Con motivo de los 100 números y meses de publicación, hemos elaborado un recorrido personal por los directores históricos y contemporáneos más importantes para nosotros: Cien miradas de cine, un libro colectivo del equipo de miradas.net, del cual este artículo es un avance
Un maestro indiscutido
Carl Theodor Dreyer ostenta el raro y exclusivo privilegio de ser considerado hoy unánimemente, por parte de la crítica y de la cinefilia en general, como uno de los grandes creadores de toda la historia del cinematógrafo. Y digo hoy y en general porque, hasta hace relativamente poco tiempo (una década aproximadamente), al menos en España —debido sobre todo a la escasa y muy parcial difusión de su obra en nuestro país— [1] era un cineasta bastante desconocido, casi enigmático, al que, sin perder el natural respeto por lo ignoto, se solía despachar alegremente bajo tópicos del estilo de cineasta religioso, místico, creyente, o bien, desde una mayor apertura de miras, con etiquetas como cineasta trascendental, serio, extraño, etc…. Por fortuna, en la actualidad, el cineasta danés ha ganado el reconocimiento que merece y nuevas generaciones de aficionados y críticos españoles han podido valorar en su debida medida el extraordinario valor de su filmografía, con lo que su importante figura ha quedado, también en nuestro ámbito lingüístico, justamente acrisolada, de tal manera que, frente a los reductores tópicos anteriores, se han forjado otros, más acordes con su verdadero alcance, como los de maestro indiscutido del cine, genio del cine, etcétera.
Si se contempla la figura de Dreyer desde los parámetros de la manida política de los autores —tan fecunda para una determinada línea crítica— no cabe duda de que el cineasta danés constituye uno de los primeros y más señeros ejemplos de autor. Su cine obedeció, desde la primera película que dirigió (El presidente, Präsidenten, 1918), a una exigencia insobornable de originalidad, de precisión, de claridad y de coherencia artísticas. Dreyer poseyó desde el principio un temperamento cinematográfico propio, un proyecto estético (pese a los éxitos de público y los reconocimientos críticos puntuales que obtuvo en momentos determinados) difícilmente conciliable con las coetáneas exigencias artísticas e industriales del medio en que se desenvolvió.
Y es que Dreyer es uno de esos escasos cineastas, podríamos decir, totales; esto es, un cineasta preocupado por la organicidad y la limpidez en todas las facetas creativas de su arte. Un autor que poseyó un universo muy particular y que supo llevarlo a la pantalla con una excelente y peculiar técnica, de acuerdo a un programa profundamente pensado en torno a la naturaleza eminentemente artística del cinematógrafo. Esta apuesta fue puesta en práctica por el cineasta de manera constante —claro está, en mayor o menor medida según la etapa de su obra en que nos fijemos—, sin concesiones, a lo largo de toda su filmografía. En este sentido, Dreyer fue un cineasta que, valga la expresión, «hizo casi siempre más o menos la misma película». Toda su obra se caracterizó por unas mismas constantes temáticas y por un estilo depuradísimo que alcanzó su máximo esplendor en sus películas mayores, y que se mantuvo en permanente evolución hasta su último filme, Gertrud (1964) y el guión que no llegó a filmar sobre Jesús de Nazareth por falta de apoyo financiero. En pocos cineastas se encuentra una línea creadora tan congruente con sus planteamientos teóricos, de tal forma que en Dreyer resulta difícil constatar devaneos, titubeos de fondo y efectismos de ninguna clase.
El cine de Dreyer es de una complejidad y unas pretensiones temáticas enormes; sin embargo, creo que, por encima de todo, el gran tema de sus películas se expresa en las relaciones existentes entre lo real y lo irreal, entre lo natural y lo sobrenatural. Por otra parte, este es, tal vez, el tema cinematográfico por excelencia: el problema de la verdad de las imágenes que se despliegan ante nuestros ojos a la velocidad de veinticuatro imágenes por segundo. ¿Son reales las imágenes cinematográficas?, ¿debemos creérnoslas en tanto que reales? He aquí uno de los grandes interrogantes que han sacudido (y sacuden) gran parte de la discusión estética en torno al Séptimo Arte y que, asimismo, atraviesa prácticamente toda la filmografía dreyeriana, constituyendo ésta un excelente referente para contextualizar y comprender tal debate.
Ello está ligado a lo que Dreyer denominaba como el «problema de la autenticidad en el cine», y que preocupó profundamente al cineasta desde el principio hasta el final de su producción cinematográfica [2]. Dreyer lo enfocaba desde la contraposición entre teatro y cine, entendiendo el primero como el ámbito de la representación, en tanto que el segundo debía expresar, por su propia naturaleza expresiva, tan próxima a lo real, el ámbito del ser, de lo que el cineasta denominaba lo auténtico. En sus películas siempre lo planteaba a propósito del estar-en-el-mundo —de la mirada— de un personaje que se encuentra preso de una fuerte tensión existencial por diversos motivos (religiosos, morales, políticos, etc…), donde se concitan las posibles relaciones entre su cosmovisión, sus creencias y su posición social, con el medio histórico-social y las circunstancias que le rodean. A partir de ahí, Dreyer articula su estilo y persigue que forma y fondo se integren en un todo unitario perfectamente orgánico y coherente, en una obra singular que bien pudiera calificarse como de autorreferencial, caracterizada, entre otros rasgos, por la limpidez de la imagen, especialmente en los interiores, la gran importancia del montaje y su uso peculiar en la configuración del espacio y del tiempo fílmicos, una calculadísima, milimétrica, puesta en escena basada en una metódica ordenación del espacio escénico, y en una rigurosa y exigente dirección de actores.
