Al diablo con el cine subtitulado

Reivindicación del doblaje para entender el cine (y ya que estamos, el mundo)

No sé si ustedes estarán dispuestos a prestarme atención durante un rato, pero voy a hablar de una serie de equívocos y falsas atribuciones que llevan molestándome más de la cuenta de un tiempo a esta parte. Voy a hablar de cine subtitulado y quiero hacerlo en los términos de una peligrosa moda que empieza a afectarnos a todos como una gripe porcina de poderoso calado y nefastas consecuencias para la salud mental, una especie de distinción cool y pseudoculta, que alcanza sus mayores cotas de absurdo cuanto más tiende a la exclusión y al etiquetado sistemático. Quizá esta fiebre que ahora sufrimos, y que llevamos arrastrando desde hace varios años con el aplauso de los medios de comunicación y la anuencia del espectador medio, que teme como a la peste que se le tache de superficial y poco instruido, tenga su origen en la aparición de las salas de versión original, acorazados búnkers para intolerantes connaisseurs, que sólo programan un cine comprometido, en teoría más atrevido e innovador, generalmente europeo, y lo hacen en su idioma original y con los temibles subtítulos de rigor a modo de elegantísimo aggiornamento. Quizá fuera entonces cuando se iniciara esta chistosa dicotomía entre el cine comercial norteamericano, destinado a las multisalas atiborradas de copias dobladas de otras películas, y el cine más personal e inquieto, surgido en el seno de las productoras independientes y aplaudido a rabiar por esa cosa llamada crítica de élite. Digo chistosa porque el asuntillo enseguida se salió de madre y en poco tiempo resultó que apoyar el doblaje y disfrutar del cine doblado pasó a equivaler a echar por tierra toda producción alternativa y ponerte de lado de la odiosa masa a la que todos pertenecemos pero de la que nadie quiere formar parte. De este modo, ver cine subtitulado se convirtió, como decíamos, en una forma de distinción cultural, en un grado. Por contra, quien se inclinaba por el doblaje estaba apoyando no sólo un cine de género efímero y descerebrado, culturalmente inane o incluso ideológicamente execrable, y poco menos que, por extensión, también el consumismo desorbitado, la idiocia generalizada, el pensamiento único, el fast food, y ya que estamos, incluso el imperalismo usamericano.

Los subtítulos pasaron a ser de izquierdas. Los subtítulos se pusieron de moda como en otro tiempos los mullets o los pantalones de pata de elefante. Los subtítulos mutaron en sinónimos de progreso, inquietud (qué fea palabra) y creatividad.  A aquellos que, me incluyo honrosamente, seguimos sintiéndomos más a gusto en la multisala plagada de melosas parejitas y garrulos palomiteros, preferiblemente anclada en un centro comercial, que en la sala de versión original de turno, no se nos dejó abrir la boca. ¿Para qué? Éramos idiotas. O pero aún. Éramos la masa irreflexiva. Éramos normales en una época en la que ser normal ya no molaba. Pero nada, eh. Ni pizca.

