La vida sublime

El gran Vázquez

Desde los albores de la humanidad, el hombre ha necesitado elaborar sus propios referentes. Los grandes cazadores se hicieron leyenda y quedaron inmortalizados, para imitación y admiración, en las paredes pétreas de moradas antiguas. Los héroes de la antigüedad cambiaron de nombre, vieron sus hazañas modificadas, pero se replicaron de Babilonia a Grecia, de allí a Roma, del cristianismo al Islam. Los antiguos pioneros del Oeste, emigrantes nórdicos, vieron como algunos hombres aguerridos viajaban por la Frontera, les marcaban la pauta y alcanzaban aquello que para la mayoría era una utopía. El mito debe estar siempre vigente para orientar y confortar a toda sociedad. Y, caso contrario, tal vez sea preciso crearlo.

Según el director Daniel Vázquez Villamediana y Víctor, su primo y alter ego, protagonista de esta peculiar cinta, los paisanos de Valladolid son a la vez libres y prisioneros de sus eternos campos de Castilla, de sus trigales y cerros. La luz cegadora abrasa y condiciona el punto de vista limitándolo a un mundo, a una sociedad, que, según Machado, menosprecia aquello que ignora. Y, tal vez por ello, argumentan, el castellano busca su reflejo, su salida, en el Sur. Un Sur  mítico que es sinónimo de libertad, de pluralidad, de otredad… tal vez de riqueza. Un Sur que también contemplaba Erice en su inacabada obra, a la que Villamediana alude explícitamente en La vida sublime, referenciando una escena mítica que no puede evitar (¿que debe?) filmar: la réplica, la traslación, de los eternos campos de Castilla al Sur andaluz.

Y es a este Sur, abstracto, etéreo, dónde se desplaza Víctor siguiendo el rastro del Héroe que todos necesitamos tener como referente, en este caso su abuelo Cuco, el gran Vázquez. La vida sublime no es, pues, una road  movie. Si acaso es una road movie que transita el paisaje mental de Víctor (¿de Daniel?) y por ello le veremos aparecer, tras un fundido, en el paisaje mítico invocado por Erice y, tras otro fundido, en el Sur sevillano. Allá los dos mitos, Cuco y Erice, se darán la mano. Allá Victor tendrá diálogos y discusiones entre banales y severas con familiares y deambulará, se dejará perder, en las callejuelas andaluzas buscando el espíritu de Cuco. Espíritu que reconstruye, voluntariosa, esforzadamente, en una carta de características también legendarias, escrita en una servilleta de papel. Una carta dónde Cuco cuenta sus hazañas, ganando una apuesta por devorar 90 boquerones o defendiendo la integridad de un gallo de pelea en una lucha a puñetazos, y que Víctor rememora, reelabora, como los Jorgensson hacían con las cartas recibidas de los centauros del desierto. Víctor a su vez reconstruirá, reinterpretará, la leyenda, a su modo, en sus posibilidades, haciéndola vivir en la contemporaneidad, apuntando su influjo y su persistencia… y aportando aquello que los nuevos tiempos determinan. Daniel Villamediana, por su parte, reelabora leyenda y recreación en una película un tanto errática en su afán cinéfilo, peculiar sin duda y ciertamente apreciable en su calma y en la humilde revisitación de nuestras leyendas.