The Wire. La evolución del gangsta

Resulta significativo que una serie con estructura de novelón ruso concebida por una pareja de blancos y desarrollada por un granado puñado de escritores, también blancos en su mayoría, haya conseguido reflejar la idiosincrasia de un determinado sector de la población afroamericana como ninguna otra ficción cinematográfica (pues cualquiera que haya visto The Wire estará de acuerdo en que trasciende ampliamente el formato televisivo en el que se circunscribe). Para percibir con mayor claridad este aspecto específico de la serie no hay más que comparar la visión familiar y cercana que ofrecen Simon y Burns de esos pequeños dealers negros que trapichean en las esquinas, mostrados siempre desde un punto de vista que no juzga sus acciones ni sus motivaciones sino que trata de exponer lo inevitable de sus circunstancias, con la actitud condescendiente y paternalista que se muestra en films de temática similar como, por ejemplo, Los chicos del barrio (Boyz N the Hood, 1991; John Singleton) y Clockers (1994, Spike Lee)[1], realizados por directores de raza negra que reivindican abiertamente el Black Power.

Sin duda, en este sentido The Wire se beneficia (y mucho) del exhaustivo trabajo de campo realizado por David Simon y Edward Burns a lo largo de años de patearse las calles de una ciudad que han aprendido a conocer como las palmas de sus manos y, por supuesto, de una impecable capacidad de observación perfectamente trasladada a la pantalla mediante un verismo expositivo que parte de una precisa representación de los detalles para obtener un retrato global de expansión reticular que remite al realismo practicado por Stendhal, Zola, Balzac o Victor Hugo. En The Wire asistimos, por tanto, a un tipo híbrido de narración que conjuga las principales virtudes del reportaje periodístico y del informe policíaco (ausencia de prejuicios y distanciamiento objetivo con respecto a los hechos que se narran, conocimiento profundo del ambiente retratado, cierta desvinculación emocional y gusto por los detalles aparentemente superfluos) con las de la novela (impecable desarrollo psicológico de los personajes en relación con sus acciones y su conducta, modélica disposición de los distintos estadios del relato dentro de la arquitectura interna de la obra). De esta manera, digresiones, tiempos muertos y conversaciones anodinas se alternan a la perfección con momentos de mayor calado dramático para configurar un complejo artefacto narrativo que marca un importante paso evolutivo en la ficción televisiva/cinematográfica. Esta condición unitaria que caracteriza los diversos estratos, dispuestos a lo largo de los 60 capítulos y 5 temporadas de ese inmenso mosaico que es The Wire, crea un marco isotópico que permite al espectador establecer un potente vínculo con el microuniverso de West Baltimore y las existencias de sus habitantes.