«No, no quiero ir a ver La cinta blanca todavía». Prefiero esperar a que salga una copia doblada. Estas palabras, que recuerdo haber pronunciado hace escasos meses en mitad de un coito, enseguida despertaron el desconcierto, y poco después la rabia, de mi hasta entonces entregada compañera, que no dudó en darme la espalda (lo que en aquel preciso instante interpreté de otra manera) para luego retirarme la palabra como si hubiera lanzado un grito  reivindicando el Holocausto. El cine doblado arruinó aquella efímera relación, del mismo modo que ha puesto en jaque muchas de mis amistades a lo largo de mi vida, lo que no ha hecho más que radicalizarme, a veces un poco irracionalmente. Sí, porque aquellos que elegimos el doblaje, como quien escoge la vida, estamos condenados a ser vistos como unos parias, unos desherados de la fortuna. Es extraño pensar esto cuando entiendo que el doblaje es ante todo un privilegio, un regalito que nos hace el sistema para que el supositorio del conocimiento entre mejor y duela menos, y hay que tener muy mal fario para condenar los lujos simplemente porque nosotros queramos prescindir de ellos. Además, por lo general, en nuestro país siempre se ha doblado con gracia, meticulosidad, respeto y joie de vivre. A pesar de que la multiplicación de series televisivas en los últimos años haya generado un doblaje a veces en exceso frío, funcional pero hecho un poco para salir del paso, el nivel tanto de los profesionales como de los resultados es sorprendentemente alto, forma parte de nuestra historia, y desde luego, debe verse como una expresión artística tan válida como cualquier otra. Cierto también que en ocasiones muy puntuales a sus responsables se les ha ido la mano, en esa modalidad de doblaje creativo que afecta sobre todo a algunas comedias, empeñándose en multiplicar sus gracias hasta la náusea y en trufar el conjunto de bromas coyunturales y de círculo reducido que pierden  punch a los pocos años. Un daño colateral, un mal menor, si pensamos que también existen muchas teleseries y películas, y también en particular muchas comedias, que han mejorado con un buen doblaje. Pienso por ejemplo en La casa de los dibujos (Drawn together, 2004), cuya reinterpretación en clave latina conecta a la perfección con el espíritu eminentemente destroyer de su animación. Pero esta encendida defensa, discutible como casi todo, se torna ridícula en el momento en que cabe la posibilidad de elección. Hoy día, y sobre todo gracias a Internet, es muy fácil conseguir una copia en versión original subtitulada de cualquier cosa. Los subtítulos se multiplican en la red hasta el infinito. Por el contrario, ciertas películas independientes y de autor, por el hecho de venir etiquetas ya de fábrica con ese sambenito cultural, resultan realmente difíciles de ver dobladas. Me imagino al núcleo duro de los dobladores diciendo algo así como No, ésta no la doblamos porque los intelectuales odian el doblaje y se puede montar una bien gorda. Sin embargo, los hooligans del cine subtitulado nunca están contentos, no les basta con los numerosos deuvedés con subtítulos hasta en húngaro, no les basta con sus salas de versión original y sus páginas de Internet, sino que quieren ir más y más allá. ¿Expandir el virus también a las inocentes multisalas? ¿Por qué no? ¡Si al fin y al cabo es por su bien! Tenemos la obligación moral de imponer la copia subtitulada a la pareja que sólo quiere retozar un poco y al grupo de quinceañeros que acude a liarla a la sala. ¡No quedará ni uno sin abrazar y empaparse de nuestra cultura! Gracias a este pensamiento, la opción se convierte en imposición, pues el defensor de la versión original, por lo general, es profundamente excluyente y sólo piensa en su ombligo. ¿No sería ridículo una campaña que promoviera la retirada de las escaleras mecánicas en el metro sólo por el hecho de que bajar un tramo a pie es más sano y elimina más calorías? Claro que sí, porque los que se niegan a hacer ejercicio también tienen sus derechos. Exactamente los mismos que los que se niegan a aprender un idioma. Propongo una contraacción para frenar el disparate. Debemos reivindicar nuestro derecho a ser simples, incluso un poco paletos. No, gracias pero no, no estamos interesados en vuestra cultura, quedáosla toda para vosotros, y si podéis, no dejéis de ella ni las migajas. Por fortuna, todavía el cine es mucho más que eso. Ya nos llegará la hora en que queramos ir al cine a aprender, de momento, señores, tenemos otras cosas en la cabeza y no queremos que nadie nos arruine la juerga con una copia de El plan B (The Back-up plan. Alan Poul, 2010), o de San valentín sangriento (My bloody valentine. Patrick Lussier, 2009), o de Qué les pasa a los hombres (He is just not that into you. Ken Kwapis, 1999), en versión original subtitulada. Por favor.

Pese a nuestro tradicional gusto por la queja indiscriminada, infundada y envenenada, lo cierto es que ahora mismo contamos con gran cantidad de opciones en lo que a cine y lenguaje se refiere, y no me refiero sólo al menú del deuvedé, aunque bien es cierto que esta multiplicidad da lugar a una cierta saturación (¡ea!), que genera asimismo un cierto aturdimiento (¡aúpa!), que nos conduce a una no menos cierta abulia (¡bravo!) y, de nuevo, a la queja como via de escape de nuestra incapacidad de decidir (¡mierda! ¿qué coño ha pasado que vuelvo a estar solo y con el muro de Facebook cual patena?). Si quiero ver una película comercial doblada puedo hacerlo. Si quiero ver esa misma película comercial subtitulada puedo recurrir a Internet o esperar al deuvedé. Si quiero ver una película independiente subtitulada puedo acudir a una sala de versión original. El hecho de que no todas las provincias tengan salas de versión original es culpa de la distribución y del mercado, ya que muchas de estas películas son minoritarias, no sólo lo son sino que presumen de serlo, y la minoría nunca debe imponerse sobre el gusto mayoritario. La masa será idiota, pero, como la palabra indica, es mucho más grande, y todos formamos parte de ella, mal que nos pese, en algún momento de nuestras vidas, cuando no siempre. En todo caso, nos queda todavía la opción de Internet y la espera del deuvedé. Exactamente lo mismo que si queremos disfrutar de la copia subtitulada de la película comercial, o incluso si lo que buscamos de la copia doblada de la película independiente. Insisto tanto en este punto porque la protesta central de muchos de los detractores del doblaje es precisamente la falta de opciones del espectador medio. Una queja que el panorama actual ya se encarga de desmentir sin excesivo esfuerzo y que, en contra de lo que piensan sus denunciantes, no va tanto dirigida al cine doblado sino a la demanda de cine de autor frente al de gusto masivo. Pero deberíamos tener un poco más cuidado con lo que deseamos… si lo que queremos es que el cine independiente pase a ser de gusto mayoritario, es decir, que llegue hasta a la última sala perdida de Morrojable, perderá por tanto su esencia e independencia, y por tanto, una de sus principales señas de identidad. Por tanto, mucho ojito ahí, queridos autores, pues en el momento en que la gente lea a Proust en el metro en lugar de a Dan Brown, llegará un momento en el que leer a Proust… ¡ya no será reivindicable, ni significará nada! Me explico: en el supermercado de ofertas y demandas en el que estamos inmersos irremisiblemente, todo necesita un valor para existir. Las cosas existen en función de este valor, que es más que nunca, un valor social que repercute sobre las relaciones personales. El valor económico, o mejor, la posición de cada elemento en el mercado, está directamente ligado a este valor social, tanto es así que aquello que carece de él desaparece. La minoría existe en función de la mayoría y bebe de su realidad, de su crítica y su negación. Nunca antes como ahora ha habido una relación tan estrecha entre el objeto y lo que representa, lo que supone (socialmente) y lo que connota. El suplemento ha llegado a ningunear a su referente. La gran victoria del capitalismo ha sido incluir la autocrítica en el corazón de su propio engranaje; es un  error pensar que lo contracultural y alternativo existe al margen del mercado global, pues no sólo forma parte de él, sino que constituye una pieza fundamental para su crecimiento y desarrollo.

