Sitges 2010. Coda

Con más de 250 películas en su programación, que se dice pronto, es imposible poder verlo todo y en tan solo diez días, pero hacemos lo posible por no perdernos lo más importante. Os dejamos con un repaso por todo aquello que nos dejamos en el tintero la semana pasada y que merece unas líneas. Buenas compañías y mucha variedad cinematográfica son los recuerdos que nos llevamos en una edición plagada de buenos títulos, por mucho que digan por ahí. Como muestra una botonera.

The People vs. George Lucas, de Alexandre Philippe (EE.UU., Reino Unido)

En el primer episodio de la tercera temporada de Friends (1994-2004) —por cierto, nunca lo bastante reivindicada en su naturaleza de certero retrato generacional—, El de la fantasía de la princesa Leia, se revelaba que una de las grandes fantasías sexuales de los treinteañeros de los 90 era que su pareja se disfrazara con el biquini dorado que Carrie Fisher llevaba en El retorno del jedi (Return of the Jedi; Richard Marquand, 1983). Y es que pocos productos cinematográficos han marcado tanto la infancia de los niños ochenteros como la saga Star Wars, convirtiéndose en una referencia cultural universal —al fin y al cabo, la mitad de la carrera de Kevin Smith está construida sobre sus chistes al respecto— y en un buen tema para sacar en reuniones nostálgicas bañadas en cerveza y sueños perdidos. Siempre que se evite, claro está, el infausto recuerdo de la nueva trilogía, cada una más frustrante que la anterior para los que crecimos queriendo ser Luke Skywalker y entrenarnos con Yoda. Partiendo de ello, Alexandre Phillipe elabora en The People vs. George Lucas una deconstrucción del mito de pesetero, manipulador y vendido del creador de tan mítica serie de películas, contrastando el (lógico) cabreo del fandom con las limitaciones, los miedos y las frustraciones de Lucas, al que el director consigue dar una dimensión humana en su imposibilidad de alejarse a nivel creativo del universo Skywalker.

14 Blades, de Daniel Lee (Hong Kong/China)

Ahí va una idea gratis para que Ángel Sala y su comité de programación la tengan en cuenta en la próxima edición: ¿por qué no organizar, paralelamente a Sitges, un festival dedicado de forma íntegra a películas de Donnie Yen? Podría llamarse Donnie Yen es el mejor luchador o Nadie regala Donnie Yen a cuatro pesetas —con el Film Festival al final, claro—. Desde luego, este año los fanáticos del actor/artista marcial cantonés se han puesto las botas —y si no, que se lo digan a mi buen amigo Salva Solano—, y durante el festival lo han podido ver en todo tipo de registros… O en todo tipo de intento de registro, vamos. En concreto, en 14 Blades, Yen empieza haciéndose el malo, como ya hiciera en Érase una vez en China II (Wong Fei Hung II: Nam Yi Dong Ji Keung; Tsui Hark, 1992) y Hero (Ying Xiong; Zhang Yimoiu, 2002), con la diferencia de que ahora ya es una estrella y no puede pasar mucho metraje sin que se conciencie y se pase al lado de los buenos. A lo que ayuda, claro, la presencia de Vicky Zhao mirándolo con arrobo y estableciendo un tira y afloja sentimental que quiere parecerse a los de la etapa británica de Hitchcock. Daniel Lee, en la línea que lleva utilizando desde Moonlight Express (Sing Yuet Tung Wa, 1999), mueve mucho la cámara, usa planos cortísimos, pone filtros azules e impide que pueda apreciarse en toda su intensidad lo mejor de la película: las peleas con cables coreografiadas por Ku Huan-chi.

Tonio L. Alarcón

Frozen, de Adam Green (EE.UU.)

El cine de supervivencia ha sido siempre un indicio del fin de los tiempos. O, más adecuadamente, del miedo que supone encarar su incertidumbre y sus azarosos tentáculos. No es de extrañar, por tanto, que esta artera, contundente y completamente disfrutable película de Adam Green incluya una referencia nada velada al 11 de Septiembre, concretamente al recurso desesperado del salto al vacío como vía de escape para afrontar el horror. El fondo, por tanto, no puede ser más trágico, pero las formas siguen siendo lúdicas y traviesas, las mismas que manejaban clásicos como Naúfragos (Lifeboat. Hitchcock, 1944), algunos de los mejores episodios de Alfred Hitchcock presenta… (1955) u obras más recientes, como Open Water (Chris Kentis, 2003) o A la deriva (Adrift Hans Horn, 2006). Las mismas (un entorno asfixiante y con límites bien definidos, aquí una telesilla de una estación de esquí; unos personajes construidos con cuatro trazos pero reconocibles y empáticos, con rencillas ocultas que irán desenterrándose oportunamente; un tiempo reducido que juega a ser casi real, lo que provoca que sus elipsis sean tanto más significativas; y la búsqueda intrincada de una salida como principal base de conflictos), pero por una vez tan depuradas y bien presentadas que sacan los colores sin aparente dificultad a sus predecesoras, y no precisamente a causa del frío. Porque la buena noticia es que, dentro del género de la supervivencia, Frozen supone una propuesta casi modélica: no tanto por su representación siniestra y amenazante de la naturaleza, sino porque en ella, los riesgos del subgénero, sobre todo en el terreno de la verosimilitud, apenas llegan a causar heridas de gravedad sobre la superficie; los golpes de efecto aparecen dosificados y en su justa medida, pero no son menos impactantes cuando suceden; y finalmente, el enfoque a medio camino entre lo descriptivo y narrativo, gran atractivo de todo film de supervivencia y a la vez su principal talón de Aquiles, pocas veces ha sido utilizado con tanta pericia y socarronería. En suma, una pequeña gran película que presenta una situación límite como reflejo del horror compartido en una metonimia nada aparatosa, resuelta con apabullante humildad y, lo más importante a estas alturas, ¡¡sin pretensiones de ejercicio de estilo!!

Rubber, de Quentin Dupieux (Francia)

Una película como Rubber podría, hipotéticamente, enfrentarse a similares problemas y desencuentros con su público que otra tan diferente a sus propósitos como A serbian film (Srpski film. Srdjan Spasojavic, 2010). Mientras que la segunda vacía todo su cargador en pos de la atmósfera  resultante de sus bien modulados impactos (generando el rechazo tanto del público impresionable como del que afirma estar por encima del efectismo gratuito y de vuelta de todo), la película de Dupieux, verdadero trago de agua fresca en una edición que anduvo bien surtida de ladrillos de bajo presupuesto, apuesta por un ingenio, ya desde su planteamiento, tan frontal y exhibicionista que es capaz de generar tantas filiaciones como antipatías. Una pena, porque tanto éste como el incomprendido film de Spasojavic deberían analizarse, y disfrutarse, sin esa mirada condescendiente tan propia del crítico con horas de vuelo y codo hincado: simplemente, como inspirados divertimentos capaces de indagar nuevos caminos y recursos expresivos en el terreno de lo fantástico, cuyas más importantes barreras siempre han sido las miras de sus propios espectadores. No digo con esto que Rubber no sea una película divertida, o incluso brillante: lo es, y eso ya es decir mucho. Me refiero a que su desarrollo, tras su alucinante planteamiento de cartoon sureño, está por fuerza condicionado a esa ambición de ser original, mordaz e ingeniosa; esto supone que no siempre se encuentre a la altura de sus ambiciones, que provoque cierta sensación de artificio y que pierda fuelle en las contadas ocasiones en que se toma más en serio de lo que debiera: las mismas pegas, creo, que pueden achacársele a la controvertida obra de Spasojavic. Por todo ello, la mejor forma de apreciar una obra como ésta en su justa medida es entrar en su juego sin saber nada de ella (los ojos limpios, los oídos vírgenes), pues acaso sus ideas tengan más gracia que sus imágenes, y conocerlas de antemano nos aguará la fiesta con total seguridad. Es por eso por lo que creo que lo mejor es no seguir hablando de Rubber y dejarlo todo zanjado en este punto. Será lo mejor, ¿a qué sí?