Así pues, no debemos pensar que en The Wire existe una suerte de azar a la hora de caracterizar a los gangsters, no se trata de un simple fresco de personalidades. En el fondo, asistimos a un calculado y minucioso retrato de la delincuencia que establece con un rigor antropológico e histórico más que considerable las ditirámbicas conexiones existentes entre los estratos más marginales de las calles de Baltimore (donde Avon Barksdale, “Stringer” Bell y Marlo Stanfield irán ocupando de manera sucesiva el rol de máximos representantes) con las más altas esferas políticas (cuyo nexo de unión sería el Senador R. Clayton ‘Clay’ Davis/ Isiah Whitlock, Jr.) pasando por las mafias que operan en el puerto y los sindicatos (que tienen su cabeza visible y principal mártir en Frank Sobotka/ Chris Bauer). Comenzar esta singladura por la delincuencia de Baltimore con Avon Barksdale (Wood Harris) no resulta para nada gratuito. Barksdale representa la génesis del gangsta en su acepción más pura (su actitud chulesca y su indumentaria rapera suponen sus primeras señas de identidad y reivindican estéticamente un origen, una cultura y un know-how). Estamos, por tanto, ante una forma primigenia y aún no evolucionada de capo: Avon es el chaval que ha medrado siendo consciente de su clase y de su lugar en el mundo, es absolutamente fiel a las tradiciones y leal a la familia, ha vivido y se ha criado en las casas baratas, espacio geofísico y emocional al que está unido de forma casi telúrica. Barksdale es un delincuente proletario, una especie de Billy the Kid suburbial incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos que están por llegar. La importancia que para Avon posee la familia, el microcosmos de las calles y las esquinas, los rostros que las pueblan y la labor que ejercen dentro del entramado social del que es parte se basa en su identificación con los chicos que distribuyen las famosas e invariables “tapas rojas” en las tan codiciadas esquinas. Avon es un hijo del barrio que ha sabido llegar a dominar el negocio sin olvidar la importancia que sus soldados tienen como manifestación (presente, pasada y futura) de su propia andadura: camellos y parentela aparecen íntimamente ligados a la figura de Avon desde un principio. De hecho, es el único de los tres grandes gangsters protagonistas del que se nos ofrece una instantánea familiar, ya que tanto su sobrino D´Angelo (Larry Gilliard Jr.) como su hermana Brianna (Michael Hyatt) se ejercitan con desiguales resultados en el mundo de la droga. Esta presencia de la matriarca, pues Brianna ejerce como tal hasta que Avon termina por perder el control y la libertad, tiene que ver con las estructuras sociales más primitivas en las que el clan ejerce de motor vital y se convierte en elemento protector y eje vertebrador. El mundo de Barksdale es un mundo restringido a los límites de West Baltimore: la banda, la familia, la esquina. No deja de ser significativo que sea el hijo de Brianna quien muera en la cárcel en un acto de martirio redentor tras el que se oculta la mano negra de “Stringer” Bell (Idris Elba), segundo de Barksdale que tomará el poder a partir del encarcelamiento de éste. No en vano, Russell “Stringer” Bell es, sin duda, el auténtico líder en la sombra y el reverso de Barksdale. Al igual que para su colega, las calles de Baltimore Oeste corren por su ADN pero, sin embargo, “Stringer” Bell no asume su procedencia y aspira a salir algún día de las casas baratas. Es por esta razón que intenta introducirse en el negocio inmobiliario con la mala fortuna de toparse en su camino con el senador R. Clayton ‘Clay’ Davis, un criminal elegido democráticamente y  consentido por el estado que le engaña y roba con malas artes de una sofisticación desconocida en su pequeño mundo. De esta manera, el chico con ínfulas de empresario descubre que fuera del gueto su poder de acción resulta anulado de forma inmediata por la corrupta maquinaria que mueve el poder burocrático y político de la ciudad de Baltimore. Resulta casi conmovedor ver su rostro perplejo frente a la determinante inaccesibilidad que le demuestra el sistema: el hombre que domina el barrio queda absolutamente empequeñecido (a pesar del traje a medida y los zapatos italianos que lo disfrazan para la ocasión) ante las calles, los edificios y los ejecutivos del centro de Baltimore. De metodología más oscura y retorcida que Barksdale, quien por naturaleza aplicaba una violencia más directa y explosiva acorde con su raíz social y coherente con las experiencias vividas en las esquinas. Russell “Stringer” Bell se nos aparece, pues, como una versión evolucionada del gangsta made in Baltimore que aporta una nueva mirada sobre la manera en la que debe abordarse el ejercicio de su estigmatizada profesión para asignarle cierta respetabilidad. “Stringer” Bell es consciente de que para atender el negocio debe instruirse, aprendiendo a manejar las herramientas que rigen el cruel sistema capitalista y, sobre todo, protegiendo sus otros asuntos mediante la utilización de tapaderas legales. Es por ello que asiste a clases de economía en el Baltimore City Community College y en la mesita de noche de su lujoso apartamento reposa un ejemplar de La riqueza de las naciones de Adam Smith. Esta ambición empresarial de Bell le llevará a romper en varias ocasiones ese código de honor tan importante para los chicos de la vieja escuela. De esta manera, se le plantearán pocas dudas a la hora de traicionar a Avon y enviarlo a la cárcel para asumir así el poder de manera efectiva y no muy legítima. En este sentido, “Stringer” Bell se nos revela como una suerte de Yago dispuesto a todo con tal de medrar en un sistema que lo rechaza.

