El porqué de Monzó
Ventura cuenta que el proyecto empezó como siempre: «Leyendo. Y de repente, un día dices: “Ay, me parece que esto lo puedo contar de una forma distinta a como había trabajado antes”. A mí me daba mucho miedo volver a Monzó, porque el éxito de El porqué de las cosas (1994) había sido muy grande, y yo no soy de repetirme. Pero en cuanto tienes lo que a mí me parecía una buena idea narrativa, y ves ahí un material fantástico, pues adelante». Los universos de ambos artistas, íntegramente cosmopolitas, coinciden y colisionan: el escritor y el director de cine comparten un humor doliente, una mirada amarga sobre las relaciones interpersonales y un tono que encuentra un extraño equilibrio entre la contemplación entomológica de los entornos humanos y una ternura no exenta de ironía. «Es muy fácil, es que somos más o menos de la misma quinta, vivimos en una misma sociedad, en una misma ciudad, en unos mismos ambientes. Hemos evolucionado, ya no son aquellas historias de darle mil vueltas a eso del soif de vivre, que si una relación es buena o es mala. Ahora ya estamos en otro nivel. Ahora somos un poco más mayores y tenemos otra mirada, otros sentimientos, otras angustias respecto a nuestras vidas. Y es muy interesante porque él ha sufrido esta evolución y yo también la he sufrido. Sí, deben ser cosas de la edad… Creo que está muy claro para quien lo quiera entender.»
Ventura Pons: un estilo
«Si haces la película que toca hacer, la has cagado«. Una declaración de principios grabada a fuego en sus veintitrés películas. Si algo ha caracterizado la dilatada trayectoria del veterano cineasta catalán, es su perpetua búsqueda de nuevas vías expresivas. «He llevado a cabo muchísimas adaptaciones: de Benet i Jornet, David Leavitt o de Monzó, entre otros. Pero si te fijas, ninguna se parece en nada a la anterior». Nos basta con la comparación entre El porqué de las cosas (1994) y Mil cretinos: ambas adaptan quince cuentos de Monzó, pero su realización no podría ser más dispar. Si la primera situaba trece historias de corte realista entre dos narraciones fantásticas, las historias de Mil cretinos encuentran su marco en tanto que han sido concebidas por «un personaje-escritor que es Quim pero soy yo también», que finalmente acaba protagonizando el relato que clausura el film, más condescendiente que los demás, marcados por la amargura y la crueldad. Las fábulas concebidas por Monzó y, a su vez, por su alter-ego cinematográfico, son tanto narraciones de ambientación contemporánea como desmitificadoras revisiones históricas que dinamitan distintos mitos e iconos de la cultura occidental. Los personajes transitan de unos cuentos a otros, otorgando al film una dimensión coral muy acorde con la admiración incondicional del cineasta por la narrativa de John Dos Passos. Pons vuelve a ejercer de transcriptor fiel de las lecturas que lo han maravillado y, sin embargo, la literalidad hiere los resultados finales. El daño se hace notar, sobre todo, en la irregularidad del ritmo o en un uso de la voz en off que manifiesta cierta desconfianza por el poder sugestivo de las imágenes.
A Ventura Pons no le gusta teorizar sobre su propia obra, pero se muestra seguro y satisfecho: «Yo creo que todo está en el guión. Bien cierto es que se la dejé a muchos amigos. Mi médico, por ejemplo, sabe leer muy bien los guiones. De hecho, escribí un relato más de la primera parte (El amor es eterno). Luego, cuando hice el timing de la película, me pareció que me quedaba un poquito largo y lo quité. Me hacía mucha gracia hacer esta película muy distinta a todo. De vez en cuando me sale mi vena de decir: “Ahora hago esto porque me place hacerlo así”».
Si bien la muerte sobrevuela casi todas sus películas, la decrepitud física nunca había estado tan presente en su cine. Recordemos, no obstante, al histérico personaje que interpretaba Cecilia Rossetto en Animales heridos (1999), torturada por las arrugas que, como grietas, surcaban su rostro. «Hemos tirado más para aquí porque los cuentos de Quim permitían esto. Podría haberlos tirado y usar sólo los cuentos más alegres y vivos, pero no, me ha salido esta estructura». La sonrisa se congela frente a estos fragmentos de la vida o estampas de la muerte, tan irreverentes como ásperos. Tragicomedias atronadoras y modestas, expresivamente eficaces, excepto cuando el obsesivo respeto por el material de partida lleva a sacrificar la economía narrativa y la minuciosidad de la puesta en escena.
La rara cohesión del conjunto viene reforzada por su estructuración interior, que nos hace pensar en un laberinto de espejos convexos donde modelos y arquetipos se reflejan extrañamente entre sí. En un determinado momento, un escritor fantasea con la muerte de sus ancianos padres; y en uno de los relatos más compactos y redondos, un joven autor reniega públicamente de quien fue su mecenas, aniquilando así a su padre literario. Digamos que una misma idea encuentra plasmaciones disímiles, pudiendo derivar tanto en una reflexión sobre la responsabilidad familiar como en una observación axiomática sobre la Historia de la literatura. «En el teatro, también, está implícito el homenaje a nuestros ancestros. No renegar de ellos. En tantos campos vemos la negación del que te precede… Pero eso pasará también con quienes han renegado, en un futuro».
Cine y teatro
La segunda mitad de la película funciona a modo de intersección en la que se cruzan las gramáticas del cine y del teatro: una serie de frisos históricos, cuyo mutismo y escenificación imitan las formas del cine mudo. Sin embargo, lo más llamativo son los decorados de cartón-piedra, que nos obligan a asociar los orígenes del cinematógrafo con las formas de representación de la dramaturgia tradicional. Por ello, quizás sea en Mil cretinos donde nos topamos con la definición más completa de Pons acerca de la confluencia entre sus dos grandes pasiones. «Mi visión aquí es obvia. He hecho muchas adaptaciones, pero ninguna se parece a las otras. Yo creo que el teatro siempre va un paso por delante del cine en experimentación. La gente del teatro lleva cierta renovación al cine, pero también placer por el texto. Gente como Sam Mendes aporta un placer por historias con más contenidos, más interesantes. Devuelven ese placer universal y reconocible por contar historias».