The Walking Dead. El cómic

Work in Progress

-El mundo es un pañuelo.

– Sí. Y puede ser una mortaja.

(Lee Van Cleef y Klaus Kinski. La muerte tenía un precio)

Génesis

Los 90, la cuenta final de siglo que parece una lejana batallita que nos hace carcas a quiénes la recordamos, no fueron buenos tiempos para los zombis. Pese a memorables películas como Braindead (Peter Jackson, 1992) o Mi novia es un zombie (Dellamorte Dellamore, Michele Soavi, 1994), aquella década negó a los arrastra-suelas el éxito del que habían gozado los dos decenios anteriores. Esto podría ser una señal de que las tendencias son más fruto de ciclos meramente cronológicos, relativamente regulares, que no de contextos sociopolíticos que incitan a insanas gimnasias cerebrales. La debacle del bloque socialista pudo finalizar la intensa, aunque dirigida, sensación de que el mundo se podía ir al garete en cualquier momento, pero también dio paso, de forma directa o no, a una serie de acontecimientos y procesos que añadían un toque anárquico a cualquier amenaza apocalíptica: la Segunda Guerra del Golfo, la sangrienta desmembración yugoslava, los genocidios centroafricanos,… Por no hablar del fenómeno del fin del mileno, con todo el cachondeo del efecto 2000 incluido. Pero de los zombis, ni rastro. El brutal icono visual que supuso el 11-S dio pie a una fiebre contextualizadora que afectaba y afecta a toda obra artística hasta extremos ridículos. Y coincidiendo con esto, mera probabilidad, llegó la nueva ola zombi. Como volvieron los calentadores a los tobillos de las muchachas.

Siendo un completo ignorante sobre videojuegos, creo que estos fueron el epicentro de la nueva edad de oro del muerto viviente. Ya desde finales de los 90, House of the Dead o Resident Evil eran sagas que explotaban un factor esencial en la ficciones zombiescas: la sensación de verte asediado por la muerte andante. Fue precisamente la adaptación de uno de estos juegos la que abrió la veda. Resident Evil (Paul W.S. Anderson, 2002) era más un film de acción molona que  una historia de zombis al uso, pero volvió a colocar el término de marras en boca de las masas consumidoras. A partir de ahí, películas como 28 días después (28 Days Later, Danny Boyle, 2002), Zombies Party (Shaun of the Dead, Edgar Wright, 2004) o Amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, Zack Snyder, 2004) serían fundamentales para un resurgir de los muertos que invadiría incluso la literatura y los cómics de superhéroes.

En ese contexto irrumpe Los muertos vivientes, historieta serializada que, por lo temprano de su aparición y las declaraciones de sus creadores no parece responder a un acto de oportunismo. Publicado por Image Comics desde otoño de 2003 hasta nuestros días, el cómic co-creado por el guionista Robert Kirkman y el dibujante Tony Moore (sustituido por Charlie Adlard a partir del nº 7) arranca de forma muy similar a la de 28 días después. Como aquélla, bebe del clásico de la ciencia-ficción literaria El día de los trífidos (Day of the Triffids, John Wyndham, 1951). Desde ese momento inicial, acompañaremos al policía de pueblo Rick Grimes en su despertar en un mundo asolado por una plaga que no ha dejado prácticamente nada de lo que el conocía antes de caer en coma.

Apocalipsis

Ya al inicio de la publicación, Kirkman declaró que su intención era ir un paso más allá de lo acostumbrado en las películas de zombis, contando una historia sin un final determinado. Por lo menos no en un futuro inmediato. De esta forma, el guionista puede llevar a cabo su pretensión de narrar una historia de personajes. En estos aspectos Los muertos vivientes está más cerca de productos televisivos de diversa índole que de series similares dentro del arte secuencial. Esta suerte de culebrón con zombis evita marcarse un desenlace preestablecido como viene siendo lo habitual en las sagas de cómic adulto (Sandman, Predicador, Ex-machina,…) pero huye también de la prolongación antinatural y finalmente poco coherente de las longevas series superheroicas más exitosas. A diferencia de lo que ocurre en éstas, los acontecimientos de Los muertos vivientes tienen la marca de la irreversibilidad. Aquí los personajes que mueren lo hacen para no volver (si no es oliendo a choto y con ganas de comerte las entrañas) y su evolución es real y cargada de consecuencias. Si en ese sentido se parece a alguna otra serie del medio, ésta es Hellblazer, con todas las distancias posibles. Al contrario que los sucesivos responsables de las andanzas del mago inglés, Kirkman sabe que algún día dará un final a su historia. Nos falta saber si será algo tan obsesivamente cerrado como el desenlace de A dos metros bajo tierra o algo tan excesivamente abierto como el final sin final de Los Soprano.

Por otra parte, el gran acierto del guionista ha sido jugar inteligentemente con los lugares comunes de un subgénero cuyas reglas han pasado a ser de conocimiento obligado por el público en los últimos años. Kirkman prescinde de unas, explota otras y pervierte el resto a su antojo. Recurre a metáforas ya vistas y las reforma, como esa prisión que sirve de refugio y sustituye el hipermercado que empleó el seminal George A. Romero en Zombi (Dawn of the Dead, 1978) o esa sensación de que los personajes son los auténticos muertos andantes de los que habla el título original.

Con un ritmo apabullante, el escritor parece no atreverse (y nosotros lo agradecemos) a que sus personajes caigan en la rutina. Es gracias a lo bien construidos que estos están, a lo creíble de sus interrelaciones, que la serie mantiene el interés aun cuando no median ataques zombis o de hombres que se han convertido en monstruos más peligrosos que los primeros. Pese a ello, se nota que Kirkman se vuelca en una sucesión constante de acontecimientos para que el lector continúe atrapado.  Pero sin la necesidad de sacarse de la manga sorpresas incoherentes o absurdas tramas conspirativas o de gran plan como parece haberse puesto de moda tanto en televisión como en cómic. Estos sucesos son expuestos con la sabiduría de un gran narrador, dejando a su paso un rastro de dilemas morales que no pretenden adoctrinar a nadie.

El funcional dibujo de Charlie Adlard pierde un poco de la personalidad que le imprimía el inicial Tony Moore. Pero siendo un narrador efectivo, su aparentemente discreto trabajo juega en favor de una de las intenciones de Kirkman: que nos centremos más en los personajes y lo que les ocurre que en aspectos más superficiales. Ese fue también, junto a la referencia al cine de terror clásico, uno de los motivos por los que se decidió hacer la serie en blanco y negro. Aparte del abaratamiento del producto, claro. Salvo momentos puntuales en los que se echa en falta el rojo de la sangre o el amarillo de la putrefacción, podemos decir que fue un acierto.

Actualmente la serie está a punto de llegar a su número 80. Lejos de agotarse, la fórmula parece más viva que nunca. Kirkman no ha bajado la calidad y ha sabido conducirla por nuevos caminos, con los suficientes matices para no parecer recurrentes. La recién estrenada adaptación para televisión (que parecía inevitable por lo comentado más arriba) servirá para ampliar el interés de una obra que está recibiendo el apoyo del público y la crítica especializada.