Ensayo sobre la despedida
Hace un año afirmaba, en un texto dedicado a Pixar, que la pantalla es el lugar desde el que poder expresar nuestros anhelos. Y aún hoy lo afirmo, pues el sentido de la aventura que maneja la empresa californiana hace carburar —a través de la animación— la cultura contemporánea. En Up (Pete Docter y Bob Peterson, 2009) la humanidad quedaba reflejada, como en Wall·E: Batallón de limpieza (Wall·E, Andrew Stanton, 2008), como una sociedad víctima de su condición atrofiada. Las raíces que antaño definían al hombre se habían congestionado de tal manera que sólo dejaban margen para el progreso visualizado como grandes dispositivos tecnológicos preparados para generar placer artificial. Y, en esas circunstancias, el antídoto para no languidecer consistía en echar a volar, fantasear entendido esto como el único trabajo intelectual posible para recuperar el tiempo perdido.
Sin duda, uno de los fenómenos sociológicos de esta temporada ha sido el final de Perdidos (Lost, Abrams, Lindelof y Lieber, 2004-10). Con la perspectiva de los meses transcurridos desde la emisión, queda una idea que me interesa relacionar con la afirmación del primer párrafo. ¿Qué vínculo establecemos entre la pantalla entendida como expresión de deseo y el cierre de la ficción como puntos suspensivos de ese anhelo? Como se recordará, la conclusión de Perdidos levantó controversia a partir de la expectativa frustrada que cada espectador buscaba convertir en realidad. Pero más allá de la decepción que supusiese acabar de una manera u otra, la importancia de Perdidos radicó en su enfrentamiento con un final que nadie deseaba: el de su mundo, su ficción, que con el paso de los años interiorizamos hasta hacerlo nuestro. Las tres entregas de Toy Story abarcan quince años, lo que para la mayoría de nosotros implica que atraviesan diferentes etapas madurativas. Toy Story 3 (Lee Unkrich, 2010), en cierto modo, se erige como una coda a ese ciclo vital en el que hemos participado de la mano de Pixar. Es, como Perdidos, un ensayo sobre la despedida, pero también como la serie de Cuse & Lindelof, un documento importante sobre lo que significa recordar, idea ésta que me interesa relacionar con el valor de nuestros deseos.
En Recuerdos (Memory, 1964), Osamu Tezuka se pregunta cómo cambia la realidad después de intervenir la memoria. Sus personajes parecen esforzarse en, literalmente, reducir a cenizas cualquier percepción del pasado, sólo para terminar entendiendo que el trabajo de eliminación ha sido tan efectivo que apenas recuerdan quiénes son y todo les resulta extraño. Los primeros minutos de Toy Story 3 narran, por orden, la infancia y adolescencia de Andy hasta congelar la imagen en el punto de partida de muchos viajes iniciáticos: su ingreso en la Universidad. En apenas unos minutos, el mundo de aventuras conformado por Woody, Buzz, Jessie, Perdigón, Rex y el resto de juguetes ha colapsado ante el inminente abandono de su dueño. Y en los mismos minutos, nosotros entendemos que la dificultad, además de en construir un final para toda ficción, está en esforzarnos para que ese cierre no elimine lo que le ha precedido: la memoria. Tememos que el final altere nuestra realidad.
Hay una imagen que se repite obsesivamente en el último cine norteamericano y, en buena medida, ilustra ese temor que albergamos con respecto al final. Como se recordará, en Mystic River (Clint Eastwood, 2003) el coche en el que sube un adolescente Dave Boyle le conduce de manera invisible, a partir de una elipsis, a una condición de adulto cuyos recuerdos reprimidos frenan su terrible experiencia de abusos. En El incidente (The Happening, M. Night Shyamalan, 2008) es Julian quien lanza una mirada desesperada desde el asiento trasero del Jeep, pues sabe que tampoco ese viaje le permitirá conseguir su empresa. Y tal vez sea La guerra de los mundos (War of the Worlds, Steven Spielberg, 2003) la visión más lúgubre de todas, en tanto se erige en reverso tenebroso del optimismo de su director al plantear el viaje inverso, la huída de todo aquello que el Roy Neary de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters on the Third Kind, 1977) buscaba abrazar. En Toy Story 3 ese sentimiento de abandono lo describe el osito de peluche Lotso, quien una vez reemplazado por su dueña se empecina en destruir cualquier recuerdo del pasado erigiéndose en figura trágica del presente que, con su dolor, continúe alimentado ese desequilibrio.
Lo que para Andy significa una transición hacia otra etapa vital, para Lotso constituye el fin de su vida, no sólo por el vínculo fuerte establecido con su dueña, sino porque es consciente de que no podrá revivir esos recuerdos con la misma intensidad. El tiempo también habrá pasado para él. Sin embargo, lo que en Lotso despierta un espíritu beligerante, en el grupo de juguetes protagonistas constituye una nueva aventura por seguir vivos en la memoria de su dueño. Una foto de Andy rodeado de sus muñecos les recuerda el peso que han desempeñado en la formación del niño. Pero también aviva su sentido del tiempo, ese que insistentemente nos recuerda en la caja en la que vienen envueltos cuál es la franja adecuada para jugar con nuestros muñecos. A diferencia de Lotso, ese transcurso les anima a persistir en el deseo imposible de recordar con sus detalles una vida que está pasando.
