De muchos aspectos se podría hablar sobre este díptico bélico televisivo. Por ejemplo, preguntarnos si un proyecto como Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, Steven Spielberg, 1998) dejó en su director y su protagonista principal, Tom Hanks, un regusto a poca cosa, llevándoles a prolongar la aventura de recrear los escenarios de la II Guerra Mundial más allá del fin del rodaje de aquélla, reincidiendo en la gesta de sus héroes según avanzaban hacia Berlín. También podríamos preguntarnos hasta qué punto otro díptico, como fue el que en 2006 realizó Clint Eastwood con Banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers) y Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima), influyó en la idea de completar su visión de la participación norteamericana en el conflicto… o simplemente les hizo darse cuenta de que estaban cometiendo el flagrante crimen del olvido con respecto a aquellos soldados que participaron en las decisivas campañas del Pacífico contra la Armada nipona. Al fin y al cabo, ambas producciones —la de Spielberg/Hanks y la de Eastwood— comparten mucho más que la mera mostración de las hazañas bélicas: la disposición en dos partes permitió a ambos equipos mostrar tanto la dureza de la batalla como las secuelas del regreso al hogar—en mi opinión sin llegar a la excelente mala leche de un film como Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, William Wyler, 1946)—, completando una de ellas al relato convencional —en términos cinematográficos inscritos en el género bélico— de la otra. Así, si mientras Eastwood mostraba la crudeza de la guerra en el relato directo de la batalla de Iwo Jima —amén de los insertos en forma de flashbacks del General Kuribayashi (Ken Watanabe)— después de habernos llevado de la mano de tres soldados en su vuelta a casa para conseguir bonos de guerra —insertando sus traumas y frustraciones en el backstage de la representación político-social—, Spielberg y Hanks ofrecieron primero el relato reconocible —Hermanos de sangre no deja de ser un producto cinematográficamente ortodoxo—, donde la narración discurre paralela a los héroes y sus vicisitudes, mientras que The Pacific permite disfrutar —y sufrir, todo ello a partes iguales— de unos tiempos muertos que se alejan del campo de batalla —permitiendo el discurrir de acciones paralelas en forma de cul de sac, sin prolongación más allá de su mera mostración, pero rellenando aquellos huecos que se descuelgan de la peripecia de trinchera— y de la aparición de unos personajes que tan pronto desaparecen —o mueren— como vuelven al fotograma —digital— como espectros de cuerpos que creíamos desaparecidos. Y quizás sea ésta la gran novedad que aporta The Pacific a un fenómeno como es el de las series televisivas de corte histórico: ya no hay una empatía emocional, una filia sentimental o un asidero narrativo al que agarrarse, pues, como en una carrera de relevos, el testigo de la acción va pasando de mano en mano, de personaje en personaje, apareciendo, desapareciendo y reapareciendo en el relato, haciendo de éste un ensayo mucho más real y plausible que el tradicional recorrido de principio a fin subidos a la chepa del soldado que escala en la jerarquía castrense por sus méritos de guerra y sus virtudes heroicas, llevando de la mano a su compañía por la senda de la victoria —algo tan repelente de contar como de observar—.
