127 horas

Efecto Boyle

Hay ocasiones en que uno se siente completamente desorientado ante una película o, mejor dicho, ante la consideración pública de una película. En el caso que nos ocupa no hablo solo de las seis nominaciones a los Oscar 2011 (incluyendo Mejor película y Mejor guión adaptado) sino también del amplio respaldo que está obteniendo entre los cinéfilos pertenecientes a redes sociales cinematográficas o entre el gran público. Sin duda, es inevitable enmarcar los juicios de valor en el contexto en que se realizan, y las líneas que siguen a continuación es muy probable que no fueran las mismas sin el contexto mencionado; pero es que sin ese contexto probablemente esta crítica tampoco existiría. Simplemente, casi nadie hubiera visto esta película y a nadie le hubiera interesado escribir de ella o leer sobre ella. O eso creo.

127 horas es una película rodada para la gran pantalla, pero podría ser perfectamente uno de tantos telefilmes pergeñados para la hora de la siesta (de hecho, su director ha hecho ya siete de estos) e incluso, por qué no, una emisión del programa Supervivientes. Aspectos como el abundante relleno de un fragilísimo guión, el montaje epatante, la ineficaz y risible mezcla de drama y comedia en algunos pasajes, el incoherente hiperesteticismo en una historia que se presume terrible… son, por poner algunos ejemplos, características que cabrían en cualquiera de esos formatos y que, en líneas generales, conforman un auténtico pastiche audiovisual carente de precisión, de tono, de narración y de poesía. Un filme que también cabe asignar a ese peligroso subgénero del melodrama que componen las obras “basadas en hechos reales”, y que por lo general, como es el caso, suelen ser completamente inverosímiles aunque sean ciertas, lo cual es producto de una notable torpeza.

El cineasta Danny Boyle me genera bastante desconcierto porque, aunque son evidentes sus tendencias hacia el efectismo y la exacerbación vacua de los géneros, no es menos cierto que tiene probadas habilidades narrativas (Slumdog Millionaire) y estéticas (28 días después). Fui de los pocos a los que les pareció horrible Trainspotting, uno de esos artefactos que pretenden ser modernos y que jamás crean tendencia, que nacen y mueren en sí mismos, y que, en todo caso, sirven para que se hable de sus autores —durante un tiempo muy limitado, como demuestra este caso— como enfants terribles. Me da la sensación, pues, que es un cineasta simplemente hábil, que se mueve mejor cuando tiene que crear ambientes que definir personajes, cuando se dedica a jugar con el efecto coyuntural del plano que con la coherencia de una trama compleja. Más allá de su olfato para la taquilla, algo común a casi toda su obra (y que no debe ser nunca un demérito), creo que el caso de Danny Boyle es uno de esos que obligan a dejar a un lado la preeminencia de la figura del director a la hora de evaluar una película.

Me sorprende más que 127 horas esté gustando tanto como detecto navegando por Internet, viendo las nominaciones a los Oscar 2011 y leyendo algunas críticas. Me sorprende porque me parece una película vacía, larga, aburrida y absurda; no entiendo que un personaje con un brazo atrapado en una roca, en riesgo evidente de muerte, se dedique a hacer monólogos cómicos ante una cámara de vídeo; aún entiendo menos que, dado el tono general del filme, termine en una especie de espectáculo semigore. A mí, personalmente, 127 horas me parece una nadería, una película de mal gusto y de una mediocridad audiovisual alarmante.

Pero, siendo coherente con mi línea de pensamiento, debo reconocer que la película está gustando en amplios y heterogéneos sectores, y que eso tiene un valor indiscutible. Nunca le recomendaría al lector que no viera la película, aunque a mí me parezca mucho más que prescindible, sino más bien que vaya a verla, y que comente aquí debajo —ya que en esta publicación sí se puede— por qué le ha gustado, si es que le ha gustado. Sólo así podré comprender lo que en este momento me resulta incomprensible.