Pablo Vázquez

Confessions, de Tetsuya Nakashima (Japón)

Estructurada en distintos episodios (confesiones que dan lugar a flashbacks) que se alimentan entre sí, la película se reinventa constantemente ante nuestros ojos a partir de una estructura ciertamente peculiar que, aunque pueda recordar a la de Rashomon, Sátántangó o Elephant, nos traslada más bien a un universo en forma de bucle donde una melodía (audiovisual) se repite insistentemente —con ligeras variaciones— desde el plano inicial. La trama (tan desbordante como irregular) está habitada por una serie de adolescentes japoneses en conflicto y parece compuesta como una letanía, como un epitafio de imágenes a ralentí donde lo bello se encuentra con lo atroz. Guiada por una fotografía preciosista y una excelsa banda sonora de Boris, Confessions es una película atrevida, inesperada, que nos envuelve como si de un concierto de post-rock se tratara. El para muchos molesto abuso de la voz en off funciona aquí como un instrumento más en la composición de una sinfonía melancólica de colores en la que, pese a los subrayados explicativos y la estética redundante (la impresión de estar viendo un tráiler o un videoclip alargado surge ocasionalmente), el espectador queda extasiado, satisfecho. El filme abruma y, además, gana en el recuerdo. Por extraño que nos parezca, ha sido elegido por Japón para competir en los próximos Oscar. Le deseo suerte.

The Red Chapel, de Mads Brügger (Dinamarca, 2009).

Hubo un tiempo en que la sección Seven Chances era casi lo más apetecible de Sitges, aquel lugar donde uno podía recuperar en pantalla grande joyas actuales de imposible distribución en nuestro país y que, por aquel entonces, ni tan siquiera circulaban por la red. Allí vimos Transe, Tropical Malady, Boarding Gate o Brand Upon the Brain!, exquisitas piezas que, en los últimos tiempos, parecen haber dado paso a reposiciones —más apropiadas para Sitges Clàssics (en 2009 Franju, este año Val del Omar) que para Seven Chances— y a títulos menores, indignos de participar en una selección tan concreta. A este último grupo pertenece The Red Chapel, un discutible documental que nos muestra las peripecias de un par de cómicos daneses-coreanos que logran representar su (pésimo) espectáculo en Corea del Norte y que, a priori, en su comportamiento pretenden advertirnos de la censura y las miserias de aquel estado. La curiosidad por los métodos de tan marciano y aberrante sistema totalitario es lo único que mantiene en pie un filme manipulador y discursivo que, desde una perspectiva bienpensante occidental, viene a decirnos lo que todos ya sabemos: que en Corea del Norte no existe libertad. La nula voluntad de diálogo y la soberbia ideológica del documentalista —del que ponemos seriamente en duda su ética para con sus actores— subraya molestamente unas imágenes censuradas a las que impone un discurso preestablecido a través de su simplista voz en off. La única vía de escape ante tal aleccionamiento surge en las reacciones espontáneas de uno de los dos cómicos que, al sufrir una disfunción en el habla (que le impide ser comprendido por la censura), puede expresarse con total impunidad en un país bloqueado y en un filme rígido y calculado, irrelevante.

R U There, de David Verbeek (Holanda/Taiwán)

El estreno de filmes como Avatar, Origen o La red social no parece casual. La temática de lo virtual, de cómo nuestra identidad se está viendo afectada (para bien o para mal) con la mayor presencia de ciertas tecnologías en nuestra rutina diaria, está cada vez más presente en el fantástico (o en lo realista, a este paso) y Sitges, con atinada selección, dio buena cuenta de ello en una serie de pequeñas propuestas de desigual interés que incluyó en su programación. Quizá, junto con Catfish, la más sugestiva de todas ellas fuese R U There, un filme que se pone en la piel de un gamer semiprofesional holandés que viaja a Taiwán para competir en un torneo con un equipo de su país. La ficción oscila entre el mundo de los videojuegos y el real, estableciendo un fructuoso diálogo que no pretende sentenciar sobre el estado de las cosas sino vislumbrar los posibles encuentros (y de desencuentros) que ofrece el mundo virtual contemporáneo para el ciudadano común. Lo que prometía, en un principio, ser una cinta de acción subjetiva se convierte pronto en un relato sobre la soledad urbana y sobre el encuentro con lo desconocido (o con la desconocida). R U There es, pues, una exquisita obra transnacional, una película sutil sobre lo etéreo de nuestra existencia y sobre lo difícil que sigue siendo dar con alguien que esté (o navegue) en tu misma onda, ya sea en el extranjero, en tu barrio o en Second Life.

Carles Matamoros

Red, White & Blue, de Simon Rumley (EE.UU.)

La peli de Kitano era la bomba, el chambara de Miike molaba, Carpenter sigue siendo el MAESTRO. Pero todo eso ya lo sabíamos. Lo bueno de un festival es sorprenderte con films de los que, por desconocimiento, no esperabas nada. Este año me ha pasado con Red Hill, Red Nights y Red, White & Blue. Llamadme rojillo si queréis.  La película del británico Simon Rumley es un americana crudo y violento, en que la presencia de un discurso social, evidente pero no obvio, se fusiona perfectamente con una rocambolesca aunque muy creíble trama de venganzas cruzadas que al tiempo no deja de ser una descarnada historia de amor. O dos: una romántica/sexual (táchese según su grado de cinismo y/o realismo) y otra materno-filial. Y como de rojeces va la cosa, destacable es el partido que se extrae la cámara digital Red para capturar los mugrientos almacenes, destartalados garajes, neones nocturnos que prometen cerveza helada, sábanas sucias… Paisajes habitados por una mantis vengativa y lastimosa con el rostro bello y curtido de Amanda Fuller, un pseudoBauer patético y amenazante tras  la rala barba de Noah Taylor  y un rockero de ambigua moralidad interpretado por Marc Senter.

