El reciente estreno de Más allá de la vida (Hereafter, Clint Eastwood, 2010) ha vuelto a poner de manifiesto la delicada tensión que mantenemos con la muerte. Como en el episodio final de Perdidos (Lost, J.J. Abrams, Jeff Lieber y Damon Lindelof, 2004-10), el filme de Eastwood no versa, en sentido estricto, sobre la muerte, sino sobre la perspectiva que arroja tal concepto en nuestras vidas, maneras de ver las cosas y de relacionarnos. Es, entonces, un catalizador de la mayoría de nuestros problemas habituales. Cuando los enfrentamos, bajo el prisma de la muerte, parecen gozar de mayor resonancia. Sin ir más lejos, la ansiedad por evitar el final de todo aumenta el sentimiento de melancolía por el tiempo pasado que ha dejado de existir. Cualquier cosa de aquel tiempo sólo puede aparecérsenos como un espectro de nuestra memoria. ¿De qué otra manera podemos entender el cine de, por ejemplo, Philippe Garrel? ¿O la nostalgia que embarga a las mejores películas de Jean Eustache? Es en ellas, y en tantas otras, donde el tiempo adquiere una dolorosa precisión. Basta recordar el título de una de las mejores obras de Maurice Pialat, Nosotros no envejeceremos juntos (Nous ne vieillirons pas ensemble, 1972), para reconocer esa pérdida irreparable.
La memoria de los cuerpos
Hay en el cine de los 70 una mirada sobre la muerte que conviene rescatar, porque no volverá a repetirse con tanta intensidad. Es imposible no recordar la viveza de cada uno de los encuentros sexuales entre Erik (Rutger Hauer) y Olga (Monique Van de Ven) en Delicias Turcas (Turks Fruit, Paul Verhoeven, 1973); de la fuerza expresiva con la que Verhoeven dibuja el éxtasis y el declive a partir de lo que define el espíritu de su tiempo: la carne, la materia. De ahí que sea su ausencia, una vez Olga desaparece, la que extermine toda esa alegría de vivir que nunca experimentaremos en ese grado. La diferencia con respecto a otras manifestaciones cinematográficas es que, como le sucede a Erik, no podemos dejar de pensar la muerte porque toda ella está presente en nuestro cuerpo. Aunque busque purgar el recuerdo de Olga a través de sueños violentos o sustituyéndola por mujeres que encuentra en la calle, el éxtasis alcanzado ha sido tan irrepetible que condena a su protagonista a arrastrar esa melancolía por el cuerpo perdido que, ni siquiera echándolo a la basura —como muestra su terrible coda final— puede eliminar el efecto. La ficción, en ese sentido, todavía no ha encontrado una figura adecuada que sustituya ese dolor. Y, mientras la busca, los cuerpos languidecen.
El último tango en París (Last tango in Paris, Bernardo Bertolucci, 1972) y Lo importante es amar (L’important c’est d’aimer, Andrzej Zulawski, 1975) muestran las dos caras de la misma búsqueda. En el filme de Bertolucci, el vacío y la culpa moral de Paul (Marlon Brando) no encuentra en Rosa, su fallecida esposa, la correspondencia con la que aquel pueda continuar con su existencia. La imagen de Paul velando un cuerpo que ya sólo puede ser muerto, que no inspira ni siquiera conmiseración, le obliga a buscar a otra persona que pueda ayudarle a encontrar ese espacio en el que descansar su pena. Mientras, en la obra de Zulawski, Nadine (Romy Schneider) es incapaz de verbalizar, en el interior de una película erótica, sus sentimientos frente al que en la ficción representa a su amante, que yace en el suelo ensangrentado. La presencia de la irritante directora del filme obligando a Nadine a decir algo que no encuentra en su interior sólo acentúa, todavía más, esa falta. Una falta de sentido, de arraigo con la muerte que Nadine hallará cuando descubra el cuerpo herido de un Servais (Fabio Testi) al borde del fin.
Tratar la muerte nos obliga a pensar en la vida, en sus posibilidades de rellenar ese espacio vacío que deja la ausencia. Así, la muerte nos exhorta a buscar una continuación, una prolongación que nos ayude a recuperar la normalidad perdida y a lidiar con la pérdida de tal manera que no peligre la integridad de nuestra vida. La problemática que presentan los filmes antes citados es que sus protagonistas son incapaces de mantener de una pieza sus vidas porque el recuerdo de su pasado permanece de la manera más material posible. Erik sustituye a Olga por otras mujeres, o la elimina deshaciéndose progresivamente de sus cosas; Paul necesita a Jeanne (Maria Schneider) para dar voz a los pensamientos que Rosa ya no puede oír; y Nadine tiene en Servais el cuerpo con el que por fin puede expresar su maltrecha existencia sentimental. De una u otra forma, ninguno de los personajes consigue sustituir al cuerpo por otra figura que contenga y frene el colapso emocional que la muerte ha provocado en sus vidas. Y es que, como elemento vertebrador de estos filmes, no podemos escapar a la influencia que las promesas de cambio, los principios de esperanza que fueron frustrándose con el tiempo tienen en el corazón de unos personajes que, ante la muerte, sienten que no hay instrumentos a su disposición para configurar un lugar en el que seguir siendo ellos mismos. Por eso, uno de los testimonios más elocuentes de esa utopía haya que rastrearlo en las imágenes de El desprecio (Le mépris, Jean-Luc Godard, 1963), en las que Fritz Lang, definitivamente jubilado del oficio de director, encuentra en la ficción del rodaje de La odisea la posibilidad de continuar su discurso interrumpido.
