Hay una Estética The Wire como hay una Estética Lost. Pueden convivir un cierto tiempo pero a la larga se revelan incompatibles. Al menos, así sucedió en mi caso, ante la deriva infantiloide y new age que tomaba la segunda, culminada en un pseudofinal almibarado, apto sólo para sensibilidades muy curtidas en cursilerías. Lost es una serie tecnorromántica, mientras que The Wire es una serie humanista, del verdadero humanismo, el de la indignidad humana. No ayuda a ser mejor sino a entender mejor el mundo en que vivimos. Es lo único que interesa a las estéticas cognitivas.
Tiene una de sus expresiones verbales en el diálogo entre Colvin y Carver ante el recién creado Hamsterdam: no es bonito de ver, observa el segundo, no ha sido hecho para ser bonito, apostilla el primero. Baltimore Oeste aparece como la metáfora de una creación chapucera en la que tienen que sobrevivir, con más o menos fortuna, distintos especimenes de seres humanos. Pero sin tragedias, quizá únicamente la punzada ante la deriva de patito feo de Dukie, juguete roto chutándose la desesperación en el final entrevisto.
Las manifestaciones icónicas están casi desprovistas de imágenes bellas y sublimes, excepto algunos perfiles de Omar al acecho en la sombra, la pose hopperiana de McNulty ante el cadáver de Stringer, Carcetti borracho mirando por última vez un Baltimore nocturno sublime, antes de empezar a comer en fuentes de plata llenas de mierda. Pero no se va de la retina el contrapicado en que la cámara va subiendo por la basura hasta mostrar en la parte superior del plano las casas más que humildes, pobres, enfermas, cubiertas de la sarna del desconchado. En el contraplano, el blanco inmaculado del Ayuntamiento de Baltimore, fondo de postal de las conferencias de prensa del alcalde.
Sugiero una clave icónica. Plano medio de McNulty en el episodio final de la serie. Está de pie en el paso elevado de la autopista, mirando ensimismado, por una vez sin esa mueca de pillo feliz que ha engañado a sus mandos. A la izquierda se ve en el coche la cabeza del homeless con el que ha estado especulando. Se suceden escenas de las calles, nuevas y, sin embargo, previstas. Nada ha cambiado y se apunta que nada cambiará. McNulty sale de su ensimismamiento: vamos a casa, dice. No ha pasado nada, no va a pasar nada. No hay mensaje, no hay moralina. Todo lo más, como se despidió una vez Daniels de él: to be continued.
No hay mensajes, no hay efectos especiales, ¿Por qué ha gustado entonces The Wire?, más aún ¿Por qué se ha convertido en una serie de culto? Aventuro una respuesta: porque es la sabia administración de la intrascendencia. Esto es ir a contracorriente. No tenemos muchas series así. En el humanismo del que hablaba antes pocas cosas cambian, pero siempre se acaba sabiendo más. Es un humanismo ciudadano. Por ello, creo que The Wire debería ser materia obligada en una educación para la ciudadanía, como contrapunto a las ñoñerías edificantes que obligan a visionar a los indefensos escolares. Si Lost es una serie siglo XIX, con ingredientes tecnorrománticos, The Wire lo es del XXI con imágenes ciudadanas. Y el gran déficit de la educación sigue estando en enseñar a ver. ¿A ver qué? No lo que debería haber, sino lo que hay.
Lo que caracteriza a The Wire es que se trata de una estética de andar por casa, algo paradójicamente muy novedoso. Si Lost es la serie de lo extraordinario, The Wire lo es de lo ordinario, nada hay que no se sospeche, que no se acabe esperando y, sin embargo, sorprende. Si en Lost lo que parece casi nunca es lo que es, en The Wire lo que parece es casi siempre lo que es. The Wire es una serie de sala de estar que trata de las calles. El mayor Colvin dice en un momento determinado que la calle es la sala de estar del pobre. De ahí que visualmente no consigamos apartar los ojos del sofá anaranjado situado en el pequeño descampado entre las Torres. Allí se planean los golpes, se otea el panorama del trapicheo, se solventan asuntos personales y hasta la policía se acerca ocasionalmente para dar palique. Le echamos de menos cuando desaparece al final de la primera parte, como ellos la demolición de las Torres, de su casa.