Ip Man 2, de Wilson Yip (Hong Kong)

Ya en la pasada edición del festival, la primera entrega de las aventuras del que sería maestro de Bruce Lee pasó prácticamente desapercibida, salvo para los abonados al Orient Express, hoy Casa Asia (yo sigo diciendo petisuís y Mr. Proper). Este año la cosa ha cambiado un poco desde el momento en que uno podía montarse por su cuenta un ciclo Donnie Yen dentro de la programación. Ip Man 2 era la más redonda de las propuestas, segundo escalón de la que ya es una de las sagas marciales más memorables de cine hongkonés, comparada con justicia y motivos con los Rocky de Sylvester Stallone. Aquí tenemos al luchador un tanto adocenado tras sus hazañas contra los japos, en una situación similar a la de Balboa en su trempante tercer asalto. También se expande el politiqueo reinante en el primer Ip Man, con una andanada contra el imperialismo occidental que bebe de la fórmula que Sly empleó en su enfrentamiento contra Drago/URSS. Por lo demás, la vida sigue igual: Yen manteniéndose como actor con mayúsculas, la épica partitura de Kenji Kawai y las brutales coreografías de Sammo Hung, que aparece también en un memorable papel. Para emocionarse como un chino, literalmente.

Legend Of The Fist: The Return Of Chen Zhen, de Andrew Lau (Hong Kong/ China)

Restaurante Palacio de Oriente de Sitges. Ahogo un eructo con recuerdos de soja y pido la cuenta. Al rato, llega Donnie Yen con unas toallitas calientes para que me limpie las manos. ¿Seré un capullo etnocéntrico al que todos los chinos le parecen iguales o es que Donnie Yen ha conseguido el don de la omnipresencia? Lo cierto es que en Legend Of The Fist Yen ha sumado a esta virtud la de la personalidad múltiple. La misma que presenta el film: hazañas bélicas, melodrama, cuento superheroico, espectáculo marcial y panfleto político. Viendo la película, entre el disfrute inevitable, tenía la sensación de que había lagunas argumentales, elementos que se daban por sabidos, cierta dispersión. Quizá sea debido a que film parece ser una continuación de una serie televisiva en la que el propio Yen interpretó a Chen Zhen, personaje creado por Ni Kuang y Bruce Lee en Furia oriental y que revisitó Jet Li en lo que aquí se llamó Jet Li es el mejor luchador (Monica Bellucci es una pedazo de jaca fue el título propuesto por el traductor para Malena). Bajo la dirección del sobrevalorado Andrew Lau, el asunto se convierte en un entretenidísimo, espectacular y a ratos naïf, cóctel que mezcla referencias a Casablanca sutiles como el alioli, herencias del nuevo cine de supertipos enmascarados y, finalmente, la sombra inevitable del Pequeño Dragón. A la puesta en escena de Andrew Lau, efectivo pero siempre abocado a un concepto de la espectacularidad un tanto hortera, se sobreponen unas escenas de acción que Yen, también coreógrafo, convierte en el auténtico motor de la película.

Bodyguards and Assassins, de Teddy Chan (China/ Hong Kong)

Si en la saga Ip man Donnie Yen hace puro cine de artes marciales con un fuerte componente político/nacionalista, podemos decir que Bodyguards and Assassins es directamente cine político salpicado ocasionalmente con las mejores artes marciales. En esta ocasión se nos relatan las horas previas a un episodio que un servidor desconocía completamente: la reunión que el revolucionario Sun Wen tuvo en Hong Kong con miembros de la oposición al gobierno imperial de la dinastía Qing. Esta reunión sería clave en el triunfo de la revolución que desembocó en la fundación de la República de China. Y para narrar estos acontecimientos, nada mejor que hacerlo con el formato de un thriller histórico a contrarreloj, plagado de estrellas en su concepción coral y asaltado continuamente por abracadabrantes secuencias de acción marcial de inusuitada violencia. Quien esto escribe se maravilla ante la capacidad que está demostrando últimamente el cine chino-hongkonés para facturar panfletos propagandísticos de lo más manipuladores, pero sin duda efectivos. Bodyguards and Assassins, con su martirizadora épica, deviene un Álamo del nacionalismo chino.

Salvador Solano

The Perfect Host, de Nick Tomnay (EE.UU.)

Más que una comedia negra, yo diría que la opera prima del norteamericano Nick Tomnay es una comedia rara. Lo suficientemente rara como para mantenerte interesado durante gran parte del metraje, a ese nivel de interés que generan las películas que veías empezadas en televisión de madrugada. Aunque la película empieza siendo cine de madrugada y acaba por ser cine marciano de media tarde. Podría haber sido un filme intrigante y esperpéntico en el mejor sentido de la palabra, pero cuando terminó, me quedé con la sensación de haber asistido a poco más que a un excéntrico one-man-show hecho a la medida de David Hyde Pierce. Que no lo hace mal, pero por momentos se parece demasiado a Niles Crane, el personaje que interpretaba en Frasier, con aquél toque afeminado. The Perfect Host es una ampliación de un cortometraje que su director rodó en 2001, y se resiente de ello: el juego de desencuentros y casualidades que Tomnay plantea empieza resultando ingenioso, hasta que la premisa se agota y no queda otra que empezar con esos sorprendentes giros de guión tan propios de los mejores y los peores thrillers desnortados.

The Life and Death of a Porno Gang, de Mladen Djordjevic (Serbia, 2009)

Siempre ocurren cosas extrañas en Sitges. Tres filmes en los que aparecen metrónomos. Tres en los que sale el mismo actor, Andrew Howard, y dos en los que fuimos hechizados por la cara de niña buena de Danielle Harris. Dos más en los que aparece la palabra “psoriasis”. Será que nos estamos volviendo locos, que vemos demasiadas películas o que ha llegado el momento, la cuesta abajo, en que todos los filmes van a empezar a confundirse y a desarrollar inquietantes endogamias hasta ser sólo uno. El caso es que también hubo en el festival, este mismo año, dos cintas serbias sobre personas que se ven forzadas a rodar cine snuff para sobrevivir, y que fracasan, en lo de sobrevivir y en casi todo lo demás. Una es A serbian film (Srdjan Spasojevic, 2010), una película mediocre que, pese a sus evidentes limitaciones, vamos a tener que acabar defendiendo ante los alucinantes debates mediáticos que ha suscitado su proyección en el festival. La otra, The Life and Death of a Porno Gang, llegaba a Sitges con el sambenito teórico de ser la versión barata, burra y underground del asunto, con felación equina incluida. Pero mira tú por dónde que esta desmadrada road movie sobre un grupo de parias que malviven haciendo lo que salga y acaban metidos en un negocio de snuff logra acercarse más y mejor a lo que el filme de Spasojevic debería haber sido: una comedia amarga, desvergonzada y nihilista sobre la miseria y el ocaso de los valores en esa Serbia aún estigmatizada por el fantasma de Milosevic. Y no un intento de dramón efectista que enarbola la sodomía como metáfora política.

