De musa a presencia
Hace unas semanas, en la Filmoteca de Catalunya, tuve la oportunidad de disfrutar en pantalla grande, y con acompañamiento al piano, de El nuevo Fantomas (Phantom, F.W. Murnau, 1922), la historia de un hombre que se obsesiona con la fugaz imagen de la mujer que lo atropella accidentalmente con su carro hasta el punto de ver en otra joven un trasunto de la primera. Al intentar conquistar a ésta última, caerá en una espiral de corrupción moral y desgracia. Quizá a algunos, o a muchos, les ha pasado como me ocurrió a mí viendo el denso y angustioso film de Murnau: a uno le viene Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) a la cabeza, y ese James Stewart que se enamoraba de la imagen de una mujer que se proyectaba sobre diferentes cuerpos (el cuadro, la tumba, Madeleine, Judy…) y que inauguraba el paradigma del amor fou de la era moderna: uno ya no se enamora de un ser concreto sino de una idealización artística del ser, y en la búsqueda irrealizable de la incorporación de ese ideal se desarrolla una obsesión que arrastrará al enamorado al descalabro emocional y el bloqueo vital. Cabe puntualizar que el enamorado casi siempre, como veremos, es un hombre y el ideal es una mujer, lo que nos debería hacer reflexionar sobre temas como el punto de vista genérico tras la cámara o el tratamiento de la homosexualidad por parte del cine. No obstante, he decidido acotar el radio de acción de este artículo según una sencilla metodología: repasando mi ranking personal de las diez mejores películas estrenadas este año en salas españolas, muchas de las cuales están en muchos otros tops, me he dado cuenta de que en siete títulos habita una presencia femenina, evocada por el protagonista masculino, que es el núcleo absoluto de cada una de las cintas y la clave para entenderlas. Así, constatada esta característica común irrefutable, mi objetivo es desentrañar de qué modo ha mutado el legado de Murnau y de Hitchcock, entre otros, y ofrecer una radiografía de cómo algunos de los grandes cineastas contemporáneos observan a la mujer cuando el romanticismo del cineasta alemán y la tensión entre tradición y modernidad del maestro inglés hace tiempo que son inviables.
Lo lógico es comenzar por Two Lovers (ídem, James Gray, 2008), no sólo porque es la más antigua de todas las obras de esta selección sino porque es la que recibe y recicla más claramente la influencia de Vértigo. En ella Leonard (un quebradizo e imponente Joaquin Phoenix), un joven aficionado a la fotografía hijo de unos comerciantes judíos, entabla un noviazgo con Sandra, la hija de un matrimonio amigo de sus padres, una chica amable, tranquila y casera. El camino de lo tradicionalista aparece ante Leonard hasta que, en una fugaz situación, conoce a su nueva vecina, Michelle, que se revela como la antítesis de Sandra: rubia, noctámbula, con una vida tortuosa e inestable, pero también bella, arriesgada, misteriosa, imprevisible… La dicotomía entre acatar las normas familiares o lanzarse a la aventura se abre ante un hombre cuyo corazón arrastra un dolor inevitable: antes de conocer a estas dos mujeres, su prometida falleció. Si en Vértigo el sufrimiento del protagonista tenía como causa lo inalcanzable de la figura femenina (¿una muerta, un fantasma, una actriz?), entendiendo que la distancia que separaba al common man interpretado por James Stewart de la etérea Madeleine/Judy (Kim Novak) era de raíz ontológica, en Two Lovers se baja a los infiernos de lo real y Gray comienza allí donde terminaba el film de Hitchcock: en él, Stewart quedaba suspendido en el tiempo observando para siempre, por segunda vez, la muerte de su amada. Two Lovers empieza con Leonard suspendido en el borde de un puente sobre un río, a punto de suicidarse tras la muerte de su prometida. No lo consigue porque unos viandantes lo sacan del agua, y Gray filma ese momento como si de un nacimiento se tratara, con Leonard emergiendo del agua/vientre hacia la luz/vida. Una segunda oportunidad que desemboca en una observación tan realista como sensible de la mujer como puente entre un pasado pesado e imborrable (la prometida muerta, el recuerdo hitchcockiano que insipira Michelle, la continuación de la tradición familiar que es Sandra…) y un futuro líquido (¡la mirada final a cámara de Leonard puede querer decir tantas cosas!: fatalismo respecto a la elección tomada, el deseo de tener una vida que no será, el recuerdo de la amada fallecida…). Para Gray, y veremos que no es el único, la mujer ya no es tanto un ser inalcanzable como un mito perdido e irrecuperable, que da cuenta del paso del tiempo, cuna de la Historia y las historias y que revela al hombre como un habitante solitario de un presente inhabitable.