Llegando un poco más lejos, uno podría preguntarse cómo es que hasta el momento nadie ha osado a comparar el doblaje de una película con la traducción de un libro. Pues en el mundo de la literatura existe un respeto mucho más generalizado por el gremio de los traductores; los hay reputados y venerados, que reciben elogios de la crítica y premios a mansalva, y los hay chapuzas, como en botica, pero pocos son los que se atreven a negar la necesidad de su labor a la hora de universalizar las virtudes de la obra artística. Citemos a Cioran ahora, que nos viene al pelo: “He conocido a escritores obtusos e incluso tontos. Por el contrario, los traductores con los que he tratado eran más inteligentes e interesantes que los autores a quienes traducían. Es lógico: se necesita más reflexión para traducir que para crear”. No son pocos los traductores que presumen de mejorar los originales, corrigiendo algunos de los vicios de su autor y adecuándolos a una gramática más cuidada y ordenada. Hay traductores creativos, como Borges, que incluso se permiten adaptar el estilo del autor al suyo propio, sin que a nadie se le caiga los anillos por ello. Todo aficionado a la literatura, aun reconociendo que es mucho mejor disfrutar de la obra en su lengua original, sabe distinguir una buena traducción de una mala, y siempre está dispuesto a alabar las virtudes de la primera. Dejándonos llevar por arrebatos postmodernistas, incluso podríamos apuntar que toda traducción es no ya sólo una reescritura, sino una reinterpretación muy personal de una obra concreta. Autores de gran prestigio hay para apoyar esa tesis, aunque pocos son los que se aventuran a equipararla al doblaje de una película. Pues en el doblaje, como en toda reinterpretación personal, la obra original nunca es conculcada, sino que continúa en su lugar, en su estado primigenio, conservando intacta toda su pureza, pero ahora enriquecida además por esa nueva versión que le aporta distintos matices y sobre todo una accesibilidad mucho mayor para un determinado tipo de público que de otro modo jamás se hubiera acercado a ella. El día en que los defensores de la versión original lleguen a casa después del cine y lean a Ibsen en noruego, yo comenzaré a tomarlos en serio.

El subtítulo, en cambio, tan sólo es un suplemento, en apariencia inofensivo, que genera un simulacro de respetabilidad sobre el producto original: una nota al pie, un hipertexto que rompe la barrera del idioma en una dimensión diferente, acompañando a la  película base. Simulacro, sin duda, pues la obra continúa siendo traducida, adaptada, y por tanto, reinterpretada, aunque esto suceda en la parte inferior de la pantalla y con un halo aséptico que disimula su condición traicionera; simulacro, además, porque proporciona al espectador la falsa sensación de acercarse a un idioma y comprenderlo de una forma del todo inadecuada, tan engañosa como el uso de ruedines laterales para aprender a montar en bicicleta, y finalmente inútil (no vamos aprender japonés jamás por ver películas japonesas subtituladas, y el adiestramiento que se le supone con respecto a un idioma de aprendizaje más generalizado, como el inglés, es muy pequeño, casi despreciable en comparación con otras vías menos cómodas, y sólo adquiere importancia, precisamente, cuando el subtítulo desaparece); y simulacro, en definitiva, porque, pretendiendo una mayor implicación del espectador con la película, sólo funciona como obstáculo o interferencia, por mucho que presumamos de poseer cerebros multitasking.

