Clint Eastwood

Con motivo de los 100 números y meses de publicación, hemos elaborado un recorrido personal por los directores históricos y contemporáneos más importantes para nosotros: Cien miradas de cine, un libro colectivo del equipo de miradas.net, del cual este artículo es un avance

El abandono de la magnum 44

1. Violencia para defender la sociedad

La larga trayectoria de Clint Eastwood, que va camino como director de los cuarenta años, diez más si nos atenemos a su carrera como estrella, y diez más desde sus inicios como actor, ha acabado por mostrarnos un personaje, como actor y como director, incómodo para su análisis. Su fecundidad, casi a película anual en los últimos dos decenios, su diversidad, abarcando géneros dispares, más la reflexión que ha desarrollado sobre su iconografía, le ha hecho merecedor de un respeto crítico al que hay que sumar el habitual impacto popular cosechado desde el principio de la década de los 70.

Su éxito popular nace de su hieratismo en la ‘Trilogía del dólar’ de Sergio Leone pero es, especialmente, el personaje de Harry Callahan, al que ha dado rostro en cinco películas, sin añadir sucedáneos y variaciones que se pueden rastrear, el que lo encumbra como una estrella. Las características de ambos modelos de personajes son parejas en su individualismo, pero fuera del espectro del orden establecido el primero de ellos y en los márgenes, lidiando con un orden burocrático incompetente, el segundo. El respeto crítico tardó más. Hoy día es casi unánime, y así lo demuestra el hecho de ser conocido como el último de los clásicos, pero es desde Sin perdón (Unforgiven, 1992), cuando las voces disonantes menguan, y también se produce desde entonces una aceleración en la transformación de la monolítica imagen del actor, «desde una imagen de hombre como valor en crisis hacia otra en la que el modelo masculino que representa comienza a adaptarse a las exigencias sociales» (Luis Miguel Mainar, Clint Eastwood. De actor a autor, Paidós, Barcelona, 2006, p. 22). Dicho consenso ha dificultado, en los últimos años, una perspectiva analítica alejada de divismos. Y esto ha sido y es muy incómodo para el crítico que antaño repudiaba el rol encarnado por el actor-director, y que ahora ha de reconocer su maestría en un buen puñado de películas. La razón se encuentra en que la percepción de Eastwood sobre lo que representan sus películas —que son un reflejo analítico de la sociedad estadounidense de las últimas cuatro décadas— no ha variado en demasía, no hay cambios ideológicos notables, por lo que es el crítico el que ha de reflexionar y evitar un discurso unidireccional, error que ha lastrado la comprensión de un personaje y un director, que si se ha convertido en un resonante crítico del american way of life, lo ha sido, no porque se haya hecho más progresista, o haya tomado posturas que para los más conservadores son inaceptables, sin entrar a valorar la inconcordancia de los dualismos republicano-demócrata en EEUU frente al conservador-progresista en Europa. Clint Eastwood fomenta su discurso sobre personajes individualistas, que ejercen una mirada nunca radical, pero sí cínica y disconforme, pero siempre desde el respeto que le merece su país: «América es una nación discutible pero es la mía. Por lo tanto es la única, es lo que hay. Y si constituye un barco que se hunde, porque creció con los maderos podridos, yo resistiré orgulloso haciendo lo que pueda en su favor» (Carlos Aguilar, Sergio Leone, Cátedra, Madrid, 2009, p.29). Es esa postura, de fervor patriótico y de amargura, la que nos permite analizar a un director cuyo discurso no destruye la sociedad de su país sino que muestra sus costuras, y lo hace incorporando «tipos inadaptados e insolentes, parcos en cualquier tipo de recursos y no precisamente afortunados en la vida amorosa» (Aguilar, p. 31).

Su larga trayectoria cinematográfica le ha permitido, lógicamente, depurar el lenguaje, siempre dentro de un cierto clasicismo que ha buscado, en resumidas cuentas, no hacer notar la cámara y ser claro y conciso, lo que no es sinónimo de simple. Su discurso amargo sobre EEUU ha tenido varias características, codificadas en diversas variantes de sus protagonistas principales: falta de creencias en la política, en la religión y en la familia, pero nunca en desacreditar el sistema neurálgico que sustenta su nación, que nace de un individuo que, muchas veces, es incapaz de adaptarse a la sociedad, y cuyo producto es una «reflexión acerca de la violencia como base del orden social, de la convivencia y la vida de una comunidad» (Mainar, p. 217).