Vampires, de Vincent Lannoo (Bélgica, 2009)

Rezaba el spot del Festival de este año que el cine que vemos en Sitges se queda con nosotros para siempre, pero lo cierto es que fue una edición en la que lo memorable llegó en cuentagotas y nos tuvimos que conformar con un buen puñado de películas decentes. Una de las películas más divertidas y accesibles fue este falso documental de Vincent Lannoo, que se adentra en una hipotética comunidad de vampiros belga, con sus peculiares reglas y tradiciones, y sus placeres no demasiado ortodoxos. Es difícil hacer una comedia de vampiros verdaderamente nueva u original cuando series como Buffy, la cazavampiros (Joss Whedon, 1997-2003) o True Blood (Alan Ball, 2008-¿?) ya han subvertido todos los tópicos habidos y por haber, pero Lannoo y su coguionista Frédérique Bross logran evitar lo trillado y distinguirse dotando a su película de un subtexto entre satírico e inquietante que apunta sutilmente hacia la escabrosa idiosincrasia, aún por explorar, de las catacumbas centroeuropeas. Me refiero a esos sótanos construidos por monstruos con rostro humano (¿o humanos más allá de lo monstruoso?) de los que cada cierto tiempo oímos hablar en los medios de comunicación. Cosas como estas pueden ocurrir cerca de su casa.

Toni Junyent

Les Nuits Rouges du Bourreau de Jade (Red Nights), de Julien Carbon y Laurent Courtiaud (Hong Kong-Francia, 2009).

La horda de pervertidos que, según Concha García Campoy y otras criaturas bienpensantes, disfruta en las pantallas de Sitges con todo tipo de películas abyectas y vomitivas, sin duda consideró natural que uno se la sacase durante la proyección de Red Nights para limpiarse luego con la guía de Canal +. Y es que esta ópera prima de dos antiguos redactores galos de Mad Movies afincados desde los noventa en Extremo Oriente —donde han escrito para Tsui Hark, Johnnie To y Wong Kar-wai—, es una brillante fantasía erótico-cinéfila, un giallo noir ambientado en Hong Kong cuyo argumento en torno a la disputa por un sello milenario de jade no tiene ninguna importancia. Lo único que cuenta es la reverberación pulp, las bellezas de una pornostar japonesa (Kotone Amamiya) sometida a un éxtasis de acero y látex, una rubia glacial (Frédérique Bel) a la que no basta con morir una vez, una morena ardiente (Carole Brana) a la que están destinadas torturas exquisitas y una madura estrella de culto (Carrie Ng) que destila melancolía y crueldad. Quien sepa entender que Red Nights es un ejercicio iconográfico en torno a los zapatos de tacón, la Mauser C96, la ópera china y el Dry Martini, una invocación esteticista de las portadas de aquellas picantes novelillas de espionaje que solía leer nuestro padre en la piscina, gozará inmensamente de la película. Los demás, a cascársela con el tío Boonmee.

Red Hill, de Patrick Hughes (Australia)

Uno de los responsables máximos del festival, Antonio José Navarro, trató de ligar este neo-western del debutante Patrick Hughes a la edad dorada del cine de evasión vivida en las antípodas entre finales de los setenta y principios de los ochenta, cuya ferocidad creativa atestiguó hace dos Sitges el documental de Mark Hartley Not Quite Hollywood: The Wild, Untold Story of Ozploitation! Sin embargo, Red Hill es más bien el enésimo recordatorio de los estragos que la corrección política ha causado en el cine popular, dolorosamente acentuado por la presencia como villano de la función de Steve Bisley, el achicharrado Ganso de Mad Max: Salvajes de Autopista. El mayor problema de la historia que cuenta Red Hill, centrada en un joven policía cuya primera jornada de trabajo en la remota localidad que da título al film coincide con la venganza que un presidiario fugado se toma contra las fuerzas vivas del lugar, no reside por tanto en su arritmia, ni en el descontrol absoluto sobre las idas y venidas de los personajes. Sino en el protagonismo del remilgado Ryan Kwanten —cuyo papel nos trae además a la memoria lo peor de Celda 211—, con lo que ello acarrea; así como en los ajustes de cuentas beatíficos a propósito de la cuestión aborigen. En semejante contexto, la invocación de determinadas constantes escenográficas y genéricas tiene más de réquiem que de reivindicación. Entre los productores del film de Hughes figura Greg McLean, director de Wolf Creek y Rogue: El Territorio de la Bestia. Red Hill se encuentra en espíritu mucho más cerca de la segunda que de la primera. Quite Hollywood.

Diego Salgado

Captifs, de Yann Gozlan (Francia)

El debut en el largometraje de Yann Gozlan viene a ser una vuelta de tuerca a los territorios explorados por Eli Roth en Hostel, pero desde una perspectiva que podríamos denominar materialismo górico. Aquí, como en Turistas (John Stockwell, 2006), los villanos justifican sus fechorías con la venta de órganos en una zona con especial necesidad de género viscoso. Situar la acción en la antigua Yugoslavia permite al guionista y director facilitar las lecturas políticas que cualquier pajillero de gatillo fácil quiera darle a un survival bastante plano en todos sus aspectos. La Europa centro-oriental se ha convertido en el pozo de podredumbre humana equivalente a Texas, Luisiana o Arizona, perspectiva que los propios interesados explotan con bluffs como A Serbian Film. Pero si de entretenimiento hablamos, que debería ser el auténtico objetivo de un film como éste, Captifs cumple lo mínimo. Un prólogo que nos narra un trauma infantil, y que se revelará como algo absurdo y carente de cualquier interés dramático, da paso a un cautiverio de los cooperantes protagonistas que se hace demasiado aburrido, para acabar con la traca final, efectiva y violenta, pero escaso premio para la paciencia y buena predisposición del espectador.

La meute, de Franck Richard (Francia/Bélgica)

Los gabachos se han convertido en herederos de la tradición exploitation europea que en los 70-80 gestionaban los mercachifles italianos. La meute arranca como otro chungo viaje al horror provinciano que remite a un ya clásico franco-belga como es Calvario (Calvaire de Fabrice Du Welz, 2004). A ello ayuda bastante el concurso del recurrente Philippe Nahon, garantía del mal rollo francófono que en esta ocasión muta en un cruce bastardo entre Nick Cage y Anthony Hopkins. Su dadaísta trabajo permite que la insania sea acaparada por Yolande Moureau, suerte de Roseanne Barr con la nausea aumentada al cubo. Pero esto es sólo la primera parte de la historia, que en determinado momento da un rocambolesco giro en la línea de La casa de los mil cadáveres (House of the 1000 Corpses de Rob Zombie, 2003) para presentarnos a una manada de golems antropófagos que darán por saco a la protagonista, la adorable y sempiterna adolescente Émilie Dequenne. Esta segunda parte, con un muy forzado twist final que pretende seguir la línea de antecedentes como The Descent (Neil Marshall, 2005), se convierte en lo peor y más manido de un film imperfecto pero que funciona a la perfección como propuesta de sesión golfa cañera.

S. S.

I Saw the Devil, de Kim Ji-woon (Corea del Sur, 2010).