El recurso de las dos dimensiones (yo no sólo veo películas… ¡las leo! ¡Y leer es algo tan importante!) afecta más de lo deseable a la comunicación autor-espectador. El mensaje nos llega distorsionado, confuso, pero no porque exista una voluntad previa para que esto suceda, sino porque nuestra percepción sobre él es parcial e incompleta. No nos engañemos: esto va a suceder siempre que nos acerquemos a una obra en un idioma distinto a aquel con el que hemos crecido, incluso en el caso de que lleguemos a hablarlo con fluidez, y tanto el doblaje como el subtítulo suponen poco más que alternativas imperfectas para sobrellevar este acercamiento, sólo que cada una de ellas hace prevalecer unos aspectos por encima de otros. El doblaje apuesta (había escrito apesta, dichoso corrector de Word infectado de virus indie) por una identificación completa, nos permite vivir en la obra sacrificando el supuesto respeto por el original: es una mentira amable que nos concede entrar sin obstáculos en la atmósfera y la dinámica de la película, si estamos dispuestos a asumir las reglas del juego. El subtitulado prefiere irse al otro extremo: la identificación no es tan importante si podemos disfrutar de la obra tal y como su autor la diseñó, aunque no la comprendamos, y si nos perdemos un tanto, ahí tenemos el recurso orientativo de ese jps escrito que nos ayuda a sobrevivir durante el camino. Se trata, claro, de una supervivencia torpe, a trompicones, mucho más inexacta y francamente incómoda, pese a que con el tiempo uno se acabe acostumbrando a ella, asumiendo por inercia sus carencias e imperfecciones, sobre todo, por el miedo a reconocer las ventajas del modelo contrario. El equivalente aproximado a una traducción literaria que sucediera no en lugar del texto original, ni en la independencia de la página siguiente, sino en una sucesión interminable y catedralicia de epígrafes multiplicados e intercalados hasta la desesperación, que se fundieran y confundieran con las palabras originales hasta dar con las formas de un monstruo, abrumador e incomprensible, pero a fin de cuentas, muy mono.

No negaré que el modelo del subitulado presenta algunas ventajas y ciertos beneficios que, curiosamente, casi nunca aparecen en las argumentaciones de sus defensores habituales (por ejemplo, su innegable valor para la comunidad de sordos), pero para quien esto escribe ese vivir en la película es fundamental, más aún teniendo en cuenta que el respeto que supone la otra opción es muy relativo y en cualquier caso discutible. Más nos vale recordar que el cine es un fenómeno único, incomparable, regido por leyes capaces de alterar nuestra percepción de lo real. En esta realidad entra, cómo no, el tiempo: recurramos a la añeja magdalena de Proust, metáfora modernizada, acaso perfeccionada, por ese plato de ratatouille que consigue trasladar al circunspecto crítico gastronómico a habitaciones secretas, desterradas y semiolvidadas, de su memoria. Algunas de las mejores películas llevan incorporadas una pequeña píldora que nos permite viajar de vuelta a la infancia. A esos sentimientos y sensaciones quién sabe si más puros o auténticos, pero sí diferentes a los que experimentamos de corrido con la llegada de la edad adulta. Mi caso particular me remite a Tod y Toby (The fox and the hound. Richard Rich y otros, 1981), La historia interminable (Die unendliche Geschichte. Petersen, 1984) y Regreso al futuro (Back to the future. Zemeckis, 1985), pero cada lector podrá extraer asimismo sus referentes. Éstas son las tres primeras películas que recuerdo haber visto en la soledad de una sala de cine, y todas aquellas que he disfrutado o sufrido desde entonces, y que vea en un futuro, sean chinas o alemanas, evasivas o de arte y ensayo, por fuerza habrán de medirse con ellas, compararse con las emociones que me despertaron cuando aún desconocía según que cosas. A eso voy: como no podía ser de otra forma, las tres las vi con doblaje español, pues afortunadamente los niños todavía estábamos exentos de esos absurdos distingos culturales propios de aquellos que hace tiempo que abandonaron los paraísos perdidos de la infancia. Esto implica que difícilmente podré esperar este viaje proustiano de recuperación del tiempo perdido con una película subtitulada, por el mero hecho de que la experiencia del subtítulo no llegó a mi vida, para quedarse, qué remedio, cuando ya me hallaba sumergido en las mucho más turbias aguas de la adolescencia. Hagan la prueba sin miedo: buceen en su experiencia personal y clasifiquen. Quizá comprueben asustados que las películas que ahora les gustan lo son porque les remiten a experiencias intelectuales posteriores a sus doce años, aquellas que van parejas al descubrimiento de que hay vida más allá de la vida, esto es, que existe un refugio llamado cultura al que podemos aferrarnos, y que hemos asociado inconscientemente a una cierto placer en el dolor, pues el esfuerzo intelectual es también dolor, qué duda cabe, y que florece en citas al pie, neologismos, tecnicismos y otros elementos ajenos al fluir natural de las cosas, es decir, un poco también ajenos a la vida. El crítico gastronómico ante el plato de ratatouille, no obstante, no se estremeció al experimentar este proceso, pues ya estaba un poco hasta las narices de tanta impostura y tanto esfuerzo vano. Lo hizo cuando volvió a su infancia, aquel territorio virgen de ambages e interferencias, al recuperar esa pureza previa a la constitución de la armadura de referencias, pero tan determinante en la formación de la personalidad.

