Déjame entrar (Let me in)

Otro tiempo, otro lugar

Para quienes no quieran ver en la película que nos ocupa sino un remake oportunista a evitar o, lo que viene a ser lo mismo, a valorar abrazados entre lágrimas a la edición limitada platino de Déjame Entrar (Låt den rätte komma in. Tomas Alfredson, 2008), sería muy conveniente que esta realización del estadounidense Matt Reeves auspiciada por la renacida Hammer Films fuese el bodrio del año. Pero, por desgracia para los lugares y los críticos comunes, se trata de una propuesta tanto o más recomendable que la original sueca.

Matt Reeves ha justificado su versión por su fidelidad antes a la novela de John Ajvide Lindqvist que a la adaptación de Tomas Alfredson. Argumento discutible si nos ceñimos a los hechos plasmados en pantalla: el perturbador triángulo de amor y codependencia que establecen una vampiro bicentenaria atrapada en el cuerpo de una niña (encarnada por Lina Leandersson y Chloe Moretz), su agotado sirviente (Per Ragnar/Richard Jenkins) y un chiquillo alienado (Kåre Hedebrant/Kodi Smit-McPhee) constituye de nuevo, suceso a suceso y, si cabe, con mayor depuración dramática, el meollo de su film, como ocurriese en el de Alfredson. En ambos casos, a costa de ciertos desvíos narrativos y personajes secundarios a los que Lindqvist también concedió espacio en su texto.

Pero sí existe una gran fidelidad en lo tocante a la atención que tanto el novelista nórdico como Reeves dispensan a la ubicación geográfica y a las fechas en que acontece la historia, frente al interés prioritario de la película de Tomas Alfredson —cuyo guión, recordemos, corrió a cuenta de Lindqvist— por individualizar la ficción; convirtiéndola ante todo, como manifestaban los primeros y últimos planos del metraje, en la ordalía hacia la liberación y futura condena del pequeño Oskar.

Por su parte, Lindqvist ha manifestado en varias ocasiones que su novela alberga numerosas apostillas autobiográficas. Por lo que su decisión de situar puntillosamente la ficción entre el 21 de octubre y el 12 de noviembre de 1981 en Blackeberg, suburbio de Estocolmo donde nació y se crió —cuya formación «planificada al milímetro» y naturaleza «moderna y racional» estaban necesitadas únicamente de «una historia […] las calamidades y el terror de la historia»—, podría entenderse como un exorcismo creativo. El capítulo Sábado 24 de octubre está encabezado por una cita de Johan Eriksson que lo dice todo sobre las frustraciones y aspiraciones de Lindqvist: «La mística de la barriada reside en su falta de misterio».

En cuanto a Reeves, abre Déjame Entrar con el sobrecogedor plano general de un paraje nocturno y azotado por la nieve que, leemos, corresponde de modo asimismo preciso a “Los Álamos. Nuevo México. 1983”. Nos hallamos, como en el caso de Blackeberg, ante una población surgida artificialmente pocas décadas atrás; pero no donde «antes no había más que bosque», sino donde se fraguó en secreto el Proyecto Manhattan, que derivaría en las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki; el lugar del «pecado original», en palabras de Gore Vidal, donde resulta por tanto paradójico escuchar a Ronald Reagan acuñando el 8 de marzo de 1983 ante la Asociación Nacional de Evangelistas la célebre expresión “Imperio del Mal” para referirse a la Unión Soviética y a los revolucionarios de América Latina, y anunciado el 23 del mismo mes y año el inicio del programa militar defensivo Strategic Defense Initiative, conocido popularmente como Guerra de las Galaxias. La angustiosa disparidad entre unas certezas morales colectivas caracterizadas por el maniqueísmo, la hipocresía y el conformismo, alimentadas por espantajos como el Terror Rojo y el satanismo —paranoia esta última muy propia de aquella época que abordaba otro ejercicio retro reciente, The House of the Devil (Ti West. 2009)— y el «desconsuelo metafísico» que atenaza a Owen, otorga a Déjame Entrar su sentido intrínseco como relato.

Un relato cuya compleja carga alegórica y cuya adscripción a toda una corriente actual del cine comercial norteamericano ansiosa por revisar la herencia ética y estética de los ochenta, hacía imposible una resolución formal tan sencilla como la orquestada por Tomas Alfredson en la primera versión del libro de Lindqvist. Es aquí donde entra en juego el manierismo de Matt Reeves o, en afortunada reflexión de Roberto Alcover, su “vampirismo cinematográfico”. En su excepcional película anterior, Monstruoso (Cloverfield. 2008), Reeves legó al mañana una fábula sobre lo incognoscible del Mal que ha configurado nuestro presente, empleando para ello armas expresivas consustanciales al mismo como el found footage y las imágenes de los informativos. En Déjame Entrar, su indagación acerca del Mal como problema perceptivo y relativista («No soy nada», dice de sí misma la vampiro Abby) y en torno a nuestra extrañeza creciente respecto de lo real consensuado, se traduce en una serie de set pieces y apuntes visuales que beben del cine practicado durante finales de los setenta y principios de los ochenta por Steven Spielberg, John Carpenter o Brian De Palma. El pasado arroja, así, insospechada luz sobre nuestro presente, merced a la recuperación funcional de las claves formales que han contribuido a erigir nuestro imaginario moral.

En definitiva, la reubicación espacial y temporal de una historia puede llegar a redefinirla por completo, justificando sobradamente un remake como el escrito y dirigido por Matt Reeves. Al fin y al cabo, una película no es más que una experiencia intransferible vivida por un espectador concreto en unas coordenadas espacio-temporales muy determinadas. ¿Acaso los sucesivos visionados posteriores de ese título no son en sí mismos remakes, definidos por las fluctuantes coyunturas existenciales en que vamos encontrándonos? Si transigimos con nuestros cambios de perspectiva, que enriquecen el disfrute de la obra en cuestión al permitirnos profundizar cada vez más en ella y en nosotros mismos, ¿por qué censurar sistemáticamente que otros nos brinden sus propias versiones?