Pero hay otro aspecto que, más que interesarme, me turba considerablemente: ¿por qué estas series, aquí y en este momento? Después de varias décadas con los norteamericanos tranquilos en su casa —a pesar de alguna incursión militar menor, como Granada, Libia o Somalia, y de esa pantomima mediática que fue la Primera Guerra del Golfo—, el siglo XXI amaneció con un presidente que, por sí mismo, justifica los principios evolutivos darwinianos —no son pocos los montajes fotográficos en los que se han comparado sus gestos faciales con los de un chimpancé (sin ir más lejos, la web http://www.bushorchimp.com/ recibió más de 5 millones de visitas entre los años 2000 y 2003)—, poniendo el mundo patas arriba a través de sus guerras preventivas, apoyándose en una política interior basada en la unidad patriótica frente al enemigo exterior tras los —supuestos— ataques islamistas contra el Pentágono (?) y las Torres Gemelas. Si bien toda producción audiovisual —y más cuando hablamos de unas de gran calado y despliegue técnico, como son las que nos ocupan— tienen su tiempo de gestación, rodaje y posproducción —The Pacific por ejemplo, ha comenzado su emisión dos años y medio después de iniciada su filmación—, el hecho es que los estrenos televisivos de ambas series han convergido en dos momentos muy específicos de la Historia de los USA. Así, Hermanos de sangre —y agárrense los machos— se emitió por primera vez ¡el 9 de septiembre de 2001! —justo dos días antes del famoso Martes Negro; menuda coincidencia—, mientras que The Pacific ha coincidido con el debate en torno al primer año de gobierno de Barack Obama, un presidente que por su gran talante pacifista ha merecido ser distinguido con el Nobel de la Paz… a pesar de que en la misma semana de recibir el galardón daba luz verde al envío de 30.000 soldados más para pacificar Afganistán —todo un record en el mundo de la incoherencia—. En fin, que el cine —en su formato televisivo, en este caso— sigue siendo terriblemente didáctico, pues ambas series dejaron las cosas bien claras de lo que pasó a principios de los años cuarenta: 1. el enemigo existe, y está ahí fuera; 2. se le pone freno con el envío de soldados; y 3. este sacrificio otorga la victoria y el consiguiente de la libertad como recompensa. Así, por la máxima según la cual el cine histórico habla sobre la época en la que está realizada la producción a través de referencias alegóricas, los dípticos mencionados no dejan de justificar el esfuerzo, el sacrificio y los méritos de la intervención armada, tratando de explicar que ese mal menor —la guerra— vence en toda su trágica dimensión por la excelencia del producto obtenido —la paz ¿duradera?—.
Y, sin embargo, no dejamos de notar un hecho que, como la materia que trata de aflorar a través del vacío o como el sonido que emana de un profundo silencio, destaca por su ausencia dentro del relato: Hiroshima. Al tándem Spielberg/Hanks parece que les ha resultado conveniente pasar de soslayo por encima de uno de los acontecimientos más deleznables de la Historia de la Humanidad: el asesinato premeditado y consciente de cientos de miles de civiles desarmados, hambrientos y rendidos (en cuatro años de guerra el ejército norteamericano perdió algo más de 400.000 unidades, mientras que la cifra de bajas que causó en esta ciudad nipona con los efectos de un sólo proyectil fue de 140.000 personas de forma directa, a las que habría que sumar las muertes indirectas derivadas de la radiación). Porque ante el temor de que Uncle Joe —apelativo con el que Churchill llamaba a Iosif Stalin cuando éste no estaba presente— no parara en el Reichstag y siguiera marchando triunfal ante el empuje de un Ejército Rojo sediento de expandir el comunismo a nivel planetario, los norteamericanos —con las bendiciones de sus aliados europeos— decidieron mandarle un mensaje —que resultó ser una carta bomba, si se me permite el chiste malo—: los demócratas podemos tener tan poco sentido moral, tan pocos prejuicios y tanto desprecio por la vida humana como cualquiera. Decir esto puede tener su delito. Recordarlo puede ser imperdonable. Spielberg/Hanks se han encargado de recordarnos que los tabúes también existen entre las filas de los vencedores.
Eso de que Japón estaba rendido cuando se lanzaron las bombas… más bien fue el temor a una tercera sobre Tokio lo que les obligó a firmar la rendición incondicional (a bordo del USS Enterprise) Cada isla japonesa iba a requerir semanas y miles de muertos para tomarla, como ya había sucedido en Filipinas, Guadalcanal, Iwo Jima etc. Los historiadores no están de acuerdo en si realmente Hiroshima y Nagasaki supusieron más o menos horror y muerte que la otra opción.