Si el sexto largometraje de Kim Ji-woon puede ser considerado el mejor realizado sobre asesinos en serie desde que hace quince años se estrenase Se7en, se debe a que no versa sobre asesinos en serie, como tampoco lo hacía el film de David Fincher. En la lucha sin cuartel entre un psicópata y el prometido de una de sus víctimas, un agente del servicio secreto surcoreano a quien no le bastará con capturar al criminal (y hasta aquí podemos leer), las herramientas de género devienen factores alegóricos constituyentes de una epopeya moral que atañe a su atormentado protagonista, pero aun más a un cuerpo social cuya ramplonería ética saltará por los aires. Como han hecho Les 7 jours du talion, 5150 Rue des Ormes y otros títulos a programación este año, lo que pone sobre el tapete I Saw the Devil no es tanto la conversión en monstruo cuando se lucha contra el monstruo, la devolución de la mirada por parte del abismo; sino la incapacidad para bendecir cuando se nos ha maldecido, por resultar una cualidad esencialmente inhumana. El castigo de vernos obligados a vivir entre las sombras pasará a tener una ventaja: la de evitarnos el tener que hacerlo bajo la luz macilenta que una mayoría pusilánime y acomodaticia tiñe de atributos virtuosos. I Saw the Devil bien podría haberse titulado Más allá del bien y del mal, y es sin duda por eso y no por su violencia gráfica por lo que muchos condenaron la película cuando se proyectó en el exquisito Festival de San Sebastián.

D. S.

Kaboom, de Gregg Araki (EE.UU, Francia)

Fruto de la llegada de Gregg Araki al piso siete y medio ha nacido su última película, Kaboom, en la que el director toma el ejemplo de John Cusack en Quiero ser John Malkovich (Being John Malkovich, 1999) y se adentra en el cerebro de, en este caso, otro realizador: Richard Kelly. Del mismo modo que ocurría en la película de Jonze/Kaufman (es importante la imposibilidad de atribuírsela sólo a uno de los dos), Araki ha usurpado la esencia del conejo icónico-mesiánico de Donnie Darko (de nombre Frank y encarnado por James Duval), para recuperar a su actor fetiche (Duval) que reinterpreta al Mesías de Kelly pero esta vez para Araki, en una versión del personaje que bien podría ser la 2.0. El filme se convierte así en un díptico creativo en el que el fantástico se da de la mano con el cine queer al que ya nos tenía acostumbrados. Después de las comunes y frecuentes idas y venidas de un grupo de adolescentes en plena apología hedonista, Kaboom abraza la oscuridad (no sin cierta ironía) de las tramas apocalípticas: el Mesías (como en Donnie Darko) es el salvoconducto que llevará a Smith (el protagonista) a “salvar el mundo”, ese que no explotará con un whimper pero tampoco con un bang (como decían en Southland tales) sino con un kaboom. La explosión, cómo no, es provocada por un personaje que tiene frente a sí una caja blanca con un botón que activa ese Fin y el de la película (como en The Box). Todo un giro sustancial en la carrera del  californiano, de quien su Kaboom está en proceso de ir firmada Araki/Kelly.

Tucker & Dale vs Evil, de Eli Craig (Canadá)

Una de las características más interesantes del cine de género es que, gracias a sus reconocibles clichés, apela directamente al imaginario común construido a lo largo de su propia existencia. Esto permite jugar con esos elementos y usarlos en un sentido risible, como ocurre en toda la caterva de películas con título [Scary, Spanish, Date, Dance] Movie. La diferencia básica entre éstas y Tucker & Dale vs Evil radica en que la segunda busca funcionar dentro de los arquetipos del género. Así pues, evidencia la inverosimilitud de ciertos tics del terror, mostrándoselos al espectador y a los dos protagonistas, quienes no entienden las actitudes de unos jóvenes que creen estar en una película de terror. Esta ironía, surgida de la admiración por el género al que se homenajea, equipara a Tucker & Dale vs Evil a las comedias de Nick Frost y Simon Pegg; pudiendo decir que Tucker… es al cine de terror, lo que Zombies party es al de zombis o Arma Fatal a las buddy movies. El punto de vista ya no está con el grupo de adolescentes-hijos-de-papá que busca divertirse en la montaña, sino con dos humildes amigos que son confundidos por los jóvenes con dos asesinos slashers. El conflicto está servido en una película en la que no importa quién es quién sino quien aparenta ser quién. No en vano, yo me pasé sus noventa minutos tratando de saber si la protagonista era una de las gemelas Olsen. No lo era.

Mónica Jordan

Bedevilled, de Jang Cheol-soo (Corea del Sur)

El cine coreano vive su propia evolución del cine pero concentrados en unos cuantos años. Incluso en esta película, puesta de largo de Jang Cheol-soo, se puede ver la evolución del cine coreano en una sola película. El que fuera ayudante de Kim Ki-duk parece asumirlo y adaptarlo en la primera parte de su filme paro luego superarlo, exorcizarlo y convertirlo en pasado. Bedevilled es por lo tanto una película fundacional de sí misma (y de su estilo mestizo y raro) que en ningún momento tiene  miedo de asumir su propia estructura  ni su singular manera de acercarse al espectador. Porque Bedevilled es ante todo una experiencia desagradable en su categoría de torture porn ético o mental (nada de sangre, fetos penetrados o piel que se desolla en su primera parte, la más dura) y en su condición casi de fantasía sexual y onírica repleta de subtextos retorcidos y amargos sobre la amistad, la sociedad de nuestros días y las habitaciones oscuras de nuestra memoria. Cheol-soo no tiene miedo de presentar en su segunda parte un slasher regurgitante, y casi más amoral que el principio, para aniquilar con una violencia inusitada, estética y empática cualquier resto de nuestras dudas y nuestras deudas con los pilares básicos de la convivencia y la urbanidad. Todo ello presentado con una impecable puesta en escena y con el protagonismo de uno de los personajes más estúpidos, antipáticos y reales que hemos visto en toda el festival que no hace más que sumar puntos a una experiencia de esas de las que vienes a vivir a Sitges.

Black Death, de Christopher Smith (Reino Unido y Alemania)

Christopher Smith se está convirtiendo en una de esas presencias fundamentales de este festival. Como esos amigos de otras publicaciones que sólo sueles ver estos días, el inglés es una visita obligada, un tío simpático con el que echar unas risas (cinematográficas) y del que despedirse hasta el año siguiente. No va a cambiar tu vida ni lo pretende. Sólo va a ser una visita agradable y familiar en una cita anual. Black death va por esos derroteros: una producción estimable, bien narrada, con una actitud definida y un acabado resultón. Por eso Smith no nos engaña (y no se engaña) y durante 102 minutos nos da una película de capa y espada, sucia y a ratos enfermiza, que no teme encontrarse con fantasmas pasados (la sombra de Flesh & Blood de Paul Verhoeven es demasiado buena y demasiado alargada) ni de plantear estrategias más comerciales que su propia naturaleza y resolución. Y al final la cosa sale apetecible y con diferentes texturas reconocibles y no. Y al final le sale una reflexión, casi de manual eso sí, sobre la edad media, sobre la peste de la religión y sobre la peste del siglo XIV que no duda en lanzar abrazos paradójicos a la actualidad ni puyas venenosas a los poderes fácticos y de los otros.

