Riesgo extremo
Hace tiempo que abandoné la pretenciosa e inane persecución de la objetividad a la hora del análisis y la crítica cinematográficos. El arte, por su misma naturaleza, es un proceso comunicativo en cuyas dos fases de codificación y descodificación reina poderosamente la subjetividad. Por eso nunca dejan de sorprenderme sobremanera las unanimidades, bien sea para el elogio o para el desprecio. Quizá por la problemática relación que tenemos los españoles con todo lo español, eso me sucede muy habitualmente con nuestro cine, casi siempre destinado a la crítica interna más amarga, o a un doloroso ninguneo. Exactamente eso creo que es lo que ocurrió con Noviembre (Achero Mañas, 2003), una de las mejores películas españolas de los últimos veinticinco o treinta años que recibió el Premio de la Crítica (FIPRESCI) en el Festival Internacional de Toronto «por su frescura, su mezcla original de ficción y técnicas documentales, su mensaje humanístico y la alta calidad de todas las interpretaciones».
Aquello confirmó la calidad de un director escasamente tomado en serio que había ofrecido una ópera prima más que notable con El Bola (España, 2000), donde ya anunciaba su extraordinaria dotación para la dirección de actores (quizá su especialidad) y la capacidad para lograr escenas dramáticas de gran densidad, escalofriantes en ocasiones. En sus tres largometrajes, además, pueden ya vislumbrarse algunas líneas temáticas interesantes, que parecen situarse en el núcleo de su universo: la infancia, los roles de género, la idea de representación, la fractura entre la vida íntima y la vida social. Precisamente, bajo esta última perspectiva, encontramos la grieta más importante de Todo lo que tú quieras que, aún así, se erige como un filme excelente y referencia insoslayable en la cosecha española de este año.
Cuando Alicia (Ana Risueño), la madre de Dafne (Lucía Fernández), muere delante de ella, su padre, Leo (Juan Diego Botto), encuentra ante sí una ecuación de difícil solución: reconvertirse en el padre que nunca fue, ayudar a su hija a sobrevolar el trauma de la muerte de su madre y continuar desempeñando el rol que la sociedad espera de él.
Una de las contradicciones del cine de Mañas, que imagino se irá solucionando con la experiencia y la madurez, es que mezcla matices casi imperceptibles con algunos énfasis innecesarios (sobre todo mediante el empleo de la música); pero la balanza suele desequilibrarse a favor de la contención porque ésta es la gran protagonista de los planos y escenas que afectan a la médula de sus películas. A raíz de la sinopsis ofrecida, por ejemplo, debe decirse que la definición de la situación familiar se hace siempre con sordina, apelando a la búsqueda por parte del espectador de los matices que sean más importantes para él. En esa dirección, la primera parte de la película nos muestra a un padre ausente, que coincide con su hija apenas unas horas por la noche, que hace descansar en su mujer la responsabilidad paterna y cuya vida relevante transcurre siempre lejos de casa. Por eso, cuando Alicia muere y él debe enfrentarse a todo aquello que rehuyó, resulta lógico pero al mismo tiempo terrible el momento en que Dafne, su hija, se echa en brazos de Marta (Najwa Nimri), una antigua novia de Leo a la que ha visto dos veces, antes que echarse en el regazo de su padre.
En la intimidad del dormitorio, Leo debe atender a una cotidianeidad nueva, donde lograr que Dafne duerma, por ejemplo, es un nuevo «trabajo». Así, acepta un juego con la niña que la tranquiliza: pintarse los labios como su madre. Ese inocente paso se convierte en un proceso de más calado el día que descubre que Dafne ya no reconoce en él a su padre, sino a su madre, y que es incapaz de llamarle «papá»; cuando por fin lo logra, acepta hacer «todo lo que tú quieras» que, en esa tesitura, consiste en «hacer de mamá» siempre que la niña desee. Así, el juego íntimo se convierte en un juego social. Un juego para el que la sociedad no está preparada. Y justo ahí, la película da un salto mortal que delata la indiscutible valentía de Mañas (hubiera sido mucho más fácil y sostenible narrativamente dejarlo en el ámbito privado), salto que deja tras de sí quizá la mayor grieta del filme, a pesar del alud de reflexiones sugestivas que nos ofrece.
Porque Mañas parece querer decirnos que la decisión de Leo (maquillarse y vestirse de Alicia para hacer de madre de su hija) es respetable, valiente e inteligente (como evidencia un final en el que se deja patente el acierto de esa decisión a la hora de acompañar a Dafne en el duelo por su madre, finalmente superado), y que una sociedad conservadora y tradicional no puede aceptarla. No deja de ser cierto en parte, pero no es menos cierto que esa decisión es objetivamente discutible (por los educadores, por los psicólogos). Hay muchos minutos donde la sostenibilidad de la película se mantiene en precario, aunque a Mañas le sobran fuerza, sutileza con los actores y habilidad para superar con éxito ese tramo del filme. Y, una vez superado, abrir ante nosotros una serie de reflexiones e interrogantes que superan con mucho el juicio sobre el acierto o el error de la decisión paterna: ¿hay, en realidad, algún método infalible para evitar el dolor de una niña tras la muerte de su madre?, ¿qué ocurriría si el padre, en verdad, fuera un transformista?, ¿son acertados los principios aceptados en cuanto a los roles de género en relación con nuestros hijos? Y muchas más.
Más allá de todo eso, incluso, Achero Mañas realiza, llevando hasta el extremo de un modo suicida la excusa dramática del filme, un grotesco zoom sobre un rol masculino en decadencia, que está siendo sustituido lentamente por otro nuevo. La figura del padre, presente en las tres obras de Mañas, es una de sus obsesiones, pero Todo lo que tú quieras sugiere que esa idea va más allá: no es sólo el padre, es el hombre. Los padres que trabajan todo el día y aparecen sólo para el beso de buenas noches y el fin de semana están, a cambio, dispuestos a darle a sus hijos “todo lo que tú quieras”: idea que, a su vez, está en la base de la educación en las generaciones de jóvenes presentes y futuros. Uno de los síntomas de una sociedad enferma.
No me gustaría terminar sin decir que lo de Achero Mañas es valentía: su filme aspira a ser evaluado ante las grandes audiencias bajo un riesgo narrativo de funámbulo. Experimentar en la intimidad, ante la vista de familiares, amigos y fans irredentos puede que sea muchas cosas, pero no riesgo ni valentía.