Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas

Nuevos mundos / Mundos sin fin

Sonrío siempre que oigo aquello de “si esta película la hubiera dirigido un desconocido no la alabarían sino todo lo contrario”. Se dijo cuando se estrenaron obras como Inland Empire (ídem, David Lynch, 2006) o Death Proof (ídem, Quentin Tarantino, 2007), y también se ha dicho con respecto a Uncle Boonmee: que si tomadura de pelo, que si no tiene hilo narrativo, que si es incoherente… Sonrío, con cierta tristeza, porque el que dice eso padece de una voluntaria estrechez de miras, ya que elude tomar como referencia toda la obra previa del cineasta en cuestión y, lo peor, lo hace a consciencia. El que ataca a la ganadora del Festival de Cannes 2010 con argumentos como los mencionados es un ignorante (según la RAE: «Que no tiene noticia de algo») que no ha visto o no quiere fijarse en la trayectoria de Apichatpong Weerasethakul, concretamente en Tropical Malady (Sud pralad, Apichatpong, 2004) y Syndromes and a Century (Sang sattawat, Apichatpong, 2006), dos películas que, tras ver Uncle Boonmee, se muestran como fecundas probaturas, como caminos que el cineasta tailandés ha ido explorando y, más importante, de los que nos ha hecho partícipes, para que él pudiera llegar con coherencia y brillantez a su última obra, y los espectadores pudiéramos apreciarla sin atisbo de considerarla, precisamente, una tomadura de pelo.

El estructuralismo de Tropical Malady, film cuya segunda mitad reescribía a la primera para mostrar el sustrato mítico y la esencia de la historia de amor estival presentada de forma naturalista en la primera parte del metraje, ya no tiene cabida en Uncle Boonmee, la película más accesible de su director, pues ya no debe sentar las bases de su cine, pero también la más difícil de analizar porque en ella lo ha fundido todo: lo que antes se separaba en dos mitades ahora se permea indisociablemente. En sus obras anteriores lo mundano y lo mágico convivían en un mismo entorno pero en dos niveles distintos, de relación vertical, mientras que en Uncle Boonmee se entremezclan para poner en escena un mundo de horizontes invisibles y espacios-tiempos mutables (las secuencias se suceden sin una clara continuidad argumental, si acaso la conexión viene del ritmo, de la inocente actitud de la mirada), un nuevo cine donde todo es posible, siempre dentro de las coordenadas establecidas por el propio director a lo largo de su carrera en responsable y radical libertad. Así, viendo la secuencia de la cena de los protagonistas con el mono-fantasma, uno no puede más que asistir, alegre, asustado y maravillado a un tiempo, al crecimiento exponencial de la juguetona fascinación que provocan las imágenes creadas por Apichatpong, cultivadas con esmero a caballo entre lo cotidiano y lo misterioso, dos elementos vertebradores de su filmografía que por fin conviven en un mismo plano.

Un director tradicional

Hablaba de una libertad responsable a la hora de crear porque acusar al cineasta tailandés de gratuidad en el contenido o estructura de su último film, en el que hay, por ejemplo, el coito entre una princesa y un pez hechizado, es de nuevo no sólo una falta de sensibilidad (¡¿cómo no ilusionarse con tal derroche de originalidad temática, visual y estilística?!) sino un pecar de ignorancia. Las coordenadas en las que Apichatpong ha decidido desarrollar su obra son el noreste de su país, la selvática y económicamente pobre región donde él mismo se crió y donde mamó el cine popular tailandés que evoca constantemente en Uncle Boonmee: un lugar rico en espiritualidad, tradiciones y leyendas, muchas de ellas raíces fundamentales de esta película. Este contexto autoimpuesto, lejos de constreñir al film, hace que éste enamore porque lo local de sus bases desvela que bajo toda cosa de este mundo late una singularidad que, con paciencia y bondad, surge para devenir irrepetible y universal. Apichatpong parece haber querido observar un hecho cotidiano, la muerte de un hombre cualquiera, el tío Boonmee, y bucear en ese microinstante para mostrarnos que cada segundo que ha pasado, que pasa y que pasará es un verdadero e indiscutible milagro.