Aunque parezca a primera vista sorprendente por el fuerte peso teórico que lo respalda, el cine de Dreyer es un cine de una extraordinaria frescura y sensualidad. El cineasta danés ha buscado siempre dotar de una carnalidad muy acentuada a sus actores, de acuerdo con el carácter de sus personajes, pretendiendo conferirles una importante presencia física en la pantalla. El cine es el arte de la carne, y el artista-Dreyer procuraba transmitirlo verosímilmente en sus películas. Pocos muertos tan creíbles como los muertos de las películas de Dreyer, cuando en principio y paradójicamente la muerte significa la negación de lo carnal en tanto expresión lo vital: recuérdese a Juana, esa muerta en vida a lo largo de todo el metraje de La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d´Arc, 1928) y a Gertrud, cuyo epitafio de su tumba será Amor omnia en Gertrud, a David Gray en Vampyr (1930-31) cuando está muerto en su ataúd, a Anne muerta sentimentalmente en su proceso de condena ante la declaración inculpatoria de su amado Martin en Dies Irae (1943) o a Inger, la protagonista de La palabra (Ordet, 1954-55) en el velatorio de su muerte…; de hecho, pocos vampiros tan carnales (la carnalización del Mal) como los de Vampyr.
Se ha escrito mucho sobre la grandeza de La pasión de Juana de Arco, de Dies Irae y, sobre todo, de La palabra y de Gertrud. No obstante, sin negar lo anterior, me voy a permitir aquí vindicar el enorme peso de Vampyr como película esencial en la filmografía de Dreyer. Al igual que M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931) en el caso de Fritz Lang, o Tiempos modernos (Modern Times, 1936), en el de Charles Chaplin, el filme constituye una encrucijada esencial en toda la concepción cinematográfica del cineasta. Vampyr se rueda en un momento en que se está produciendo el tránsito del cine mudo al sonoro, planteándose, de alguna manera, la reinvención del arte cinematográfico como medio de expresión artística. Vampyr representa ahí el punto centrífugo donde converge y puede rastrearse todo el estilo de Dreyer, silente y sonoro, desde el abordaje de un tema que, como he dicho, en absoluto es excepcional en su filmografía: las relaciones entre lo natural y lo sobrenatural, entre lo real y lo aparente, entre razón y deseo. El filme es muestra de la inquebrantable coherencia de Dreyer frente al cine: su consideración, por encima de todo, como un Arte. Como gran artista que es, el cineasta parte casi siempre de materiales literarios y cinematográficos de corte clásico (por ello Dreyer es un clásico en sentido estricto), abarcando y comprendiendo toda esa tradición para representarla con un sello propio; en el caso de Vampyr, toda la tradición literaria de la novela gótica romántica de vampiros, que le sirve de soporte y pretexto para desplegar un visionario espectáculo cinematográfico en verdad fascinante e insólito. Resulta, pues, altamente recomendable y sugestivo intentar volver a ver todo el riquísimo cine de Dreyer a la luz de esta película fundamental.
[1] El primer trabajo monográfico sobre su cine en lengua española fue publicado por mí hace trece años (vid. Gómez García, Juan Antonio: Carl Theodor Dreyer. Madrid: Ed. Fundamentos, 1997). Desde entonces han aparecido algunos estudios más, y lo que es más importante, se ha editado bibliografía de autoría propia del cineasta (DREYER, Carl Theodor: Sobre el cine. Valladolid: 40 Semana Internacional de Cine, 1995; DREYER, Carl Theodor: Reflexiones sobre mi oficio. Barcelona: Paidós, 1999; y el guión cinematográfico del filme Jesús de Nazareth. Salamanca: Sígueme, 2009).
[2] Vid. Dreyer, Carl Theodor: Sobre el Cine, op. cit.; y Gómez García, Juan Antonio, op.cit.., pp. 31 y sigs.
Para todo buen aficionado, Dreyer siempre está presente aunque las oportunidades de revisar su filmografía son prácticamente nulas. Pero «La pasión de Juana de Arco», «Dies Irae» y, sobre todo, «Ordet»(La palabra») siempre estarán en la memoria de uno. No recuerdo, en toda la historia del cine, una película más sobrecogedora que «Ordet». Y siempre tengo presente lo que decía el propio Dreyer a propósito de «Gertrud»:»Todo lo que importa es el amor y la muerte». Guillermo Berjón