La bocca del lupo, de Pietro Marcello (Italia, 2009)

El paso del tiempo es la imposición de la memoria. Su coronación, su posibilidad, su momento. El paso del tiempo es especialmente cruel cuando atropella a las gentes y a las ciudades en las que habitan las gentes. Genova es un ejemplo y Enzo su demostración más palpable. Una ciudad que se derrumba económicamente, un adolescente que mata a un policía. El argumento perfecto para que Pietro Martino, sorprendente debutante, haga una elipsis, como el siglo XX de grande, para traernos uno de esos documentales raros que tan bien quedan en un festival. Un documental a medio camino entre la ficción escogida y la realidad aumentada, un documental que es un Lonely Planet a la inversa, sucio, degradado y real con visitas programadas al lumpen más autóctono y a calles tan oscuras y húmedas como la boca de un lobo. Allí es donde Martino articula su discurso mediante Enzo y Mary (un transexual del que se enamoró en la cárcel), allí en ese espacio pero no sólo en ese tiempo, ya que fotografías y grabaciones antiguas nos retrotraen a un momento anterior tan pasado que ni siquiera ninguno de los dos protagonistas habían nacido. El haber elegido mal, el punto de no retorno de lo que ya pasó choca frontalmente con la vitalidad cansada y repleta de batallitas de un presente que entre mugre y neones desgastados no transportan a un futuro no demasiado halagüeño. Pero que está ahí, como el amor de Enzo y Mary, como los bares donde todos cantan de pronto un himno cualquiera de la cotidianidad. Y ahí queda.

Uncle Boonmee Who can Recall his Past Lifes, de Apitchapong Weerasethakul (Reino Unido, Tailandia, Francia, Alemania, España)

Uno nunca no sabe muy bien si está preparado para ver la mejor película de la historia. Estuve a punto incluso de no entrar porque llegué a pensar que para lo que realmente no estaría preparado era para entenderla y luego escribir sobre ella. Luego cuando pierdes el miedo, entras y la película empieza, descubres que  hasta mola su tono (entre despreocupado y chistoso), te pueden sus metáforas visuales, te encadena su concepción libre de hechos tan trascendentales como es estar o irse de aquí, te seduce su sentido de la puesta en escena casi esencial (en sencillez y en búsqueda de lo primigenio), te vence su utilización del sonido como arma decisiva para la comunicación entre los demás y uno mismo (y entre uno y uno mismo, también), te gana su ritmo, sin prosa pero sin pausa, decidido pero entreteniéndose con los miles de paisajes extraños que nos rodean y circunvalan en nuestra mismidad y sus afueras. Cuando terminas de verla incluso la catalogas de divertida y llegas a la conclusión de que quizá a esta película lo que más le puede perjudicar es el talibanismo atroz y tragicómico de muchos de sus laicos apologetas. Una pena porque el Apitchapong parece majo, y no un pedante pretencioso, y porque su cine más que elucubraciones multimedia sobre las derivas de la representación es un canto a la vuelta al cine de cuando no había cine y los pájaros piaban, la gente hablaba y los pedos olían. Todo un regalo para los ojos, los oídos y lo de dentro.

Monsters, de Garreth Edwards (Australia)

A veces las apuestas más personales dicen mucho más de ti que de los resultados obtenidos. Yo confiaba en Monsters por pretender hacer una película de ciencia ficción desde la modestia y la austeridad y al mismo tiempo una historia de amor que nace en un mundo que muere tras una invasión de pulpos gigantes. Nada de publicidad machacona como en A Serbian Films, ni una idea brillante (pero que quizá no dé para un largometraje) como en Rubber o Rare Exports, ni el remake de unas de las películas más queridas por el respetable del festival, ni la cacareada audacia formal de filmes tan diferentes como La casa muda o Secuestrados. Aquí había una actitud y un proyecto de cine indie (que tonto me siento escribiendo esa palabra) utilizando el cine de género como detonante y contenedor. Las intenciones a veces, a pesar de ser las mejores, se estrellan con la realidad de un filme que cumple con todo lo que promete pero que se queda ahí, en el tono y en la anécdota, en el reto y en la consecución. Todo lo demás es romo, sin demasiada gracia, pesado en su liviandad y con muy poco que aportar al imaginario ni de las invasiones extraterrestres ni de la cada vez más  frecuente y cercana apocalipsis hiperrealista. Sólo en la escena de la gasolinera vemos que los restos del naufragio, sin ser los del Titanic, dan como para conformar algo que pudo no haberse ido a la deriva a las primeras de cambio y un director cuyo talento y meticulosidad puede deparar más de una sorpresa en el futuro.

Manuel Ortega

Chatroom, de Hideo Nakata (Reino Unido)

Echábamos de menos a Hideo Nakata, el firmante de las espléndidas The Ring (El círculo) (Ringu, 1998), The Ring 2 (Ringu 2, 1999), Kaosu (1999) y Dark Water (Honogurai mizu no soko kara, 2002), aunque quizás no nos hemos acordado de él hasta que ha aparecido su nombre de nuevo. Quizá pesaba demasiado su muy pobre versión made in Hollywood de Ringu 2The Ring 2 – La señal (2005), pero seguía habiendo razones para confiar en su talento: proyectos afines o extraños nunca vistos por aquí caso de The Last Scene (2002), una historia de Takashige Ichise, productor de Nakata, escrita por los guionistas de Dark Water; y L: change the World (2002), versión en imagen real de un personaje del manga Death Note. Cierto que supimos vagamente del director japonés hace dos Sitges cuando presentó Kaidan (2007), una historia de fantasmas que tuvo un recibimiento tibio para lo que, según cuenta compañeros que sí pudieron verla, merecía, pero la realidad es que en parte le habíamos olvidado. Francamente Chatroom no supone un regreso al Nakata que nos llegó a entusiasmar, de hecho siendo sincero conmigo mismo creo que es un film mediocre más que fallido. Nakata está interesado en mostrar la desesperanza existente en una parte de la juventud actual, siempre conectada (portátil o móvil en mano) pero a veces incapaz de relacionarse de verdad, disminuida en ocasiones por el entorno en el que vive (vid. el protagonista, un niño bien anulado por su madre y por su hermano), cuya melancolía es una forma de defenderse de un mundo del que no quieren ser parte, codeando peligrosamente con el suicidio. Construido como un falso thriller, este drama de unos post-adolescentes perdidos en sus grises o incompletas vidas, que encuentran un espacio de calma y libertada en el chat de Internet en el que se reúnen, expuesto este como un reverso luminoso de su realidad (con una marcada fotografía de contrastes, eficaz aunque un tanto elemental), va perdiendo interés progresivamente según los comportamientos se van subrayando, la diferencia mundo real —mundo virtual queda más evidenciada y la simbología empieza a ser reiterativa o sencillamente innecesaria:  el film, en suma, se estrella continuamente con sus contornos, demasiado expuestos, llevando el relato hacia tierra de nadie. Sorprende que se trate de producción inglesa (escrita por Enda Walsh, co-guionista de Hunger de Steve McQueen, 2008, adaptando su propia obra) porque, se tiene la sensación, que está más cerca de un contexto oriental, pero quizá sea precisamente este el detalle crucial de un film de cierto riesgo aunque de resolución tan decepcionante.

José David Cáceres Tapia

Twelve, de Joel Schumacher (EE.UU.)

