Pa negre (Pan negro)

Luz cegadora

Tal vez se deba a las repetidas dosis de cine asiático, reforzadas en el reciente festival de Sitges, o tal vez a la deformación de mi propia alma; pero, cualquiera que sea el motivo, disfruto cada vez más con aquellas cintas que nos revelan el lado oscuro de la humanidad, si es que ésta es una palabra todavía adecuada. Siento un placer sin duda perverso cuando directores de diversos ámbitos, y en diversos géneros, revisan y muestran el abanico de mezquindades que mujeres y hombres somos capaces de llevar a cabo. Es por ello que previas obras de Villaronga me habían resultado de gran interés. En Tras el cristal (1987) historia de dualidades y ambigüedad moral, los personajes luchaban entre sí y consigo mismos en torno a un nazi mantenido con vida en un pulmón de acero en un caserón oscuro. Villaronga aprovechaba el espacio de modo admirable para transferir la morbosidad moral de los personajes, contagiados del mal que el nazi parecía emanar, a las tinieblas del espacio físico. En El mar (2000) Villaronga alcanzó su nivel expresivo más alto alcanzando cotas de turbidez no igualadas en el cine español. En aquella cinta, malograda por una serie de amputaciones en la postproducción, unos personajes arrastraban una maldición nacida en la muerte de un amigo durante la infancia. A lo largo de los años, desarrollarían, como los personajes de Tras el cristal, una relación ambivalente, salpicada de traiciones y violencia, de odios y engaños, y que tenían su máxima representación en una fotografía luminosa que lejos de otorgar calidez a las vidas de sus protagonistas, les quemaba y asfixiaba en un contexto que siempre les iba a resultar opresivo.

Si me alargo en los comentarios de filmografía previa es para dar a entender la insatisfacción que Pa negre me ha producido. Hay también en la última cinta de Villaronga secretos inconfesables que determinan el destino de los personajes, hay traiciones, engaños y verdades ocultas, hay homosexualidad explícita y homosexualidad insinuada que determinará la tragedia, hay egoísmos y decisiones que causarán envidias y odios. Lamentablemente, lo que le falta a Panegre, es la atmósfera opresiva que el director había conseguido en las dos cintas citadas. La película arranca con una espectacular escena de asesinato (que funciona más como un Mcguffin que como auténtico motor de la historia puesto que el duelo de rencores e intereses ya era previo), pasa a mostrar, con gran precisión, una pequeña comunidad rural en la Cataluña azotada por el franquismo en los 40 y se complementa con la visión que de toda la historia tiene el protagonista, un niño a quien los terribles acontecimientos arrastrarán con brutalidad hacia la vida adulta. Y, si bien Villaronga y sus colaboradoras   efectúan una gran labor en la recreación de época, ropa, atrezzo, actividades de protagonistas y secundarios, la película se queda en el papel, en las historias de enfermedad moral, de sociedad rota, descritas en las obras de Emili Teixidor en las que se basa.

Y aquí el problema no es el mismo que en tantas y tantas películas españolas sobre la postguerra. No hay decorados de cartón piedra ni fotografía plana. No hay falta de figurantes ni estatismo en las imágenes. La enfermedad de la película subyace en la incapacidad de trasladar a las imágenes la atmósfera malsana que infecta las vidas de los personajes ni transmitir la sensación de zozobra, miedo y expectación que vive el pequeño protagonista (y a través de cuyo punto de vista conocemos la historia). Hay, en una historia tan oscura, en tan turbio ambiente, tan lleno de incertidumbres para un niño, demasiada luz, demasiada claridad expositiva. Parece que la voluntad narrativa empleada en concentrar una historia tan compleja (tal vez excesiva para el metraje de la cinta) no va de la mano de la puesta en escena. Las miserables cabañas de los protagonistas, la cárcel o las cuevas tienen puntos de luz insospechados que iluminan inadecuadamente a los torturados personajes, ciegan al espectador y no le transmiten las sombras de la historia, de la sospecha, del temor, de las conductas agresivas. Del mismo modo, la evolución del niño, desplazado de su casa paterna a la masía familiar, dónde se verá lanzado a la edad adulta mientras atisba el sexo, la homosexualidad y las mentiras de la vida está narrada de modo excesivamente neutro. No hay espacio para la fantasía en su exploración de la buhardilla o de las cuevas. No hay la necesaria ambivalencia en su frustrada iniciación sexual con su prima o en su relación con el joven tuberculoso. Villaronga se concentra en una claridad expositiva que, lejos de beneficiar la película, la perjudica. ¿Es un lastre de su pase por las telemovies, un peaje a pagar por alcanzar audiencias mayores o la ausencia de Jaume Peracaula (responsable en las otras películas citadas) en la dirección de fotografía? Tal vez nada de ello. Pero en su esfuerzo por hilar la narración, Villaronga parece olvidar que una historia tan negra precisa más sombras que luces, más cabos sueltos que aclaraciones, más oscuridad. Tal vez no la habríamos comprendido tan bien pero habríamos sentido más el dolor y la turbación. Al igual que las víctimas de aquella época.