Quizá por esto hasta los más acérrimos detractores del doblaje excluyan a los niños, y coloquen las películas infantiles como única excepción de su particular cruzada. No sólo porque los niños aprenden a disfrutar con la imagen antes de aprender a leer, lo que constituye la piedra de toque de la cultura audiovisual que hoy defendemos o denostamos, sino porque a los niños no se le exige el peaje intelectual, tan doloroso, que aparece siempre asociado a la creación de la citada coraza referencial, de forma parecida a que las horas de gimnasio, ejemplo meridiano del sufrimiento encaminado a un fin, sólo cobran sentido cuando generan el revistimiento muscular capaz de marcar las diferencias. Pero… ¿qué hay de los adultos que quieren disfrutar del cine como los niños que eran? Pues mucho me temo que sólo podrán conseguir su objetivo limpiando la obra de todo elemento que pertenezca al engranaje intelectual; entre ellos, el dichoso subtitulado de marras. Enfrentamos, por tanto, y casi sin buscarlo demasiado, una cultura organizada, sistematizada, esforzada y regulada, que tiene su origen en la adolescencia, con esa cultura libre, o no-cultura, espontánea y natural, cuyo principio y fin es el disfrute mismo, y que nace con el individuo, difuminándose hasta casi desaparecer cuando es sustituida por la nueva cultura. En este sentido, la querencia del intelectual moderno por el subtítulo incondicional semeja peligrosamente un sentimiento asociado a la negación de la infancia, conmovedora en su pretensión de desterrar todo elemento que venga dado sin el filtro regulador y selectivo de su particular idea de la pureza cultural. Por eso tú no recuerdas / a qué huelen las flores cantaba el dúo La sexta duda, dando forma a ese comprensible reproche que el degustador de la vida dirige a esta nueva clase de intelectual, forjado más en su empeño, tantas veces infructuoso, de buscar la esencia que en el goce mismo, víctima de una enfermedad antagónica al síndrome de Peter Pan, que podríamos bautizar, así, por la cara, como el síndrome de Andrei Tarskovski.

Conmovedora, decía, porque el subtítulo apenas supone una mejora estimable con respecto al doblaje, puesto que las mismas películas, dobladas o subtituladas, siguen siendo buenas o malas, y sus interpretaciones comedidas, entonadas o histriónicas en lo básico, del mismo modo que los libros continúan siendo buenos y malos después de pasar por las manos de un traductor competente; y los matices que se pierden en el proceso palidecen en comparación con las ventajas de introducir a los personajes en el universo del espectador a través del reconomiento del idioma, pieza fundamental a la hora de percibir el mundo. El defensor radical del cine subtitulado vive espatarrao y a la bartola en un regazo de rampantes mentiras: a) cree estar viendo un cine comprometido cuando está tragándose uno igualmente gobernado por leyes de mercado que le son desconocidas, y cuyo supuesto compromiso no es más que un elemento de marketing, más o menos disimulado, dentro del proceso; b) cree estar sumergido en la élite cultural y selecta cuando no hace más que abogar por un pensamiento único y la desaparición paulatina de las alternativas y las comodidades; c) piensa estar respetando la intención original de un artista acercándose a su obra en versión original, cuando al mismo tiempo la está leyendo una traducción en su propia lengua, y en el curso de un proceso que el autor jamás consideró el natural, no ya el óptimo, para el disfrute de su trabajo; y d) cree estar aprendiendo un idioma y familiarizándose con su slang, cuando sólo se acostumbra a un soniquete  que es incapaz de situar en un contexto ni de desentrañar sentido alguno.

