Cada vez única, el fin del mundo
Recordar la belleza de algunos momentos es, en la mayoría de los casos, uno de los mecanismos más utilizados para discutir, transformar o disfrazar un fracaso. Siempre hay un tema que vale la pena en mitad de un disco fallido; buen cine en un año relativamente mediocre; o experiencias vitales valiosas en un período de transición. O quizá es que nos resistimos a admitir el fracaso porque, de una u otra manera, nos cautiva la belleza de éste. Pensándolo detenidamente, hay una especie de impulso —supongo que moralizador— que, aunque cualquiera lo describiría como cobardía, nos invita a quedarnos con ese bello recuerdo del fracaso. ¿Por qué? Tal vez porque contiene lecciones más valiosas que el éxito, también más dolorosas. Pero, sin duda, porque permanece y tiene una mayor presencia que cualquier triunfo.
Cualquiera diría que no estoy hablando de Agnosia, filme irregular plagado de tantas buenas ideas como soluciones alocadas. Sin embargo, no consigo encontrar una película que ilustre mejor qué ha sido el 2010 que el segundo largometraje dirigido por Eugenio Mira. Y todo porque, a pesar de mis múltiples reservas, no consigo olvidar su extraordinaria conclusión, auténtica síntesis del año. Vayamos por partes.
El filme de Mira habla de relaciones distorsionadas por intereses secundarios, pero también del grado de autenticidad de los sentimientos. El drama surge a partir de la no correspondencia entre ambos, es decir, cuando los sentimientos no parecen casar con la relación. Lo que cualquiera, pensando en el contexto de la Cataluña fin de Siglo, podría asociar al folletín decimonónico más adocenado, tiene una interesante variación en la película: ¿Qué sucede cuando esa falta de conexión, generalmente emocional, tiene lugar en la propia materia? La dificultad de amar ya no es una cuestión de sentimientos, sino, literalmente, de que ese amante no existe.
Joana Prats, heroína tradicional lastrada por una tara sensorial, entrega su corazón a un mismo hombre que, por culpa del mcGuffin del relato, resulta ser dos: el real y el falso. Nosotros, los espectadores, lo sabemos desde el mismo inicio de la narración, por lo que la película parece exigirnos que, aún así, creamos en la farsa. Y es que hay algo en esa mascarada que llama poderosamente la atención: cuando los cuerpos desaparecen y sólo quedan las emociones es imposible distinguir lo verdadero de lo falso. Amar, entonces, resulta casi inalcanzable, porque no sabemos quién es ese otro al que creemos conocer. O nos entregamos sin reservas o perdemos esa oportunidad que nunca se sabe cuántas veces volverá a presentarse. Carles, el futuro esposo de Joana, tiene una tara complementaria a la de su mujer. Siendo una presencia constante en la vida de la joven, ha logrado hacer de su cuerpo una entidad invisible; sólo le queda la voz, que es lo único que no puede esconder ningún secreto. De ahí que sea a través de las palabras como Vicent, el tercer eje de la historia, consiga hacerse pasar por Carles, a riesgo de perder también él su identidad en el transcurso.
Llama la atención cómo la voz, que es la única prueba de verdad del relato, es precisamente la que propicia la mentira. Los cuerpos se confunden en uno, Carles y Vicent no saben cómo ser ellos mismos, y Joana se enamora —por la voz— de un enamorado —el cuerpo— que no existe. Ese cuerpo, con el que se acuesta, al que toca y que luego no reconoce en Carles, tiene una bellísima conclusión en los últimos minutos de la película: tendida sobre la escalinata, Joana reclama a un Carles que no existe corporalmente y, al mismo tiempo, existe a través de su voz. Carles, admitiendo el fracaso, que no es otro que el amor frustrado, proporciona una solución perfecta: mientras su voz acompaña el dolor de Joana, las manos de Vicent encuentran al hombre que existió por un tiempo, pero en el que ya no podemos creer más.
Hay en ese final un dolor silencioso, testigo que manifiesta que no envejecerán juntos, porque el filme no ha cesado de expresar que ese juntos nunca ha existido como tal. Esa afirmación es doblemente triste, no sólo por lo que expresa sino también por lo que calla: la dificultad con la que agrupamos esas palabras que sólo tendrán ese sentido una vez, el mundo que se acaba sin que podamos hacer nada, la voz que vuelve a ser inútil porque no sabe qué inventar para revertir ese sentimiento. El inicio de Agnosia alumbra un nuevo horizonte para la ciencia y el hombre que su cierre opaca hasta, prácticamente, negarlo. Mientras unos y otros peleaban por hacerse con el mcGuffin de la lente, el auténtico se ha estado fugando hasta desvanecerse en mitad de la tristeza. Por eso, podemos especular con que lo único que quede a Carles o a Vicent sea el recuerdo de la belleza de esos momentos en los que cualquier cosa valía para encontrar la felicidad, el amor o la unión.
2010 se ha cerrado en silencio, con trabajo por hacer y con, una vez más, la peligrosa tendencia de recordar los espejismos mientras la realidad se desmorona. El gesto de Carles y Vicent, solución visual exquisita, podría ser tan cobarde y moralizador como irresponsable fue no mostrar la autenticidad de las emociones desde el mismo inicio del filme. Es triste, claro, saber que Joana y Carles no envejecerán juntos, porque implica terminar con un mundo contra nuestra voluntad. Y es que, aunque me he pasado —perdonad la nota (todavía más) autoconsciente— el año hablando de mundos, herramientas para mantenerlos y la creación como fundamento indispensable para habitar, vivir y, en definitiva, ser; ahora tengo que elegir la opción contraria, la lectura bella pero negativa: cuando el mundo se acaba, queda la belleza del recuerdo y el dolor de la pérdida, las palabras que no valen y la voz que no encuentra el cuerpo porque no sabe dónde buscarlo. Es la mejor lección para iniciar el 2011 y, entonces sí, creer en la posibilidad de volver a habitar en el mundo.