Mutaciones del cine contemporáneo

La edición castellana de Mutaciones del cine contemporáneo viene a colmar un vacío que, hasta cierto punto, había conferido al libro original una aureola de leyenda. Es posible que, debido a ese tiempo que ha pasado desde su publicación, el lector encuentre en sus páginas afirmaciones, objetivos o conclusiones que ya forman parte de un pasado. Sin embargo, a veces dejarnos llevar por el pasado tiene algo de programático, en tanto que interpretamos que todo lo que se ha dicho necesita seguir vigente. Supongo que por eso, la vieja y la nueva cinefilia —sean lo que sean cada una de ellas— andan a la gresca intentando recuperar su parte del botín de los restos del naufragio. En breve, melancolía frente a resistencia. Lo que unos intuyen como algo que fue, otros lo afirman como lo que debe ser. Y entre unos y otros, la casa sigue por barrer.

El principal activo de la obra coordinada por Jonathan Rosenbaum y Adrian Martin es, sin lugar a dudas, la estructura de la misma; un libro construido a partir de correspondencias, que no evita mostrar sus costuras mientras desarrolla sus argumentos. En otras palabras, algo que a menudo nos gustaría —abro paréntesis: no sé muy bien por qué utilizo el plural— para nuestros textos: que la acción del tiempo muestre el grado de evolución que sufren sus ideas, pensamientos cruzados o retos para un futuro. A nadie se le escapa que la idea del intercambio, sea virtual o en persona, sea a través de ficheros en descarga directa, ha modelado el paisaje de lo que podemos entender por cinefilia. Las pantallas se multiplican, el cine se desacraliza y las opiniones se acercan a una velocidad considerablemente mayor. Ante esto, el primer reto del escritor o del espectador consiste en asumir la responsabilidad de aprovechar todo el monto de información disponible. Dar forma a esa responsabilidad.

Cuando Rosenbaum recuerda su crucial estancia en el festival de Rotterdam, así como cuando se pone en tela de juicio la política audiovisual imperialista —de qué manera leemos una imagen extranjera cuando nuestra educación cinéfila ha partido de un mismo punto—, o las corrientes críticas surgidas desde dentro o fuera de la escuela o la Academia; existe esa curiosidad explícita por arrancar al cine, o a la escritura cinematográfica, de una serie de modelos o cosmovisiones que la han acompañado tal vez demasiado tiempo. Para entendernos, tanto Hou Hsiao-hsien como Tsai Ming-liang —por citar a dos cineastas sobre los que reflexiona Mutaciones— han devenido monstruos sagrados cuyo valor ha ido deformándose a medida que aumentaba el número de textos a propósito de sus trabajos. La ambición, a medio camino entre el cine y la etnología, con la que Olivier Assayas hablara de Hou durante su estancia taiwanesa ha dejado lugar a una escritura, por así decirlo, desilusionada, en la que escribir sobre Hou (o sobre Jia Zhangke, Hong Sang-soo, Lisandro Alonso o Los Hijos) no supone demasiado esfuerzo. No escribimos sobre lo que vemos o, y aquí estaría la parte fundamental, cada vez nos preguntamos menos qué es lo que estamos viendo.

En su estupendo prólogo a la edición castellana, Pere Portabella señala un aspecto de la cuestión que me gustaría rescatar: «En definitiva, el valor de la posesión está cambiando por el valor del uso, y esto puede ser una noticia muy buena. Estaríamos hablando de la pantalla global». Precisamente, en el tránsito de la posesión al uso radica uno de los principales puntos de la obra: acceder a las imágenes (casi) siempre supondrá una tarea menos esforzada, por las implicaciones tecnológicas que facilitan ese acceso. Sin embargo, todo ese esfuerzo caerá del lado del uso, de restituir ese valor de las imágenes cuando entramos en contacto con ellas. Leer la correspondencia entre Kent Jones, Nicole Brenez, Alexander Horwath, Quintín o tantos otros implicados en la aventura tiene esa idea como fundamento básico. De hecho, hay espacio para las apelaciones biográficas y para la transmisión de cómo ha ido construyéndose esa cultura del intercambio, de las ideas encadenadas a otras ideas y de mi/nuestra posición frente al cine y frente a vosotros/cualquiera. Por eso, a pesar de la calidad innegable de algunos textos —el cruce Hawks-Masumura, por ejemplo—, la lectura más destacable ofrecida por Mutaciones del cine contemporáneo es que, más allá de la fortuna que cada mutante haya podido correr —y las derivas que cada mutación haya podido sufrir—, el valor del cine sigue estando en el uso, es decir, en nosotros. Hay que mantener con vida ese intercambio, esa correspondencia, esa emoción privada que escribimos públicamente. ¿Qué es, si no, el cine?