Ahí encontramos otro punto importante. El dominio a nivel general de diferentes idiomas, también conocido por el término técnico de chapurreo, es hoy por hoy una característica básica de la jerarquización entre clases y quizá la forma más determinante de distinción cultural en cuanto a que tal vez sea la más fácilmente comprobable. Más interesante resulta analizar hasta qué punto vemos más cool y meritoria la pretensión que el hecho. Esta pretensión casi nunca consumada de acercarse a otras culturas a través de su lengua no sólo es el mejor remedio contra el estrés y la depresión para el urbanita integrado (Cada vez que me deja un novio, me apunto a un curso de idiomas. Contigo fue el italiano, y ahora estoy en mi etapa francesa…oído en una comedia romántica) sino como una muestra socialmente aplaudida de buen aprovechamiento del ocio, puesto que contiene todos los ingredientes necesarios relacionados con la ya citada y muy temible inquietud: interiorización del ritual,  implicación en el progreso global, apertura de miras y voluntad de sacrificio. ¡Oh, ese gusto tan posmoderno por el simulacro! Si este esfuerzo es episódico e inútil, tanto más valioso. Lejos quedan ya las perspectivas utilitaristas, idealistas o picarescas presentes en canciones como Yes, I do de Los Nikis o de Hazle caso a mi corazón de Aerolíneas Federales. En la primera, el protagonista acudía religiosamente a una academia (Voy a clases de inglés por las mañanas/ estudio mucho, no aprendo nada), presentándose siempre voluntario y echando el resto en los exámenes para ganarse los parabienes de una atractiva profesora, pero volvía a caer en la charca del fracaso cuando ésta era sustituida por un capullo de Edimburgo. La segunda, alejada de este enfoque cínico y mucho más celebratoria, repetía como un mantra Y es que el idioma es lo de menos / ¿sabes, mona?, hoy me voy a enamorar/ Tengo todos los cursillos / un profesor nativo /nena hazle caso / a mi corazón. Mucho más adelante, otra canción popular, Europe is living a celebration, interpretaba en Eurovisión por la cantante Rosa, borraba de un brochazo pop toda implicación romántica en el proceso de aprendizaje. La inquietud cultural, reflejada en ese acercamiento a otras lenguas, parece ahora un requisito indispensable para el ingreso en el nuevo club, que ya no era la élite sino la aplastante y omnipotente normalidad. Una normalidad que no sólo arrambla con todo, sino que lo hace como si de una fiesta universal, o por lo menos europea, se tratara.

Lázaro Carreter atizaba de mala manera el doblaje español en sus célebres artículos recopilados en el volumen El dardo en la palabra, echándole la culpa de la avalancha de deformaciones, calamidades y usos inadecuados que afectaron al castellano durante los años ochenta y cuyos mayores estragos siguen haciendo sangre a las letras actuales, sobre todo en el lenguaje oral y en los artículos periodísticos. Una cosa, por lo menos, cabe reconocer al prestigioso lingüista: el doblaje ha repercutido enormemente, para bien o para mal, en el desarrollo de nuestro idioma, a veces empobreciéndolo, de acuerdo, pero también modernizándolo, adaptándolo a los nuevos tiempos, creando expresiones, giros e incluso palabras que, sin demasiado esfuerzo, pasaban a formar parte del habla coloquial gracias al éxito de un hit concreto. Para desesperación de ese grupo de filólogos al borde de un ataque de nervios, la lengua mutaba de forma descontrolada y galopante, pues por obra y gracia de la magia performativa, todo lo que aparecía en la pantalla pasaba a ser real y, del mismo modo que los jóvenes se empeñaban en imitar los comportamientos de determinadas películas, la mayoría de ellas norteamericanas, a la hora de estar  a la última o parecerse más a sus héroes de referencia (y para ser tan reales como ellos, más extraños que la propia ficción), el primer paso, quizá anterior incluso que la moda, era el lenguaje, pues nada era más fácil de imitar que una manera de expresarse para que luego, con suerte, fuera llegando todo lo demás. Los dobladores de los ochenta, por tanto, no fueron sólo meros profesionales de la traducción, ni siquiera intérpretes de las intenciones de un determinado artista, sino también creadores y modificadores de patrones de conducta y de hábitos de consumo. Trend setters, en definitiva, mucho antes de que la tendencia dejara de ser una palabra vacía para convertirse en un estilo, y también, claro, en una marca de clase. Esto ha afectado tanto a nuestra generación, que casi podríamos afirmar que cuando los defensores del subtítulo lanzan sus diatribas en contra  del doblaje posiblemente lo hagan, sin saberlo, utilizando giros y expresiones que aprendieron de películas dobladas.