Si Murnau presentaba a sus mujeres como musas, en algunos casos fatales, y Hitchcock como quimeras, incluso para él mismo, está claro que el cine contemporáneo les otorga el estatus de presencias. Sólo debemos contemplar Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (Loong Boonmee raleuk chat, Apichatpong Weerasethakul, 2010) y la hipnótica y agorafílica escena de la cena, en la que la mujer de Boonmee aparece, literalmente, 19 años después de haber muerto, para acompañar a su viudo en su tránsito al más allá. Todo lo que en Two Lovers es apuntado de forma geométricamente privada, en Uncle Boonmee se muestra con una transparencia revestida de fantasía que consigue que lo que se cuenta jamás sucumba a lo que se piensa sino que ambas cosas se alimenten recíprocamente: que el reflejo de la mujer de Boonmee (y uso dicha palabra porque físicamente esa imagen está creada mediante reflejos en espejos del cuerpo de la actriz: la imagen como presencia impregnada) contemple las fotos de su propio funeral y recuerde tiempos pasados la convierte en un acto de resistencia de la memoria (personal, pero también colectiva, pues su llegada despierta en los personajes reflexiones sobre su pasado, presente y futuro), una presencia de la misma, y en la compañera perdida sólo (re)alcanzable a través de la muerte. De nuevo, una presencia del pasado que está de paso por el presente para guiarnos hacia el futuro.
Para un cine como el de Apichatpong la mujer es una presencia junto al hombre (la relación entre Boonmee y su mujer no parece la de dos personas a las que la muerte lleva separando 19 años), mientras que el cine norteamericano incide más en la distancia, física y psicológica, entre ambos. Si en Two Lovers la distancia entre Leonard y Michelle ya se nos muestra como algo abismal, mediante un inteligente uso del plano y el contraplano de sus figuras enmarcadas en sus respectivas ventanas, mirándose por el patio interior del edificio, qué decir de la que media entre dos personajes interpretados por Leonardo DiCaprio en sendas taquilleras obras: Shutter Island (ídem, Martin Scorsese, 2010) y Origen (Inception, Christopher Nolan, 2010). El célebre actor interpreta en ambos films un papel parecido, el de alguien que rebusca en mentes ajenas la resolución de un enigma y acaba topándose en su camino con la misma presencia que le hace desviarse de su objetivo. Dicha presencia es, en ambos casos, una esposa fallecida en circunstancias misteriosas, que turba la mente del protagonista impidiéndole pasar página, metiéndolo en un laberinto introspectivo de incierto desenlace. Muchas voces han proclamado que DiCaprio incorpora al mismo personaje, lo que no es cierto. Al principio de este texto decía que el nexo que unía las películas a tratar era que la presencia de la mujer, o la mujer como presencia, era su núcleo absoluto. Así, una vez vistos los films de Scorsese y Nolan, no podemos decir que el protagonista sea el mismo hombre por mucho que tenga la misma cara: en Shutter Island, las alucinaciones en las que Daniels ve a su mujer fallecida le llevan a un estado de paranoia que desvela la esquizofrenia de una humanidad abatida por las culpas y el peso de su propia Historia, mientras que en Origen, el protagonista se introduce en los sueños ajenos para llevar a cabo un plan muy concreto que su mujer, muerta tiempo atrás, intenta sabotear apareciéndose en el subconsciente de su viudo en lo que se convierte en una lucha de un hombre con sus propios demonios del pasado. Aquí la presencia femenina ya no es tanto una guía como el elemento desestabilizador, aquel que no deja en paz a un hombre que no merece ser dejado en paz, que está carcomido por el remordimiento, pues él ha causado la desgracia de ella.
Y no podemos terminar este artículo sin citar la película-compendio de todo lo dicho hasta ahora: Copia certificada (Copie conforme, Abbas Kiarostami, 2010). En esta misteriosa y absorbente obra, Juliette Binoche pasa de ser musa a ser presencia, es también la mujer-compendio: el film comienza siendo la cinta de Kiarostami con Binoche, con la actriz interpretando a una galerista y tratada por la puesta en escena como una obra de arte más, pletórica e incontestable en la secuencia del coche, feliz de ser La Mujer. Pero poco a poco todo empieza a resquebrajarse: ¿y si ella fuera una mujer más, esposa en un matrimonio hastiado y representada mil y una veces en la Historia del Cine, y si no es tan genuina e inspiradora, y si está dejando de ser musa para devenir repetición? Ella intenta desesperadamente resistirse a eso, como el (salvaje) plano del maquillaje ante el espejo nos muestra, y al final lo consigue a medias: en su condición de mujer singular y plural a un tiempo, se ha convertido en una presencia, imprecisa e inolvidable, un reflejo eterno en la mirada final (a cámara, como la de Joaquin Phoenix en Two Lovers) de William Shimmell, una imagen que carcome subterráneamente a Mark Zuckerberg durante toda La red social (The Social Network, David Fincher, 2010). ¿Es la mujer el Rosebud del siglo XXI?