Porque la serie va de eso, de un tema tan viejo como la casa, perpetuo ideal de los sin techo ciudadanos. Es una fibra sensible que cuando se toca funciona especialmente en el espectador americano. McNulty logra sacar dinero a un Ayuntamiento en quiebra técnica cuando se inventa un asesino en serie de hoteles, perversión sexual incluida. Es la gran tradición americana, el western melancólico de Ray: el deseo de estar en casa y la imposibilidad de ello. ¿Cómo querrá nadie salir de Baltimore? se pregunta Bodie y ¿cómo se sale de Baltimore? le apremia Dukie al entrenador redimido. Baltimore casa y prisión. Son lo mismo: D´Angelo sólo conoció algo parecido a un hogar durante su estancia en prisión. Es la “línea delgada” de que habla Bubbles, que atraviesa toda la serie permitiendo lo inconcebible: la existencia armónica de los contrarios. Si nos ponemos estupendos cabría decir que la serie traslada la estética clásica de la Heimat (hogar, patria chica) a los barrios. Omar (el icono de Obama, el Robin Hood de las calles) afirma que no conoce nada más que Baltimore, que es su casa, y que un hombre debe estar en su casa. Omar es políticamente correcto.
Por eso, en realidad, ninguno es mala gente. Todos los personajes importantes de la serie llevan uno o más lunares en su carrera, depende de las cartas que les ha tocado jugar en cada momento y lugar. De ahí que en su vocabulario se repitan constantemente las palabras game, business o job. Porque se vive en presente, no hay futuro. Nada es personal y todo lo es. Pocas veces se ha matado o dejado matar con tanta delicadeza. ¿No estoy mal peinada? pregunta Snoop a Michael antes de que apriete el gatillo. Pero en todo juego hay tiempos muertos.
De ahí que lo que acaba calando en The Wire es la administración dosificada, no de las subidas, sino de las bajadas de tensión, los tiempos muertos que distraen de la acción principal según la narratología clásica, es decir, los problemas familiares de los personajes, las reflexiones crepusculares apalancados a la barra del bar de policías, subidos al capo del coche, amarrados a la botella, arrojando la lata de cerveza al tejado de la comisaría, las vomitonas etílicas después de la despedida al compañero ido, o las más prosaicas luchas de McNulty y Greggs con Ikea. ¿Quién no ha compartido estas últimas?
El ciudadano en su sala de estar o con el ordenador en su cama reconoce sin esfuerzo los (sus) problemas cotidianos: la casi imposible conciliación entre vida personal, profesional y familiar, la inseguridad ciudadana, la existencia de policías cuando menos ambiguos, políticos trepa, educación sin remedio, prensa sensacionalista. Todos ellos son temas cotidianos, y a la gente le encanta ver los dos lados de la cuestión, es decir, que la cosa no marcha, pero tampoco llega al desastre, porque a veces hay gente que hace bien su trabajo, bien es cierto que sin saber muy bien por qué.
A estas alturas más de uno se estará preguntando si lo de una serie indispensable en la educación para la ciudadanía no era otra broma posmoderna. En modo alguno. Lo que se desprende de lo anterior es que la nueva ciudadanía depende de personas adictas a sí mismas, que es como definen a McNulty, un “adicto a sí mismo”. Aquí lo interesante no son los grandes temas, sino los pequeños detalles. Pero todavía no hay una estética ciudadana y necesita venderse en los términos de la antigua. Así David Simon, creador de la excelente serie, acude a una pseudomitología clásica del bien y el mal, y a una teoría crítica social frankfurtiana de rebajas para publicitarla, sin olvidar a la familia. Pero cada vez que se pone estupendo oímos la voz: “¡Limpia la tapa Nick, sé que le has dado!”.