemos a ciencia cierta que hay un destino? ¿Dónde quedaría entonces nuestra libertad, ese libre albedrío que nos capacita para dominar nuestras vidas?

Y, sin embargo, uno de los aspectos más importantes de una serie como Flashforward es, a mi entender, la capacidad didáctica con la que se han introducido ciertos elementos técnico-científicos en un argumento policial y sentimental —que ya de por sí justificaría la existencia de esta serie—: la relación entre el espacio-tiempo y la energía —en términos de mecánica cuántica, termodinámica, electromagnetismo, etc.— y cómo este vínculo impregna nuestras vidas a nivel cotidiano, pues de las interacciones humanas —de las decisiones que tomamos a cada momento— se derivan directamente las consecuencias que afectan a nuestro futuro como especie —a través de ese lazo común de la conciencia colectiva global—.

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A modo de siniestro sarcasmo, habría que anotar que lo dicho anteriormente ha impregnado a esta serie de una forma dramática, pues la decisión de comenzar su emisión al mismo tiempo que una serie como Perdidos (Lost, J.J. Abrams / Jeffrey Lieber / Damon Lindelof, 2004-2010), con la que comparte un sinfín de paralelismos —viajes espacio-temporales, sueños premonitorios, teorías electromagnéticas, relaciones interpersonales a varios niveles emocionales y sociales, etc.— y con la que además comparte el mismo canal de producción —ABC—, ha impedido su normal desarrollo, llegándose incluso a clausurar al finalizar su primera temporada —esperemos que sus derechos sean adquiridos por algún otro canal—. Al final, su gran hándicap se convirtió en su propia tumba, pues su singularidad y sus innovaciones argumentales habrían estropeado ese gran acontecimiento que suponía la resolución final de un enigma como nunca se había visto desde que todos nos hicimos la pregunta de quién mató a Laura Palmer: qué había dentro de esa isla que nos mantuvo hipnotizados durante seis años. Como los gregarios que en el ciclismo tienen que esperar al líder que se ha descolgado, Flashforward pagó su sacrificio y su esfuerzo: tres meses de parón —entre diciembre de 2009 y marzo de 2010— terminaron por condenar a muerte a un producto televisivo que cumplía a la perfección el primer axioma de la ciencia-ficción: transformar lo fantástico en alegoría de nuestro presente.