Si Avon Barksdale es la cara (por su rotundidad y contundencia a la hora de hacer uso de la violencia física) y “Stringer” Bell es la cruz (por su habilidad para la estrategia mercantil), Marlo Stanfield (Jamie Hector), antagonista directo de la sociedad B & B, es un grueso fajo de billetes nuevos (o quizás un cheque en blanco escrito con sangre) que inhabilita la moneda para dar un giro de tuerca sin posibilidad de retorno. Stanfield se impondrá definitivamente a sus competidores a partir de la cuarta temporada de la serie y su coronación como nuevo boss determina una ruptura radical que nos introduce en el más feroz de los sistemas empresariales: Marlo Stanfield es un capitalista modélico que no utiliza el asesinato como vía para purgar los pecados y dar ejemplo al resto de fieles, a la manera de Barksdale, sino que aborda la violencia desde una frialdad posmoderna más industrial que redentora. De métodos más tajantes que sus predecesores y sin ningún tipo de escrúpulos a la hora de eliminar todos aquellos obstáculos que se interpongan en su carrera criminal, Marlo Stanfield supone una representación del mal en estado puro, en el sentido más abstracto del término, su capacidad para diluir su personalidad en pos de la efectividad del negocio transforma la gerencia de su organización en una suerte de lobby compuesto por un solo hombre. Si Bell se aproximaba, por su actitud y su olfato financiero, a las grandes compañías nacidas al calor del capitalismo yankie, Marlo es la encarnación del monopolio contemporáneo: una cabeza invisible que mueve los hilos del entramado empresarial de West Baltimore con absoluta eficacia a través de un perfecto engranaje mercantil apenas percibido por sus peones. Para solucionar sus problemas se sirve de Chris (Gbenga Akinnagbe) y “Snoop” (Felicia «Snoop» Pearson)[2], una extraña pareja de lunáticos que forman el núcleo duro del infalible brazo armado de Marlo, firmes operarios del asesinato entendido como cadena de montaje. Durante el reinado de Marlo, que, como dijimos, comienza de manera taxativa en la cuarta temporada, no aparecerán cadáveres en la zona, sino que los elementos innecesarios o nocivos para el buen curso del negocio desaparecerán del mapa sin dejar rastro. Con esta estratagema las calles parecerán más tranquilas durante un tiempo, lo cual facilitará el trabajo delictivo de Marlo hasta que las investigaciones de Jimmy McNulty (Dominic West) y Lester Freamon (Clarke Peters) destapen la caja de Pandora. La belleza nubia de Jaime Hector[3] aporta al personaje una inquietante inexpresividad que incrementa el componente aterrador que transmite su gélida actitud, convirtiendo a Marlo en el gangster de apariencia más distante e intocable de cuantos recorren las calles de West Baltimore a lo largo de las cinco temporadas de la serie. Mucho más inteligente y metódico que Barksdale y más directo en sus procedimientos que el sibilino “Stringer” Bell. Marlo es el gangster definitivo, un ser de apariencia casi sobrenatural que durante su mandato se muestra tan implacable como el iracundo todopoderoso del Antiguo Testamento, aunque cuando asuma el fin de su reinado criminal deberá pactar sin remedio para apaciguar la cólera de las instituciones legales, reflejadas aquí como caprichosas deidades más preocupadas por mantener sus privilegios y conservar intacta su imagen pública que por administrar auténtica justicia.

Sobrevolando todo este desorden social que configura el cosmos de The Wire nos encontramos con la figura de Omar Little (Michael K. Williams), verdadero azote para todos los traficantes que operan en Baltimore y representante del héroe clásico, algo así como un Ulises del siglo XXI. Negro, pobre y homosexual, Omar se revela como personificación hiperbólica y, sin embargo, muy realista de las minorías más despreciadas por la sociedad estadounidense. Omar es un Robin Hood de las esquinas que roba a los narcos no tanto por dinero como por el placer que obtiene haciéndolo. Sin duda estamos ante el antihéroe más épico que ha dado la televisión contemporánea: rodeado de una combativa pléyade de románticos desheredados que no están dispuestos a hacer la corte al capo de turno, Omar se enfrentará a todo y a todos en una desesperada carrera por vengar la muerte del que fuera su amante y gran amor, Brandon Wright (Kevin Michael Darnall), torturado, mutilado y asesinado con crueldad y ensañamiento por los secuaces de “Stringer” Bell. Su estricto código moral (no mata a “ciudadanos”, esto es, a nadie que no esté implicado en el tráfico de drogas), su aura de flâneur y el respeto que profesa hacia la gente del barrio convierten a Omar Little en un vengador justiciero al que todos, incluidos sus rivales, admiran y temen. No en vano los niños imitan sus “míticas” hazañas en sus juegos infantiles y cuando su silueta se recorta sobre el horizonte todo el mundo en West Baltimore huye al grito de Omar´s coming! Estas razones, entre otras, hacen de Omar uno de los personajes más queridos por el público. Por otra parte, la forma en la que se modula la representación del momento de su anunciada y, sin embargo, muy inesperada muerte (que, claro está, no vamos a revelar en estas líneas) podría tomarse como concentrado paradigma de la propia idiosincrasia narrativa de una serie que siempre termina recogiendo frutos de las pequeñas semillas que va sembrando a lo largo de sus 60 horas de duración.


[1] El hecho de que Clockers adapte una novela de Richard Price, uno de los escritores fichados para The Wire, viene a confirmar que Simon y Burns son los responsables directos de la perspectiva adoptada en la serie.

[2] En el caso de “Snoop” los límites entre la intérprete y el personaje son difíciles de establecer, ya que la actriz, como muchos otros secundarios de la serie, comparte con su rol mucho más que el nombre.

[3] Jaime Hector, que en Clockers interpretaba a un niño tentado por la delincuencia, encarna aquí al adulto en el que debiera haberse convertido en el film de no mediar la figura protectora del policía al que da vida Harvey Keitel.