Las vidas posibles de Mr. Nobody

El placer  y el dolor de vivir

El último filme de Jaco Van Dormael confirma indubitadamente que la fascinación de la mirada constituye, para él, la esencia misma del cine; y que esa fascinación no es sino la herramienta básica para sostener el interés y la emoción del espectador, condición sine qua non para que podamos acceder al conocimiento (en la forma que sea) que encierran sus películas. Esa fascinación, para Van Dormael, descansa, entre otras cosas, en convertir lo cotidiano en extraordinario, o en rastrear los vericuetos extraordinarios de lo cotidiano; dicho de otra manera, en mezclar la materia real con la de nuestros sueños, o el cine con la vida.

Por todo ello, la ciencia-ficción debía llegar, en algún momento, a su filmografía. En Las vidas posibles de Mr. Nobody os cuenta la historia del último mortal, espectacularizada por los medios de comunicación; Nemo (o Nobody, como se hace llamar él) resulta ser una entidad inasible, conjunto de varias vidas a caballo entre la realidad y la ficción, entremezcladas en líneas temporales imposibles, convertidas en alternativas incompatibles pero al mismo tiempo vividas o imaginadas o soñadas o ficcionadas por él.

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El principal problema que tiene el filme, y que lo hiere con gravedad hacia su último tercio, es precisamente el abuso de esa estructura, que puede llegar a convertirse para el espectador en un laberinto letal. Y, de ese modo, Van Dormael contradice el núcleo de su poética, puesto que esa fascinación destinada a sumergir al espectador en el meollo de sus propuestas, puede acabar por transformarse en un mero juego visual y narrativo. La voz en off del Nemo niño parece querer ser una argamasa, pero en ocasiones logra justo lo contrario. No cabe duda de que la habilidad del director logra mantener siempre a flote una película arriesgadísima, porque al final lo importante no es el sustrato de relato que subyace, sino la poderosa superficie emocional, atada indisolublemente a algunas reflexiones de gran calado.

Una de las grandes virtudes del filme, de hecho, es que logra llevar algunas preguntas existenciales, sobre la vida y la muerte, sobre el tiempo y el espacio, al terreno tangible de lo prosaico: un grandísimo logro en el cine de hoy, que parece irrecuperablemente dividido entre la glorificación de lo banal y la banalización de lo poético. Por si fuera poco, y como demuestra el magnífico prólogo de esta película, Van Dormael aspira a que de su cine pueda extraerse alguna enseñanza, algún aprendizaje directo y pragmático.

Además de cuidar al máximo la textura de la imagen y del sonido (y su coherencia), el cineasta belga conoce perfectamente algunas reglas básicas de la fascinación cinematográfica: preparar un principio y un final de impacto, y buscar una escena vertebral que funcione de nudo gordiano emocional y conceptual. En este caso es aquella en que el Nemo niño debe elegir, en la misma estación de tren donde sus padres se despiden tras el divorcio, con quién de los dos se queda. Una escena primordial, en el sentido psicológico, para cualquier niño, y que aquí es además el único oasis seguro donde el espectador puede acudir en busca de brújula. Volviendo al principio y al final, sólo cabe decir que el primer plano del filme (el rostro del cadáver de Nemo adulto) y el último (Nemo en su infancia, pescando con su primera novia) dicen casi todo de las intenciones y el tono de Las vidas posibles de Mr. Nobody.

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Los procedimientos cinematográficos de los que se sirve Van Dormael para lograr esa fascinación a la que me refería líneas más arriba, y que es la base de todo lo demás, son muchos: la delicadeza y capacidad sorpresiva de la música (y una excelente selección de melodías); la individualización de los personajes y la singularización de los objetos; la riqueza visual, que deviene en una gran densidad conceptual y sensitiva; la complicadísima y eficaz fusión de sentido del humor, sentido del drama, sentido del espectáculo.

La suma de todas estas características, y muchas más, invita siempre a buscar una segunda oportunidad para las obras de Van Dormael. Y más en este caso, donde la suicida conformación del guión deja esta deslumbrante propuesta al borde mismo del precipicio. Pero ahí estamos nosotros, en ese borde, preguntándonos por lo humano y lo divino, y ofreciendo nuestra mano para que la lírica de Van Dormael pueda, otra vez, ser fuente de la satisfacción de ver cine. La satisfacción de ver cine de verdad, es decir, de mentira.