No cabe duda de que el insigne y finado filólogo daba en la diana cuando culpaba al doblaje de dichos males, incluso puede que se quedara corto al no subrayar su notable papel a la hora de impeler modas y tendencias al margen de la propia lengua, pero tampoco conviene pasar por alto que probablemente ahora, vistas las catastrófes y los atentados a la lengua que han consumado, con un silencio sospechoso por parte de los críticos, los encargados del subtiltulado, se llevara las manos a la cabeza y comenzara a patalear de pura rabia sandunguera, concluyendo con aquel aforismo tan quemado como certero que dicta que a veces el remedio llega a hacer más pupa que la enfermedad. Y es que, ¿qué otra cosa es el subtitulado sino un remedio ineficaz, disfuncional y torpe que acaba multiplicando los mismos errores y carencias que pretendía paliar con la mejor y la más ingenua de las intenciones? Porque si las tareas de doblaje, previa traducción de la lengua, la desempeñan profesionales cualificados a los que sí cabe exigírsele el papel de vigilantes del idioma, la irrupción de Internet y de la cultura wikipédica, ese hágalo usted mismo tan útil de cara al insasiable consumidor pero a veces enemigo del resultado óptimo, ha abierto de par en par las puertas de un territorio ilimitado donde los subtituladores amateurs puedan actuar a sus anchas, esto es, cometer las mayores barbaridades linguísticas, ortográficas y gramaticales, por el mero hecho de no estar cobrando por su trabajo. Exagerado, pensarán algunos, pero quien esto escribe ha visto en subtítulos tales lindezas como la confusión de la palabra mami por momia (mommy / mummy), con un resultado capaz de dejar estupefacto al más pintado, por no hablar de momentos como el de aquella secuencia de cena familiar en el que el patriarca alza su copa y pronuncia, con alegría festiva y dominguera: Me gustaría dedicar una tostada (en este caso la acepción correcta de toast era, desde luego, brindis).  Son sólo un par de ejemplos escogidos al tuntún de un pestoso lodazal de inconveniencias y despropósitos. Por no hablar de la monstruosa traducción de algunas expresiones, como esos numerosos y chirriantes Es mi punto, ¿Qué tan lejos…? u Oh, mi Dios, que al paso que van, acabarán en unas horas incrustados en la panoplia del habla… Si Lázaro Carreter se tiraba de los pelos por errores muchísimo menos llamativos en textos periodísticos y ponía el grito en el cielo acusándolos de maltratar ostensiblemente nuestra lengua, no es muy difícil imaginar que esta alternativa, a tenor de unos resultados que elevan a la categoría de lo grotesco el nivel de la perversión lingüística, tampoco le terminara por hacerle muy feliz. Mejor el mal amigo conocido…

Pero volvamos a la puñetera masa, que es lo que más nos interesa. El relato de Quim Monzó Un cine funcionaría, acaso, como un preclaro sintentizador del espíritu de nuestros tiempos. En sus páginas, el narrador se encuentra sumergido en el asfixiante submundo de una sala de cine habitada por una fauna de lo más molesta, desde una pareja en plena discusión postcoito a un ávido consumidor de bocadillos de atún, cuyos arrumacos, ruidos y olores no hacen sino perturbar más y más el visionado de una película ya de por sí mediocre y sin interés. La víctima/narrador, que cuenta su particular odisea en primera persona, considera varias veces la posibilidad de abandonar aquel sindiós hasta que es interrumpido por una mano en uno de sus muslos; mano que pertenece a la taquillera del lugar, quien, animosa, le explica que aquella caterva de tarados forma algo así como una familia a la cual el pobre espectador ha pasado a pertenecer nada más adquirir la entrada y cruzar la puerta del cine. One of us / one of us, repiquetea el inconfundible eco browningiano. Ni que decir tiene que las exaltadas palabras de la taquillera, también acomodadora, no hacen sino precipitar su huida, presa ahora de turbias ensoñaciones que equiparan a los habitantes de la sala con ultracuerpos de serie B, que tal vez le esperan en el seno de su hogar o en la comisaría más cercana. Espíritu de nuestros tiempos, decía, porque el temor de cualquier ciudadano a la sala de cine (eje también de otro relato contemporáneo que compara de forma similar el miedo al grupo humano con el cine de horror y ciencia ficción clásicos: Hombres sin alma de Juan Manuel de Prada) puede verse ahora más que nunca como una manifestación de fobia social. Un temor que aparece considerablemente disimulado en la sala de versión original, donde, en un momento que incluso los cines porno han devenido en lugares de contacto e intercambio sexual,  el espectador puede disfrutar de una película sin tener que pagar el engorroso peaje que supone el acontecimiento social. Individualización y aislamiento que aparecen aún más marcados con la mediación de Internet, donde la soledad del espectador frente a la obra es, por fin, absoluta. El subtítulo constituye una parte más, imprescindible diría yo, de este proceso. Subtitular, bien, mal o regular, es una actividad solitaria. Doblar una película con un resultado aceptable, profesionalmente hablando, está sólo al alcance de unos pocos, y en cualquier caso, en el improbable supuesto de que uno se lance a ello, requiere muchísimo más tiempo. Para subtitular, en cambio, sólo basta un aproximado conocimiento del idioma y un programa de lo más sencillo. Si a esto añadimos la cuasisimultaneidad del proceso, capaz de romper con los impedimentos geógraficos (los subtítulos de un capítulo o de una película determinada aparecen en la red poco tiempo después de su estreno, salvando los escollos de la espera y satisfaciendo las necesidades del fan),  el barco de los seguidores del doblaje y sus rituales parece cada vez más abandonado. Así, el espíritu de Internet, ese inagotable fluir que une secretamente a las almas anónimas del ciberespacio sin la necesidad de una aproximación física,  define las pautas de una actividad, el visionado de una película, que en sus orígenes no tenía sentido sin la presencia fáctica de un grupo más o menos numeroso de personas, que interactuaba constantemente salpimentando el ritual de inagotables interferencias que añadían nuevas dimensiones a la obra en sí, como capas sobrexpuestas de Photoshop que en su conjunto proporcionaban, cuando menos, un resabio de juerga colectiva y participativa, e incluso un cierto halo de espectacularidad.