La necesidad de la ficción
Los cuerpos muertos, en descomposición, siempre presentes son el principal escollo para continuar la vida. No hace falta irse al cine de George A. Romero o al de Lucio Fulci para comprobarlo. La presencia de la persona ausente impide cualquier intento de olvido eficaz. Por eso, resulta interesante observar de qué manera los cuerpos dejaron paso al vacío espiritual o emocional. Para construir esa imagen, como la del rodaje de Fritz Lang en el filme de Godard, necesitábamos un lugar en el que colocar a nuestros muertos. La ficción siempre ha tenido una querencia especial por reprimir los finales, los desencuentros o todo aquello que desordena nuestras vidas. A través de sus mecanismos, podemos aislar una fracción, un momento especialmente memorable que se prolongue en el tiempo como si hubiese sucedido justo unos segundos antes. La ficción nos ha enseñado a reparar, vía viajes en el tiempo, los desórdenes de nuestro pasado, o a interpretar que la identidad es cada vez más un asunto de la memoria. De ahí que sea en este último concepto donde haya operado el cambio a la hora de representar nuestra convivencia con la muerte.
El protagonista de Más allá de la vida se lamenta, en un momento del filme, de que una vida que se vive en contacto con los muertos no puede merecer dicha categoría, porque sabotea cualquier intento de vivirla con normalidad —como le sucede en su relación con Melanie (Bryce Dallas Howard). Otro de los personajes del filme, Marcus (Frankie McLaren), necesita contactar con su hermano muerto para recuperar ese asidero emocional vital para continuar con su vida. Lo que entra en juego es la fuerte dependencia que mostramos con respecto al otro, como intermediario o como figura capital en nuestro desarrollo, para no perdernos en el dolor. George (Matt Damon) es, en su capacidad sobrenatural de escuchar a los muertos, ese otro con el que sentirnos en paz y proseguir con nuestra existencia; la llave que necesitamos para liberar lo que en las anteriores películas aparecía insistentemente en forma de cuerpo: el recuerdo, el duelo, el pasado. La llave para transmutar esos elementos en otra forma de recuerdo.
Hay una imagen en la irregular El cazador de sueños (Dreamcatcher, Lawrence Kasdan, 2003) que me gustaría utilizar a continuación: la biblioteca mental que configura uno de esos protagonistas. ¿No es, acaso, esa imagen la que define el espacio que buscábamos para sintetizar armoniosamente la cuestión de la muerte? El lugar en el que el recuerdo mitiga su carácter de melancolía archivando en su interior los instantes diversos de una vida que fue y que nos da la oportunidad de revisar desde otra óptica. ¿Acaso no es Perdidos el archivo-memoria de las aventuras de sus protagonistas? Christian (John Terry), el padre de Jack (Matthew Fox), le recomienda pensar en todo lo que ha vivido y que, de ninguna manera, podrá borrarse o transformarse en la angustia de los otros personajes. O Irène (Alain Cavalier, 2009), en la que su director proyecta sobre cada elemento de su espacio propio el recuerdo de su mujer fallecida. O la figura de Nico que Garrel describa bajo tantas otras formas en sus películas. La diferencia está en que la muerte y los muertos constituyen el punto de partida para una ficción, que repesque bajo otras características los elementos que han sido parte de nuestro pasado, pero sin imprimir en ellos la nostalgia de saber que no volverán. Entonces, ¿significa eso que la ficción que defiendo apuesta por desfigurar nuestro pasado? Al contrario, significa que la ficción constituye el único lugar posible en el que el pasado no tiene el valor que pudiera ofrecer para Sören Kierkegaard ni, asimismo, implica traicionar la memoria de aquellos a quienes quisimos y seguimos queriendo. Es, como en el filme ficticio de Lang, la utopía que puede hacernos convivir con nuestro dolor.
Como George en el filme de Eastwood, la ficción es esa figura intermediaria. Una figura aliada con la imaginación que nos exhorta a dibujar nuevos paisajes a partir de todas aquellas cosas que hemos sido y vivido. Frente a la pérdida, la ficción representa una posibilidad de subsanar el error, como hiciera Godard con la Marianne de Pierrot, el loco (Pierrot le fou, 1965); una posibilidad de reprimir la desaparición, el imperativo que cierra cualquier opción alternativa, porque somos nosotros quienes continuamos el relato. La escena apacible en la que el fantasma visita al tío Boonmee en Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (Loong Boonmee raleuk Chat, Apichatpong Weerasethakul, 2010), en la que su director integra con naturalidad dos realidades opuestas en el mismo plano, me ha llevado a pensar si, de haber podido rodar una última película, Luis García Berlanga habría terminado reflejando lo mismo que en su plano de París Tombuctú (1999). ¿Dónde quedaría ese miedo? ¿De verdad la ficción no sabría encontrarle acomodo?
Encontrar la forma de dejar atrás los cuerpos, continuamente presentes, ha sido el mayor esfuerzo que la ficción ha hecho para asegurarnos eso que la traducción castellana del filme de Clint Eastwood nos escamotea: el porvenir. Hablar de la muerte nos redirige a hablar de la vida, a pensar qué podemos hacer con la vida, cómo podemos rellenar los huecos de lo que está por venir, de aquello que nunca podremos cerrar con la misma rotundidad que el título de la película de Pialat antes mencionada. Hablar de la ficción nos redirige a pensar qué hacer con nuestro pasado, cómo dotarlo de un nuevo sentido que pueda servirnos para construir con sus elementos nuestro porvenir. Nos sirve para encontrar, allí donde solamente queda el dolor, el paso siguiente para volver a ser. Es lo más cercano a nuestra auténtica utopía: mantener con vida el pasado.