Fenómenos emergentes
Se estrena El retrato de Dorian Gray (Dorian Gray. Oliver Parker, 2009), y el grueso de la crítica lamenta que no haga justicia a los planteamientos de Oscar Wilde; aunque, si se trata de una película ínfima, hay que achacarlo precisamente a su dubitativa sumisión al relato de 1890, cuyo andamiaje alegórico y moral evidencia su decrepitud con cada aparición pavorosa en los medios de rostros idiosincrásicos de nuestra época como los de Belén Esteban y José Luis Rodríguez Zapatero.
Se estrena Entre nosotros (Alle Anderen. Maren Ade, 2009), y muchos le afean que las cuitas amorosas de la pareja protagonista carezcan de la gravedad que les habría otorgado un Ingmar Bergman; aunque la filmografía del sueco —y no digamos ya las cavilaciones existenciales que suscitó antaño— no provoquen entre los cinéfilos de 2010 sino episodios de narcolepsia, estrés postraumático o violencia doméstica.
Se estrena, en fin, La saga Crepúsculo: Eclipse (The Twilight Saga: Eclipse. David Slade, 2010), y se multiplican los exabruptos contra la sangre de horchata que riega sus fotogramas, en nombre de un fantástico revulsivo que ha devenido mera suma de convenciones al gusto de una parroquia muy determinada; nada más perturbador en la actualidad, nos descubren incómodamente Eclipse y sus predecesoras, más obligado a revestirse de atributos vampíricos y licantrópicos, que los hombres leales y respetuosos, los hombres que no calzan chanclas ni escupen compulsivamente ni sufren de impotencia debido al consumo inmoderado de petas, cañitas y series televisivas.
Casi todos los críticos hemos cometido en uno u otro momento el error de valorar los estrenos mirando por el espejo retrovisor: más atentos a las referencias que han conformado nuestro juicio, que lo acreditan y engalanan, que al ahora materializado en la película inédita que nos embiste de frente y contra la que nos estrellan nuestras maniobras analíticas heredadas. El desafío radica en explorar el presente a través de las imágenes que acaba de forjar, y en vislumbrar el futuro a través de las mismas; y no en tasarlas recurriendo a instrumentos calibrados con las que ayudaron a definir su propio tiempo, el pasado. De otro modo el crítico se convierte, en palabras de Ramón Gaya, «en una persona que entiende de una cosa que no comprende».
La última película de Vincenzo Natali, monster movie acerca de una pareja sentimental y profesional que crea saltándose todos los protocolos científicos a un ser antropomorfo cuyo control perderán, ha sido entendida en base a los nombres de Guillermo del Toro —uno de los ocho productores acreditados en Splice—, David Cronenberg —se han citado hasta la saciedad a propósito del film de Natali dos de su compatriota, La Mosca (The Fly. David Cronenberg, 1986) y Cromosoma 3 (The Brood. David Cronenberg, 1979)—, y hasta James Whale: La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein. 1935) acuñó cinematográficamente de cara al gran público los conceptos de autoconciencia y, por tanto, sentido trágico de la vida artificial; los protagonistas de Splice, Clive (Adrien Brody) y Elsa (Sarah Polley), se llaman como los actores que interpretaron respectivamente al Dr. Frankenstein y a la prometida del monstruo en la cinta de Whale, un claro homenaje.
Todas estas referencias son pertinentes, ayudan a establecer comparaciones de interés y a dar pistas al cinéfilo sobre el camino que ha desembocado en Splice. Pero no sirven para comprender su posible necesidad; lo que de inusitado, de nuestra estricta incumbencia, puede aportar al subgénero un guionista y realizador como Natali, cuya filmografía previa tiene la suficiente entidad como para obligarnos a rastrearlo. Procediendo por eliminación y ciñéndonos a los modelos apuntados, Splice está muy lejos del goticismo expresionista que animaba ética y estéticamente La novia de Frankenstein; muy lejos de los esfuerzos sentimentales de Guillermo del Toro por reubicar la imagen del monstruo clásico en el marco del cine comercial contemporáneo; y, desde luego, muy lejos de la sensibilidad torturada de precursor con la que Cronenberg dio voz durante los ochenta y los noventa a la creciente sensación, como dice Jesús Palacios (en La nueva carne, Valdemar, 2002. ISBN: 84-7702-407-3), de «dominio absoluto del impulso creador humano sobre los materiales que la Naturaleza ha puesto a su alcance, incluyendo la propia carne humana»
La cirugía estética, los tatuajes y los piercings, la plasticidad sexual, las prótesis, los robots y lo virtual, son aspectos de la realidad que a estas alturas han perdido cualquier halo de bizarre, cualquier zona de sombra en la que pudiese fructificar lo fantástico. En las noticias es habitual toparse con trasplantes de cara, implantes de todo tipo, clonaciones híbridas de humanos y otros mamíferos, secuenciaciones de ADN, cultivos artificiales de córneas, la creación de células sintéticas. No hay mayor misterio en lo que hace apenas unos años era ciencia-ficción y hoy es ficción en torno a la ciencia, que nuestra capacidad para asimilar lo que la biología ha llamado fenómenos emergentes, entes nuevos y de creciente complejidad cuyos comportamientos inesperados pondrán a prueba los frágiles consensos individuales y colectivos sobre lo establecido a fecha de hoy.
Películas anteriores de Natali como Cube (íd. 1997), Cypher (íd. 2002) y Nothing (2003) ya dieron cuenta, con tanta impasiblidad formal como escepticismo argumental, del fracaso del ser humano sin atributos propio de nuestros tiempos a la hora de estar a la altura de los retos en que se ve inmerso; y Splice lleva tales enunciados a sus últimas consecuencias. Las interpretaciones y los físicos, tan repelentes como siempre, de Brody y Polley sirven inmejorablemente al propósito de retratar a una pareja como tantas que conocemos a diario: sin atisbo de coherencia ni de compromiso en sus relaciones, sus trabajos o los desafíos que salen a su encuentro; individuos volubles, ajenos a cualquier atisbo de responsabilidad, desvalidos ante las consecuencias de sus actos; niños con pistolas cargadas a los que se folla metafórica y literalmente la ingeniería genética, convertida en renovada expresión de los principios del placer y la preservación, que han tomado por asalto un principio de realidad erosionado.
Beatriz Preciado comenta: «Hay otro lugar que reclama un cuerpo más allá de los imperativos normativos. Un cuerpo migrante, tránsfugo, que no tiene ya lo que se ha definido hasta ahora como identidad. Un cuerpo des-identificado». ¿Estamos en disposición de comprenderlo?