Airbender, el último guerrero

Pensamiento mágico

Viendo el trailer mojé las bragas. Viendo la película fijo que las empapo”, me hacía saber unas noches atrás cierta crítico de cine a propósito de Origen (Inception. Christopher Nolan, 2010). Al advertirle que a la postre quizás no fuese necesario un salvaslip, que a lo mejor Origen no daba para tanta irrigación, apuró airadamente su cerveza, me atravesó con la mirada, y zanjó la conversación: “Nolan es Dios y Origen va a ser una puta obra maestra. Y tú no eres nadie para amargarme la fiesta”.

Por mucho que Punset se empeñe en cambiar las cosas, el pensamiento mágico ha sido, es y seguirá siendo el principio rector de los seres humanos. Constatación devastadora que uno sobrelleva con aparente tolerancia aunque, en lo relativo al ámbito cultural —y especialmente el cinematográfico—, todavía no pueda evitar sublevarse al escuchar o leer manifestaciones tan apriorísticas, tan tendenciosas, como las de nuestra excitada interlocutora. Se constata que, para más de un@, escribir sobre cine sirve básicamente al propósito de robustecer y propagar su fe; como todas, recibida. De los medios, mayormente, hábiles a la hora de vender marcas blancas a secretarias y mecánicos pero, también, productos comerciales de calidad —la obra de Nolan, Clint Eastwood, Pixar o quien ahora nos ocupa, M. Night Shyamalan— a licenciados en ignotas disciplinas humanísticas que, de dedicarse a la crítica, pretenden amortizar sus estudios universitarios, sus másters y sus postgrados justificando con inferencias churriguerescas los entusiasmos típicos del fan.

Será divertido leer a lo largo del verano ese tipo de textos acerca de Airbender, el último guerrero. No descartamos que algún colega la acabe considerando incluso una de las mejores propuestas de 2010, si no de la década. Tratándose de una película que, para empezar, no recibiría ni la mitad de atención crítica si viniese firmada por Paul Weitz, Andrew Adamson o Brad Silverling, es decir, por uno de los tantos artesanos que están adaptando en los últimos años al gusto insustancial de la chiquillería que reina sobre los multicines todo material ajeno susceptible de generar un éxito similar al que han tenido estudiantes de Hogwarth y Señores de los Anillos.

Los obtusos esfuerzos por materializar lo fantástico en pantalla apelando a escenarios, vestuarios, caracterizaciones y efectos digitales rimbombantes; el sentido de la aventura asfixiado por la fidelidad mimética a la obra original, la sumisión al to be continued y el protagonismo de jovencitos que transitan las historias con una seguridad en su destino manifiesto tan inexorable como la que proporciona un videojuego; y la formulación ideológica de los relatos no a partir de lo que van conformando verosímilmente sus imágenes, sino con un ojo puesto en la Educación para la Ciudadanía y otro en Misticismo para Dummies, son factores comunes a la mayor parte de estas películas, y también a Airbender: el último guerrero; alguno hay que la ha remitido a La guerra de las galaxias (Star Wars. George Lucas, 1977), en virtud de la intención declarada por parte de su guionista y realizador de forjar una gesta mitológica con el poder sugestivo de la creada por Lucas. Otros pretenderán hermanarla con Dune (íd. David Lynch, 1984), en tanto rarezas ambas fruto de la colisión entre un cineasta con personalidad y el sistema productivo de los grandes estudios —Airbender ha perdido treinta minutos en la sala de montaje, y se nota; pero, sin salir de la actualidad, Centurión (Centurion. Neil Marshall, 2009) también, y ha sobrevivido: quien tuvo, retuvo—. Pero, los que hayan hecho los deberes en lo relativo a este género sin necesidad de que lo abordase un santón para hacerlo digno de su mirada, no tendrán ningún problema en apreciar la vulgaridad esencial de El último guerrero. Le pese a quien le pese, no es más que otro blockbuster para púberes ubicado en algún lugar imaginario intermedio entre cosas como La brújula dorada (The Golden Compass. Chris Weitz, 2007) y Dragonball: Evolution (íd. James Wong, 2009).

¿Y qué posición ocupa Shyamalan en esta ecuación desprovista de incógnitas? Aquella en que le han instalado sus acólitos a base de laudos progresivamente desquiciados: al descubierto. Es muy cómodo escribir ahora, como ha hecho José Arce, que Shyamalan no existe en las imágenes de Airbender, quitándose de encima el problema de tasar la responsabilidad de este «excepcional cineasta» en su más reciente película. Y suenan a voluntarismo cerril las palabras de Jordi Costa en torno a que en los fotogramas de El último guerrero «anidan los rastros de lo que podría haber sido». Cuando lo cierto es que la impronta de Shyamalan es insoslayable, y contribuye sobremanera al fiasco: la torpeza expositiva de la narración, el descontrol sobre aspectos creativos clave (como los interpretativos o de ritmo interno de las secuencias), una hiperinflación estilística incoherente y a veces tan errónea como para bordear el ridículo (véanse los planos secuencia de acción), unas pretensiones argumentales y espirituales que delatan su naturaleza de conceptos sobreimpresos a la ficción, son elementos que habían ido minando las tres películas previas del autor, y provocan que en Airbender, el último guerrero se revele incapaz siquiera de llevar a buen puerto un plato precocinado.

Puede que haya, sin embargo, esperanza para Shyamalan. Puestos a inferir teorías de su cine, si en El bosque (The Village. 2004) optaba por recluirse en los límites de la realidad, en La joven del agua (Lady in the Water. 2006) insistía en ello y asesinaba al testigo molesto —el crítico— de su conversión en gurú sectario, y en El incidente (The Happening. 2008) llegaba al extremo de fabular a lo David Koresh acerca del conmigo o contra mí, en Airbender podríamos entender la figura del pequeño Aang (reacio a ocupar el puesto de salvador del mundo) como una proyección de su ansia por escapar a la más terrible de las condenas, el afecto viscoso y castrador de sus fieles, y plantearse con libertad qué hacer con sus innegables talentos. Corre, M. Night, corre.