2. La sociedad de la violencia

Resulta peculiar que su último largometraje hasta el momento, Invictus (2009), retrate a Nelson Mandela y un acontecimiento deportivo desarrollado en Sudáfrica. Es la primera vez en que una de sus películas no hace mención ni directa ni indirectamente a EEUU. En Invictus, Eastwood huye de EEUU para volver y así cerrar un círculo sobre un tema que ha ido tratando en su filmografía a lo largo de su carrera, profundamente arraigado en la sociedad estadounidense: la justicia ejercida a través del uso individual de la violencia, la necesidad de portar armas y usarlas para defenderse o para combatir las injusticias, cuando el orden establecido se encuentra corrompido o es inexistente. Si en Gran Torino (2008), Walt Kowalski, el rol que encarna, ya sólo puede rehusar el uso de las armas para ejercer la justicia, y lo hace en una película deudora visualmente de sus películas de los años 70 —cuyo símbolo es el coche al que da título la película—, en Invictus es un personaje histórico, Nelson Mandela —encarcelado durante 27 años por su lucha contra el apartheid y Premio Nobel de la Paz en 1993, dos años antes de los acontecimientos de la película— el que le permite volver un paso atrás en el tiempo, la década de los 60, y recuperar el discurso de Martín Luther King, para concluir que ya no hay necesidad de ningún disparo y cuyas armas, presentes al principio, desaparecen al igual que lo hacen los guardaespaldas del presidente Mandela.

El empleo de las armas, que resulta nodal en sus películas de los años 70, y que tiene su epílogo en la fantasmal El jinete pálido (Pale Rider, 1985), y recobra nuevas formas desde Sin perdón (1992), en donde visualiza la lapidaria e inaceptable frase, muchas veces dicha, pocas veces analizada, proveniente de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962) de «cuando los hechos se convierten en leyenda, hay que imprimir la leyenda», y sobre el que versará su díptico sobre Iwo Jima. En Sin perdón, es la Historia, el pasado como asesino de William Munny el que vemos y resulta mucho más doloroso que la leyenda, es decir, que fue una mujer quien lo hizo cambiar, que queda recogido en sus planos iniciales y finales, pero nada más. Munny apenas ha cambiado, ha sido, es y seguirá siendo un asesino, aunque ya no asesine mujeres y niños sino que, en determinados, ejerza la venganza. Es un cambio de rumbo con el que abre un análisis sobre la sociedad de la violencia admirable y de consecuencias paradigmáticas.

Un mundo perfecto (A Perfect World, 1993) radicaliza dicho discurso y ejerce de catarsis emocional al equiparar a los guardianes de la ley frente a un delincuente huido de la justicia. Ese mundo perfecto resulta ser una quimera, no pasa de ser la mirada del niño secuestrado, que acompaña al protagonista pero si esa ley busca reprimir al delincuente, éste igualmente ha ejercido de justiciero, cuando comprueba que ese mundo perfecto soñado es una mentira. Lo que queda es la impunidad de una muerte en nombre de la ley, que dependiendo de cómo se pueda mirar, puede resultar un hecho justo para no causar males mayores o no. Una desviación, que en Ejecución inminente (True Crime, 1999) se desvela como una farsa, puesto que lo que hay detrás, son vidas humanas, personas establecidas dentro de la sociedad. El uso de la violencia institucionalizada no está, para Eastwood, justificado, contemplado, pero no porque la pena de muerte, en este caso, sea un método injusto o deleznable sino porque está sujeta a errores en la que los que pagan son siempre desfavorecidos.

Esos errores, su reflejo en el poder institucionalizado y su impunidad son el espejo de Poder absoluto (Absolute Power, 1997), que dispara contra la inmunidad del presidente, innoble representante de su cargo y juez arbitrario en el uso de la violencia, nodo que amplifica en Mystic River (2003), su película más demoledora, más pesimista. El uso de la violencia resulta incómodo, tanto desde el que ejerce la policía, como desde el de grupos que funcionan al margen de la ley y que ejercen una particular justicia, desdeñando el trabajo de la policía. Ya no se legitima a Callahan ni a su contrario, el asesino Scorpio; ahora, el uso de la violencia, de las armas, se ejerce de forma indiscriminada y claramente injusta puesto que no sirve para una posible finalidad de orden social, lo único que permite es equiparare al policía interpretado por Kevin Bacon, y al gángster Sean Penn, cuando, al final de la película, cruzan sus miradas, pues son los que conocen la verdad, y forman parte activa de una sociedad que la desconoce, todo bajo el tupido colorido de la bandera estadounidense, colofón de lo citado arriba y de lo que Eastwood defiende, su país, pese a sus imperfecciones.