El alemán es uno de los directores más simpáticos de Hollywood, o por lo menos, de los pocos de que es consciente que trabaja en una industria y no va por la vida pretendiendo ser Tarkovski con el dinero de las majors. Dicho lo cual, por más que le haya crucificado por llevar casi a la ruina a la franquicia de Batman (que algo de mérito también debe tener, digo yo), no conviene olvidar que definió buena parte de la estética de los 80 y de los 90 (¿qué sería de Crepúsculo y demás sin la seminal Jóvenes ocultos? ¿Por qué se habla tanto de Wall Street como denunciadora del capitalismo y tan poco de la mucho más vital Un día de furia). Dicho lo cual, ahora viene la estopa. Schumi ha iniciado una derrapada artística (dejemos cuestiones aceitosas y homosexuales aparte) que no parece conocer fin, y que remata con el cuarto intento de bochornosa legitimación actoral de un guaperas de turno lo que llevamos de año: el primero fue Querido John, a mayor gloria de Channing Tatum; el segundo Recuérdame, ídem para el vampiro espinilla Robert Pattinson; y el tercero Siempre a mi lado, para el “chico Giorgi” Zac Efron y su tupé. Aquí la estrellita teen que busca prestigio es Chace Crawford, televisivo rompecorazones de Gossip Girl. Para ello, además de a Schumacher, ha recurrido a dejarse crecer la barba (a saber la de tiempo que le ha costado a este barbilampiño querubín) y comprar los derechos de Twelve, novela de Nick McDonell publicada por Anagrama en su momento bajo el epígrafe de “el nuevo Bret Easton Ellis”. McDonell sólo tiene el privilegio de la edad (debutó con 18 años), pues como escritor es malo de solemnidad y, claro, eso se nota en el filme a años luz de la angustia de adaptaciones de Ellis como Golpe al sueño americano. Máxime cuando contraviniendo todas las leyes del cine, el metraje está asfixiado por una voz en off (de un viejo amigo de la época de Jóvenes ocultos, Kiefer Sutherland) que va recitando lo que uno ve en pantalla como si el espectador fuera idiota. No lo es, y lo único que ven sus ojos es la historia de un grupo de pijos gilipollas (entre los que probablemente se encuentre McDonell) que se piensan que el drama existencialista del hombre moderno habita en su ombligo.

Rubén Romero

A Woman, a Gun and a Noodle Shop, de Zhang Yimou (China, Hong-Kong, 2009)

«La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida…» Llega un día en el que se pone uno a mirar la programación del festival de Sitges, y se encuentra con que van a proyectar un remake de Sangre fácil (Blood simple, 1984) de los Coen… dirigido por Zhang Yimou. Y lo que es peor: el día de la proyección va uno y se encuentra con la primera película verdaderamente mediocre que haya hecho jamás Yimou, lo que nos lleva directamente a hoy, cuando tengo que escribir un texto atacando a Yimou y defendiendo a los Coen, cuyas películas, salvo un par de excepciones, nunca habían sido demasiado apreciadas por mí… Pero la verdad es que Sangre fácil, el film en el que Yimou se inspira para su A woman, a gun and a noodle shop, funciona como un reloj; es básicamente, una tragedia, un El cartero siempre llama dos veces (The postman always rings twice, 1946) pasado de vueltas, más maligno y con unas muy bien repartidas gotas de humor. El problema principal es que en esta película Zhang Yimou parece no estar muy seguro de qué está haciendo, o por lo menos de qué géneros está mezclando: el film se inicia como una amable comedia de disparate; luego nos pasamos a una comedia negra algo más cercana a los Coen; y, cinco minutos después, entramos en un neo-noir ya sí muy cercano al original. El problema es que el carrusel de géneros es constante durante el film, desconectando al espectador que todavía tenga fe en el experimento de Yimou. El diseño de producción, habitualmente tan magnífico en los films de Yimou, también parece ir por la vía de la socarronería un tanto trash; la mezcla de colores, unida a la crudeza de los escenarios —idea probablemente heredada del film de los Coen—, nos deja cerca de la autoparodia involuntaria. En definitiva, completamente fallida.

Notre jour viendra, de Romain Gavras (Francia)

Ansiada por el público y con la presencia del gran Vincent Cassel en la sala, Notre jour viendra se ha convertido en una de las mayores decepciones de una edición del festival que ha tenido muchas. El film nos relata las desventuras de Rémy (Olivier Barthelemy) y Patrick (Vincent Cassel); dos individuos que se consideran marginados socialmente de la Francia contemporánea por ser pelirrojos. Su director, Romain Gavras, el hijo de Costa-Gavras, parece debatirse entre la comedia negra y… y el absurdo, siendo generosos; quizás el término más preciso sea la nada más absoluta. Y de este duelo entre las dos tendencias del film sale victoriosa, y sobradamente, la nada. Lo peor, además de resultar una versión salvajemente mediocre de Pierrot le fou (1965), es la extraña sensación que le queda a uno cuando llega el final de la película: ¿que era exactamente lo que se nos ha contado? ¿quizás una metáfora sobre la marginación que sufren los homosexuales, condición a la que se hace constante referencia durante todo el film, a partir de las peripecias de los dos protagonistas? En ese caso, nos encontraríamos ante un film que hubiera resultado interesante y provocador en los años 50. Ahora, simplemente, resulta demasiado ingenuo. Además, existe otra cuestión: un cierto tufillo a film aburguesado, a la desgraciada vida de un pobre niño rico. Quién nos iba a decir que un hijo de Costa-Gavras iba a hacer algo así.

Easy Money, de Daniél Espinosa (Suecia)

Este film sueco, adaptación de una novela de éxito en su país, va a rebufo de todo el nuevo cine negro europeo, que con films como Un profeta (Un prophète, 2009) y Gomorra (2008) ha triunfado tanto entre la crítica, con premios en los grandes festivales, como entre el público, recaudando cantidades más que respetables. Como los films anteriormente mencionados, Easy Money apuesta por acercarnos a los bajos fondos de la Suecia contemporánea —Suecia, presunto paraíso de la socialdemocracia— mediante la cámara en mano y una puesta en escena sumamente cercana y verosímil. Su director, Daniél Espinosa, elige poner el acento sobre las tragedias personales de los protagonistas: un estudiante de empresariales cuya pobreza le veta el acceso al mundo de la beautiful people con el que sueña; un inmigrante latino recién fugado de la cárcel que debe proteger a su familia; un mafioso serbio abandonado por su mujer y traicionado por los suyos que debe arriesgarse por el bien de su hija. Sin embargo, y más allá de ciertos aciertos formales que como comentábamos antes, son producto de la nueva manera de hacer género que se ha extendido en Europa más que de los aciertos de su director, Easy Money es una película vulgar: los personajes no tienen ninguna fuerza y las situaciones planteadas resultan tremendamente trilladas. Quizás el único éxito destacable a nivel de guión es el mostrarnos una Suecia mucho más oscura que lo que imaginábamos en los países latinos; pero para eso, ya teníamos la nueva novela negra sueca. Y es que Easy Money es un film a la moda; y como tal, será olvidado.