El doblaje, lo han adivinado, es una de estas capas con fecha de caducidad incrustada en una sociedad como la que vivimos /padecemos /disfrutamos. La ventaja de la integración que antes citábamos no es en ningún caso equiparable al goce de experimentar esa comunicación autor-espectador de forma unidireccional y en la angosta comodidad de mi cubículo, al margen de esa indeseable masa que tanto me la pela a fin de cuentas. ¡Qué más me da si el mensaje me llega distorsionado si esa distorsión la escojo YO, la modulo YO, la estructuro YO, la condimento YO, porque YO soy él que manipula y quien pervierte el contenido según el pie con que me haya levantado! O en su defecto, a lo peor, un compañero desconocido que está tan al margen del sistema como un servidor que sufre, llora y consume en silencio. Y si, aun con estas ventajas, me empeño en replicar, ahí tengo el marasmo de foros y redes sociales, que me permiten esa interactuación artificial con los otros en el tiempo que determine, previa reflexión o depuración de mi macedonia de interferencias. No seré yo quien caiga en la ingenuidad de decir que este camino es peligroso, no sólo porque responde a unas demandas y a unos deseos muy concretos de los propios integrantes de la sociedad, sino porque tiene la innegable virtud de no engañar a nadie. Es comprensible que con el paso de los años el hombre haya escogido por cuenta propia un paulatino desvinculamiento de toda actividad social y de sus implicaciones… o, mejor dicho, haya conseguido que lo que antes entendemos por actividad social cambie. Lo que me interesa subrayar es la progresiva vinculación del doblaje con las obligaciones sociales clásicas y del subtitulado con las libertades y pulsiones individuales relacionadas con la modernidad. Pero como todo en la vida marcha en ciclos, y al hartazgo se impone tarde o temprano la nostalgia y la reivindicación, no es disparatado aventurar que con el paso de los años el predominio de cine subtitulado se desvirtúe y la película doblada, falso estadio anterior ya superado, se barnice con el componente icónico que ahora posee el disco de vinilo. Por esta regla de tres, un capítulo doblado de Perdidos en un futuro no tan lejano puede cotizarse como una reliquia en eBay.

Mi pretensión con este artículo siempre fue la de defender una convivencia amable entre las distintas opciones, pero, visto lo visto, no es disparatado aventurar, pues, que a este paso acabaremos echando por tierra el privilegio del doblaje en virtud de nuestras fabulosas aspiraciones culturales. En una encuesta realizada a través de Facebook para el número 2000 de la revista Fotogramas, medio que dista de dirigirse al público selecto de un Cáhiers o un Dirigido por… a pesar de incluirlo también dentro de su target, un cincuenta y dos por ciento de la muestra afirmaba preferir el subtitulado. Fácilmente, esta cantidad aumentaría en proporción a la mayor especialización del medio, hasta casi alcanzar la unanimidad, del mismo modo que puede deducirse que irá creciendo en años venideros, al margen de tendencias y caprichos sociales, conforme a la cada vez más extendida asociación de la copia doblada con un acercamiento desvirtuado a la obra artística. Si se produjera el mismo fenómeno en el ámbito literario, el gremio de los traductores se rasgaría las vestiduras consciente de que su público le está negando su espacio y razón de ser. Los profesionales del doblaje, como en su día los artesanos de la cartelería, deberían ir empezando a actuar en consecuencia porque los intelectuales han ido, poquito a poco, minando sus logros y convenciendo a la opinión pública de que no sólo no hacen falta, sino que además son perniciosos para la buena salud cultural de la mayoría. Lo que, a fin de cuentas, no deja de ser un excelente ejercicio de demagogia filibustera. Disfrutemos de estos, nuestros últimos días en el paraíso de la reinterpretación, los esterterores de la copia doblada, más que nunca prostituta feúcha y enferma a la que nadie quiere acercarse ni para menear el bullarengue. Seamos sensatos, radicales y procaces. Hagamos caso, por una vez, a ese estribillo desafinado y afónico que dicta el corazón. Exijamos nuestra copia puntualmente, como el ticket de la compra, bien si vemos una película de trompazos o un documental indie sobre el aumento del spleen en Indonesia. Asintamos, como si lloviera, con la mirada fría y orgullosa a quienes nos tachen de ignorantes y paletos. Ni siquiera perderemos el tiempo explicándoles nuestras razones. Perdámonos con los ojos cerrados en ese torrente de sonidos que nos son tan familiares y que por supuesto nos pertenecen. Pongámonos finos con nuestro trozo de tarta antes de que toquen diana; estiremos los brazos y las piernas, sin avergonzarnos un ápice de nuestra condición bobona, romanticoide y carnavalera. Recordemos aquellas sabias palabras: si es que el idioma es lo de menos / ¿sabes, mona? Hoy me voy a enamorar. En cualquier caso, a la larga, el oculista también nos lo agradecerá.