En el relato que sirvió de base a Inteligencia Artificial (A.I., Steven Spielberg, 2001), Brian Aldiss reflexiona sobre la condición de un juguete en relación con el tiempo. En un momento de la narración, David, su androide protagonista, expresa lo siguiente: «Me pregunto si el tiempo es bueno. No me parece que a mamá le guste demasiado el tiempo. El otro día, hace un montón de días, dijo que el tiempo pasaba por ella». Y a partir de esa cuestión, David y el otro superjuguete, Teddy, se cuestionan su realidad pensando si a ellos también les afecta el paso del tiempo. La reflexión de Aldiss busca incidir no tanto en la percepción de los juguetes, sino más bien en la de los humanos, en tanto la edad y los días horadan su percepción de las cosas. Ese sentimiento está presente en Toy Story 3 en forma de ocaso de las aventuras, que parecen concluir en la planta de procesado de basuras, lugar donde todos los juguetes acaban consumidos por las llamas. Más allá de ese efecto borrado, la auténtica destrucción de Woody o Buzz es el olvido, la fugacidad de los buenos ratos en los que compartieron con Andy el diseño de un mundo de fantasía que ayudase a colmar los huecos de su educación sentimental. Por eso, la reflexión más valiosa de Toy Story 3 hay que buscarla en el peso de nuestros recuerdos, que son los que eventualmente pueden decirnos las vidas e identidades que nos hemos proporcionado desde los primeros pasos.
Han pasado quince años desde la primera parte de Toy Story, y en más de una década hemos experimentado una serie de cambios. Quizá el más nuclear haya sido nuestra manera de ver el mundo, que ha atravesado diferentes alternativas hasta, más o menos, consolidarse en una. En este punto me interesa volver al primer párrafo y refrescar la idea de la atrofia complementándola con nuestro —quizá sería más adecuado singularizar— miedo a las conclusiones. Nuestro temor consiste en formar una perspectiva del mundo y que aquella no nos devuelva nada a cambio, que revele un vacío desde el que no contemplamos salida alguna. En ocasiones ese vacío nos paraliza y fomenta que repitamos y alarguemos una serie de comportamientos que, lejos de hacernos ganar tiempo, sólo contribuyen a recluirnos en una pequeña parcela de la que más adelante no sabremos cómo salir. Y es entonces cuando nuestro temor a no saber cómo cerrar una ficción descubre un presente construido bajo un suelo inestable. Todo lo que venga a continuación nos proporcionará la suficiente melancolía como para abotargarnos hasta la eternidad.
En una interesante entrevista concedida unos años antes de morir, el filósofo norteamericano Richard Rorty discutía a propósito de su ética basada en sentimientos tales como la compasión y la solidaridad. Antes que los deberes, «nuestras respuestas a las necesidades de otras gentes están determinadas por nuestra capacidad para otorgarles la posibilidad de encontrar otro lugar […] hablar de ‘derechos’ u ‘obligaciones’ es, en mi opinión, inútil si no existe la solidaridad» (Fortanet, Joaquín. “Entrevista con Richard Rorty”, Astrolabio. Revista electrónica de filosofía, año 2005). Echar a volar como el Carl de Up, reunir a los juguetes por última vez y disfrutar de ellos como el Andy de Toy Story 3, o resetear la información basura de una civilización extinta para identificar tu propia cultura como el robot de Wall·E: Batallón de limpieza son expresiones de ese compromiso. La fantasía no surge como evocación de un tiempo pasado ni como escapada mental de las frustraciones del presente. Al contrario, la fantasía, como las frustraciones, forma ese presente. Y lo forma porque ha contribuido a que encontremos nuestro lugar en ese presente.
En su última aventura, tanto los juguetes como Andy pasan el testigo a Molly, la nueva propietaria de éstos, que en su infancia dibujará nuevos perfiles a las aventuras de los muñecos. Pero esos perfiles no borran el perfil que ha dibujado Andy desde su propia infancia o el perfil que hemos dibujado pacientemente durante estos quince años. Porque forman parte de él y, en la medida en que el tiempo ha pasado para Andy, también ha pasado para los muñecos; sus lecciones morales son las de Andy, y el grado de identificación entre dueño y juguetes es tan potente que incluso un cierre agridulce no empaña la fuerza de una decisión feliz. El cine de Pixar ha conseguido hacer de la pantalla una expresión de nuestros anhelos porque la materia prima de su obra es, en esencia, la vida y sus constantes ramificaciones. Y como el final de Perdidos, la conclusión de Toy Story 3 nos muestra que el adiós de una ficción implica la continuación de otra, porque desde el reconocimiento que supone ser partícipes de esa ficción, todo lo que venga a continuación formará parte de nuestra vida. Y eso es lo mejor que puede decirse de la manera de entender el mundo según Pixar: dibuja los contornos de nuestra realidad.
No puedo estar más de acuerdo con tu valoración, Óscar. Esta obra de arte es, desde ya, un clásico contemporáneo. Y lo es, entre otras razones, por el desparpajo con el que mezcla estéticas, influencias y conceptos para configurar un «todo» casi perfecto.
Que en sus maravillosas imágenes quepan Spielberg y Bergman, la alegría desbordante de la niñez y las dudas e inseguridades ligadas al «hacerse mayor», se convierte en el, de momento, último ejemplo de un hecho incontestable: a día de hoy, las mentes preclaras de Pixar parecen las únicas capacitadas para devolver al cine para todos los públicos (¿el cine?) su perdido estatus de producto artístico de pleno derecho.
Eso si, con «Toy Story 3» se han puesto a si mismos el listón demasiado alto. Veremos que sucede en próximas obras…
¡Magnífica crítica!
Mucho Blah Blah y pocas nueces. Entiendo bien el sentido de este ensayo, pero más parece la declaración de intensiones de un espectador, que el análisis crítico de una obra cinematográfica. No me parece malo que lo sea, pero echo en falta la entrada en materia…