Fase 7, de Nicolás Goldbart (Argentina)

Personalmente, no estoy demasiado interesado en las comedias de género, exceptuando algunas excepciones como Braindead (Tu madre se ha comido a mi perro, 1992) o Tokyo Gore Police (Tōkyō Zankoku Keisatsu, 2008). Ese es el motivo por el que acudí a la proyección de Fase 7 con las expectativas muy bajas. Sin embargo, la sesión comenzó con una sorpresa: la presencia del mismísimo Eugenio Martín para recibir el premio Nosferatu del Festival de Sitges. Y posteriormente, la sorpresa continuó con el film presentado, una comedia muy efectiva, en el que una pandemia apocalíptica sirve para mostrar las miserias del ser humano y desarrollar unos gags que cuentan con unos personajes magníficos, bien interpretados por Daniel Hendler, Yayo Gurudi y Federico Luppi. Precisamente es en esos personajes donde Fase 7 encuentra su punto fuerte: las simpatías que estos generan, unidas a unas situaciones bien resueltas por un guión sólido, hicieron que el público disfrutara. El problema es que a medida que pasa el tiempo, y a pesar de ciertos giros argumentales interesantes, la situación inicial se acaba mostrando insuficiente para sostener un largometraje de casi 100 minutos; ante la falta de ideas, el film intenta tomarse a sí mismo en serio; eso hace que, a pesar del cariño que les tengamos a Pipi y Coco, los últimos diez minutos de Fase 7 sean un tanto ridículos de manera involuntario. Sin embargo, eso no debe hacernos olvidar que hemos disfrutado de más de una hora de comedia sólida y divertida.

Cristian Planas

Mother’s Day, de Darren Lynn Bousman (EE.UU)

Problemas de tener una casa grande: los anteriores inquilinos. Porque la avaricia rompe el saco y cuando recibes sobres con dinero, más vale que te asegures de quien procede y a quien va dirigido. Con Mother’s Day, Darren Lynn Bousman sorprende a propios y extraños, alejándose de la violencia grandguignolesca de sus anteriores trabajos y apostando por un thriller rocoso, deudor de obras seminales del american gothic como La última casa a la izquierda. En un proyecto casi marginal, producido al margen de los grandes estudios y con un grueso de actores desconocidos, con la única (y descomunal) excepción de una renacida Rebecca de Mornay, Bousman construye una ficción pequeña, de una crueldad insólita en la descripción de un grupo de personajes a los que iguala sin piedad. Su visión de la maternidad entronca con el leimotiv de las madres castradoras, pero su objetivo es desnudar moralmente una buenrollista reunión de colegas. Narrada con una convicción aplastante aunque lastrada por una innecesaria discursividad de los conflictos, Mother’s Day nos recuerda que, definitivamente, vivir en casas grandes es una putada.

L¡autre Monde / Black Heaven, de Gilles Marchand (Francia, Bélgica)

Los mundos virtuales han sido uno de los grandes temas de este Sitges 2010 aunque, como es habitual, resulta complicado encontrar largometrajes que desarrollen una visión no estereotipada y facilona de esas otras realidades que no siempre están ligadas al cultivo de lo siniestro ni al infierno del geek. Quienes vieron R U There comentan que fue un pequeño oasis hacia una perspectiva más amplia de este tema. Sin embargo, L’autre monde, segundo largometraje de Gilles Marchand, se encuentra en una línea intermedia, entre la suplantación de Catfish y la expresión de nuestro Ello, visto en Chatroom. La película se inicia como otra de tantas obras francesas que reflejan con un aire hedonista al tiempo que sencillo el verano de varios jóvenes de provincia. Amores efímeros, piscinas comunales, confesiones a media luz, relatos de lo real que en esta ocasión se salpican con la presencia de un entorno virtual, a la manera de un Second Life, donde el protagonista se adentra conducido por una misteriosa femme fatale. Marchand rueda este espacio como si se tratase de otra realidad que guía sin complejos la narración del mundo exterior mientras el film se adentra en las fronteras del thriller a lo Assayas. La película se hace vulgar cuando parece denunciar los peligros de los entornos virtuales, y se le coge cariño cuando se limita con componer uno de tantos relatos sobre la pérdida de la inocencia.

Roberto Alcover Oti

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Personalmente, no estoy demasiado interesado en las comedias de género, exceptuando algunas excepciones como Braindead (Tu madre se ha comido a mi perro, 1992) o Tokyo Gore Police (Tōkyō Zankoku Keisatsu, 2008). Ese es el motivo por el que acudí a la proyección de Fase 7 con las expectativas muy bajas. Sin embargo, la sesión comenzó con una sorpresa: la presencia del mismísimo Eugenio Martín para recibir el premio Nosferatu del Festival de Sitges. Y posteriormente, la sorpresa continuó con el film presentado, una comedia muy efectiva, en el que una pandemia apocalíptica sirve para mostrar las miserias del ser humano y desarrollar unos gags que cuentan con unos personajes magníficos, bien interpretados por Daniel Hendler, Yayo Gurudi y Federico Luppi. Precisamente es en esos personajes donde Fase 7 en

Fase 7, de Nicolás Goldbart (Argentina)

Personalmente, no estoy demasiado interesado en las comedias de género, exceptuando algunas excepciones como Braindead (Tu madre se ha comido a mi perro, 1992) o Tokyo Gore Police (Tōkyō Zankoku Keisatsu, 2008). Ese es el motivo por el que acudí a la proyección de Fase 7 con las expectativas muy bajas. Sin embargo, la sesión comenzó con una sorpresa: la presencia del mismísimo Eugenio Martín para recibir el premio Nosferatu del Festival de Sitges. Y posteriormente, la sorpresa continuó con el film presentado, una comedia muy efectiva, en el que una pandemia apocalíptica sirve para mostrar las miserias del ser humano y desarrollar unos gags que cuentan con unos personajes magníficos, bien interpretados por Daniel Hendler, Yayo Gurudi y Federico Luppi. Precisamente es en esos personajes donde Fase 7 encuentra su punto fuerte: las simpatías que estos generan, unidas a unas situaciones bien resueltas por un guión sólido, hicieron que el público disfrutara. El problema es que a medida que pasa el tiempo, y a pesar de ciertos giros argumentales interesantes, la situación inicial se acaba mostrando insuficiente para sostener un largometraje de casi 100 minutos; ante la falta de ideas, el film intenta tomarse a sí mismo en serio; eso hace que, a pesar del cariño que les tengamos a Pipi y Coco, los últimos diez minutos de Fase 7 sean un tanto ridículos de manera involuntaria. Sin embargo, eso no debe hacernos olvidar que hemos disfrutado de más de una hora de comedia sólida y divertida.

cuentra su punto fuerte: las simpatías que estos generan, unidas a unas situaciones bien resueltas por un guión sólido, hicieron que el público disfrutara. El problema es que a medida que pasa el tiempo, y a pesar de ciertos giros argumentales interesantes, la situación inicial se acaba mostrando insuficiente para sostener un largometraje de casi 100 minutos; ante la falta de ideas, el film intenta tomarse a sí mismo en serio; eso hace que, a pesar del cariño que les tengamos a Pipi y Coco, los últimos diez minutos de Fase 7 sean un tanto ridículos de manera involuntario. Sin embargo, eso no debe hacernos olvidar que hemos disfrutado de más de una hora de comedia sólida y divertida.